miércoles, 30 de octubre de 2024

La abducción del hoyo negro

 

Dibujo: Beatriz Bejarano

La abducción del hoyo negro

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Esta diva parecía una garza en el escenario: parsimoniosa, borrascosa. Su mejor gracia era creer que poseía alguna. Había alimentado su ego abrevando entre las fuentes originales de la superación personal y el declamador sin maestro: padre rico hijo pintito, caldo de pollo para el resfrío, por qué la humanidad entera ama a las cabronas, etcétera. Seducidos, los marcianos la abdujeron creyendo llevarse al mejor espécimen terrícola. Cuando procedían con lo de la sonda se dieron cuenta que tanta gracia inflada por el extravío narcisista no cabría en el universo.

martes, 29 de octubre de 2024

Vicentita

 

Dibujo: Beatriz Bejarano

Vicentita

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Cuando Vicentita se suicidó, todos en el barrio nos sentimos culpables, menos su exmarido, y eso que seis meses antes la había abandonado para irse a vivir con Lanny, la hija del Dámaso Guadalupe, el de la cantina, que estaba buenísima y diez años más joven.

—A mí ni me volteen a ver —decía Olegario—, si ella se quiso dar en la madre, fue por su santa voluntad y hay que respetársela; ya está juzgada de Dios.

La que sí se quedó muy sofocada fue Lanny: ya hasta quería que Olegario se fuera de su casa, a pesar de que cuando bailaron una pieza juntos, en la tercera boda de su papá de ella, se había enamorado perdidamente.

A Olegario las mujeres del barrio le tenían el sobrenombre secreto de El Siete Leguas, por lo vasto de su atributo masculino, y también porque con una sonrisa o un vuelito de pestañas era suficiente para que se parara y relinchara.

—Pero cómo cree, mi reina, no me haga esto. Usted y yo nada tuvimos que ver con la muerte de Vicenta, que Dios la tenga en Su Santa Gloria.

—No te pases de pendejo, Olegario, cómo eres cínico. Claro que tuvimos qué ver, la dejaste toda atiriciada, tanto que no volvió a levantar cabeza, la pobre —Lanny era malhablada y claridosa.

—Pues sí, mi cielo, pero ahora ya qué. Lo de usted y yo es muy bonito como para echarlo a perder por una loca que se dio un balazo, ¿no cree?

—Ni madre, no me vas a convencer como cuando hiciste que te me entregara siendo un hombre casado. Quiero que saques todas tus cosas y me devuelvas las llaves. Ya no te quiero en mi casa… ni en mi vida.

No hubo poder humano que la hiciera cambiar de opinión a Lanny, que además mataba dos pájaros de un tiro: por un lado, se limpiaba la culpa por lo de la pobre de Vicentita, que Dios le dé su descanso eterno; y, por el otro, se quitaba de encima a Olegario, quien había resultado un arguenudo bueno para nada: con el cuento de que había caído mucho la industria de la construcción, no había trabajo para los albañiles, y eso que Olegario era de los mejores. Pero mientras esperaba que le saliera un jale, ella lo estaba manteniendo.

—Estás muy guapo, papito, y mejor dotado, pero nomás me faltaba que después de lo que pasó empiecen a decir que soy una de esas que pagan para que les den —reflexionaba Lanny con justa razón; levantando la voz y tronando los dedos, añadió—: ¡Te me vas pero ya!

—Está bien, solecito. Si así lo quiere, me voy. Ya nomás déjeme quedarme esta noche, se me hace muy gacho acarrear la ropa y la herramienta ya pardeando la tarde. Mañana tempranito me salgo y no me vuelve a ver, se lo juro, aunque la voy a extrañar un chingo, verdad de Dios.

—Quédate pues, sirve que nos damos la despedida. Pero mañana sin falta te sales, ¿prometido?

Entre los vapores de la culpa por lo de Vicentita, y el licor fuerte del adiós, esa noche fueron muy felices; tres horas después se quedaron dormidos en el valle del placer. Al día siguiente ella se levantó muy cantadora. Cuando despertó Olegario, le dijo:

—Oye, mi amor. Ya la pensé bien: quédate unos días a ver si en eso se van calmando las cosas. Lo que piense y diga la gente, al final me vale madre. Pero te voy a pedir una cosa, mi rey: Consigue trabajo, ¿sí?

—Claro que sí, preciosa, así será. Te lo juro por esta —y besa la cruz hecha con su índice y pulgar, para reforzar la promesa. Luego de prometer, se metió los tacos de huevo revuelto con bastante salsa del desayuno que preparó Lanny.

Pero Vicentita no se fue en vano, cambió su vida por el florecimiento de la venganza.

Enterrada en el centro de la plaza principal de Villa Hidalgo, donde cae la sombra de la cruz de la iglesia, proyectada por la luna llena de la medianoche de octubre, envuelta en unos calzones rojos con las pecaminosas manchas de la última vez que le fue infiel, hay una fotografía de cuerpo entero de Olegario clavada en una vela negra con un alfiler atravesándole su hombría. Además, también un mechón de pelo que Vicentita le cortó a mordidas mientras dormía sus borracheras. Junto a todo eso hay un pedazo de papel que dice: “Que pierda a todas sus enamoradas.”

Cuando hizo el entierro, debía regarlo con su propia sangre y así lo hizo: se sacó un chorro abriéndose la muñeca. Luego de recitar unas oraciones, se la enredó con un trapo y regresó a su casa, donde se desangró toditita porque además se dio un balazo en el mero corazón.

Después del desayuno y de un intento por el mañanero, Olegario, sintiéndose extraño y desconcertado, se despidió de Lanny y salió a ver cómo cumplir su promesa.

El bochorno de media mañana lo llevó al parque, donde buscó una sombra. Ahí vio pasar las horas y a las muchachas. Nada. Solo el hambre lo puso de pie. Caminaba por la calle Capoulade y vio que la cantina El Siete Leguas ya estaba abierta.

—Tocayo —con una sonrisa saludó Olegario al establecimiento.

Adentro, detrás de la barra, estaba Dámaso Guadalupe, y se dirigió a él.

—Lupe, ¿por qué le pusiste Siete Leguas a tu tugurio? —desenfundó con picardía la pregunta.

—¿Para qué quieres saber?

Nadie había en el local, así que tomaron y platicaron. Después de un rato, Olegario, bebido y hechizado con la idea, insistió:

—¿Por qué le pusiste así? —El alcohol hizo que la pregunta sonara a insinuación. Dámaso Guadalupe, ya con la guardia abajo y las ganas cosquilleándole, contestó:

—Por ti.

Lo que sucedió después fue la culminación de la venganza de Vicentita, aunque distinta a como se la había imaginado.

lunes, 28 de octubre de 2024

Venta de garaje

 

Dibujo Beatriz Bejarano

Venta de garaje

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

 Las tormentas se pronostican, aunque a veces resulta imposible. Eloísa había vivido sin dudas con su marido ejemplar; sus amigas se lo chuleaban. “Suertuda”, le decían. Pero ese viernes hubo una carta en el bolsillo del saco azul marino, dejada seguramente por descuido, aunque ahora pensaba que a propósito: “Claro que estoy enojada, Fernando. Ya me cansé de ser plato de segunda mesa: o te divorcias de esa mediocre o me consigo a alguien que sí quiera casarse conmigo”.

Mientras Eloísa leía, el marido había salido en otro clásico viaje de negocios falso y alcahuete. Así que, sin perder tiempo, ese mismo viernes Eloísa puso en los postes de todo el barrio y en las colonias vecinas el sencillo cartel escrito a mano: “Venta de garaje, este sábado y domingo en la calle Gardenias”.

El domingo en la tarde, junto con las primeras gotas de lluvia regresaba muy fresco Fernando de su viaje de miel, solo para encontrarse al frente de la casa el tenderete, ya muy menguado, de tooodas las que habían sido sus cosas: ropa, herramientas, aparatos de ejercicio, gadgets y, coronándolo todo, la bombita de vacío que con masculina discreción ocultaba arriba de su closet; sí: esa que muchas veces le fue tan indispensable para cumplir.

domingo, 27 de octubre de 2024

Ex libris

Dibujo Beatriz Bejarano
 

Ex libris

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Emeterio Fernández fue hombre de libros desde que abrió sus ojos por vez primera; creció con cuentos por las noches hasta llegar a los poemas de amor en su adolescencia.

Su padre, antes de morir, sentenció: “Cuida mucho mi biblioteca, muchacho. Es lo único que voy a heredarte; mi tiempo pasó sin amasar fortuna por leer y comprar libros en demasía. Tal vez me equivoqué, pero cualquier remedio muere conmigo.”

El pobre viejo había dicho esas palabras tan fracasadas porque un cáncer de próstata lo desanimó hasta llevarlo a la tumba.

Lo primero que hizo Emeterio, después de sepultarlo, fue ir a una imprenta y mandarse hacer un 'ex libris' por veinte pesos. El sello de goma decía, solemne y sonoramente: Biblioteca de Emeterio Fernández. Como todo coincidió con sus vacaciones, pasó seis días y siete noches en la autocomplacencia de estampar su nombre con tinta azul en las páginas legales de cada libro y luego en las páginas 101, 301, 501, y así.

Pasaron los años y siguió haciendo lo mismo con los libros que compraba, todo en metódica y santa procesión, hasta el dichoso capítulo en que se casó con Silvina. Andaba tan enamorado y era tan romántico, que con un gesto galante, a su mirar, mandó hacer otro sello con este letrero: Libros de Silvina y Emeterio.

Ella también había traído sus propios libros al nuevo hogar, pero no tantos como los de su esposo. En otras vacaciones él se ocupó varios días estampando el nuevo sello. Debajo de cada leyenda “Biblioteca de…” agregaba el nuevo “Libros de…” Era una fascinación y un deleite que creció con los días y los meses.

Pero siete años después, con una comezón que los hizo incorporar nuevos personajes a su novela de amor, Emeterio y Silvina se divorciaron.

Luego de un proceso contencioso y difícil, con el rencor y las palabras sórdidas que suelen pronunciarse y escribirse en esos casos, la mitad de los libros que Emeterio llamaba tan pomposamente biblioteca, fueron asignados en el juicio propiedad de Silvina.

A los tres días ella los vendió por kilo a la Librería Logos, donde, junto a los ‘ex libris’ que marcaban cada volumen, pusieron su etiqueta color naranja del precio, la que allí acostumbran ponerle.

sábado, 26 de octubre de 2024

Instantáneas

 

Dibujo: Beatriz Bejarano

Instantáneas

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

A la mitad de su vida, un hombre se vio de pronto habitando en un cuarto yermo y pequeño, jadeando solo como perro de arrabal a las últimas evocaciones que logró sacar de casa. Tenía la leve conciencia de que se merecía el cuarto, la soledad y el jadeo, pues había sido infiel y sospechoso en los años finales de su matrimonio en ruinas. Pero también estaba seguro de que cuando un amor se quiebra, son dos culpables. Ambos, displicentes o furiosos, se ocuparon de esa demolición. Grabada a fuego tenía la escena: “Como puedes ver ―mascullaba entre dientes reprimiendo la rabia―, tienes que irte hoy mismo de aquí, Esteban.” Eso dijo Natalia cuando el mediodía había marcado su hora. Sobre la cama había un montón de papeles y fotos rotas, desplegados los fragmentos a lo ancho y a lo largo, como jirones de una colcha de retazos. Del archivero del estudio que Natalia y Esteban compartían, al cual ella nunca se había asomado antes porque era educada y discreta, un indicio súbito e inequívoco la impulsó a revisar con lupa los papeles, y todos le fueron pareciendo tan susceptibles de culpa que al terminar respiraba con dificultad y sin la menor duda.

La posada infiel

 

Dibujo: Beatriz Bejarano

La posada infiel

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Cuando se conocieron todo fueron flores, caramelos y chocolates. Una menta, un beso; sus ojos, corolas con gotas de miel; dulce de leche, las redondas puntas de sus pechos y lo demás. Por la ventana abierta, a la víspera de la primera posada, se colaron el frío y las campanadas lejanas de una iglesia. Salió ella de ahí, entre arroz y del brazo de otro. El duro golpe resquebrajó el alma del abandonado; con dolor callado trataba de recrear los dulces recuerdos. Solitario vive sus años, con las hordas de niños que no tuvieron, recogiendo a su alrededor naranjas, cañas y confitados.


sábado, 19 de octubre de 2024

No, señor apache


 

No, señor apache

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

Dibujo: Beatriz Bejarano

 

La madre canta para que el niño vuelva a dormir: Yo quiero que me des un beso / para soñar / para soñar que nunca, nunca / me dejarás... La medianoche ha llegado inquieta, revolviéndole el sueño. Es eso o el hambre. La madre sale al patio con el niño en brazos, donde la espera su hombre, sentado en una mecedora, con una cerveza ya tibia en la mano. El padre es un apache alto, enorme como la sierra de donde bajó. Sus ojos oscuros son una noche donde las constelaciones rutilan las historias borrosas de su pueblo.

—No quiere dormirse y va a despertar a su hermanita... Tal vez si le damos... —pide la madre sin precisar el final de la oración. Y aún así, la montaña se mueve.

—Vamos —dice con una voz parecida al túnel de luz que avanza por la oscuridad de la carretera—. Íbamos los dos, al anochecer / obscurecía y no podía ver... —canturrea el hombre conduciendo la motocicleta. Atrás, aferrada a él con una mano va la mujer con el niño, apretado contra ella, envuelto en una manta de lana cruda.

Abrázame fuerte, porque me voy… —la madre se unió al canto.

En la cuna que forma el otro brazo, el crío deja de llorar mientras la canción avanza. Terminan el paseo cuando el sol iniciaba su ritual.

—Espera aquí —indica el padre—, traeré comida. La madre baja de la moto y él prosigue su camino. Al alejarse, el escape de la motocicleta suena como tambor ceremonial. Una nube blanca se ha formado.

En el cielo vive Dios, ¡Aleluya! / Nos abriga con amor, ¡Aleluya! / Y nos brinda protección, ¡Aleluya! —entra cantando la mamá a la casa.

Definitivamente, ambos eran devotos de Los Apson.