lunes, 3 de noviembre de 2025

En este lado del siglo

 


En este lado del siglo

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Allá por el año 2010, escritores de la ciudad de Chihuahua, entre quienes se contaba la hermosa Edgarda Alana Morgana, originaria de un rancho llamado Las Delicias, platicaban alegremente, en casa de Adelita Valentina Matamoros Moreno, con un grupo selecto de artistas y similares. Uno de ellos alzó su copa de vino y habló de esta manera: oigan, ya va siendo hora de que nos reconciliemos con Rogelio Montijo.

No hay que ser tan gachos.

Otro agregó: Es cierto, ya lo hemos castigado meses con la ley del hielo.

A pesar de la incipiente borrachera, esa noche por cierto disminuida porque el fin de semana tocó en fin de quincena y ya nadie traía ni un euro en que caerse muerto, allí mismo comprendimos que tenía razón.

Pero en eso, Edgarda Alana, que a veces era bien maldita, replicó: nada de eso, Jaramillo. De ninguna manera. A pesar de tus razones tan sentimentales como artificiales, esta vez te equivocas. Esta bestia tóxica jamás, y óyemelo muy bien porque no voy a volver a repetirlo, jamás volverá a poner un pie en esta casa de mi comadre. No tiene suficiente clase para seguir usufructuando nuestro círculo, que es de lo mejorcito que se ha dado en esta ciudad a veces tan vaquera y naca.

Fue en ese momento cuando el silencioso y taciturno Luis David Gustavo Adolfo Bécquer metió su cuchara: Escúchenme todos un momento. Ustedes están muy lejos de la verdad de las cosas. Lo mismo tú, Edgarda, con tu rigor a veces tan gandalla; como tú, Jaramillo, que sueles decir nada más lo primero que se te ocurre y luego te largas, te pierdes por años, te refugias en tu castillo de Drácula que te heredó tu difunta esposa.

A pesar de que ya mero se armaba la bronca ante las duras palabras de Luis David, los mariachis callaron. Fue cuando aquel aprovechó para seguir pontificando como si fuera obispo dos minutos después de retratarse con Benedicto XVI: El problema no es el tarugo de Montijo. Ni su soberbia tan injustificada. Ni sus libros tan malos de poesía hermética. No, señores y señoritas que les acompañan. El problema es estructural.

Lo que pasa es que muchos amiguitos y algunas señoras de esta resolana viven todavía en el siglo 20. Y, aceptémoslo: ese siglo ya pasó. Eso, camaradas, es irreversible.

Luis David Gustavo Adolfo Bécquer a veces usaba ese tipo de expresiones tan ya pasadas de moda, como el de “camaradas”. Pero aún así no había quien le callara la boca, y siguió dictando:

Por ejemplo, el otro día vi a un señor que sacó muy orondo su chequera en la tortillería y se puso terco en pagar el mandado y las salsas con cheque, ¿tú crees? El muchacho de la tortillería jamás había visto un cheque en su vida y, por supuesto, exigió que pagara en efectivo o con tarjeta de débito. El sujeto se puso necio; los que estábamos en la fila empezamos a abuchearlo. Tragándose su coraje, sacó dos billetes de a cien, recogió el cambio, echó los víveres en una bolsa de ixtle que traía y salió de allí muy circunspecto.

Y toda esa perorata ¿qué tiene que ver con lo que estamos diciendo, Luis David?, preguntó impaciente Jaramillo. Ubícate, maestro. Yo lo que propuse es que de una vez por todas les regresemos nuestra amistad al pobre de Rogelio. Es todo. No me vengas con tu filosofía portátil.

Portátiles lo serán tus reconciliaciones mentecatas, méndigo hippie.

Eso ya caló. Jaramillo se fue de la fiesta muy despichadito, pero antes empacó cuidadosamente su guitarra eléctrica, el amplificador, dos bocinas, cuatro libros de Herman Hesse, dos cazuelas de Paquimé donde había traído guacamole y burritos de frijoles, su cajetilla de Malboro rojos, que, como buen dinosaurio del siglo pasado seguía fumando cada madrugada, y su bufanda fiucha, pues era tiempo de frío.

¿Ya ven lo que provoca su machismo de gringos viejos?, ya se nos fue Jaramillo que era el alma de la fiesta. ¿Y ahora qué hacemos?

Vamos a bailar un rato, ¿no?, propuso el gran artista Luis Carlos Salcido. Pero nadie le hizo caso.

Las mentes andaban ya un tanto cuanto reborujadas por los efluvios del alcohol y los cigarros que algún otro ser poco evolucionado sacaba a hurtadillas para fumárselo en el patio, contemplando la ropa tendida, allá afuera, de la dueña de aquella casa de artistas, bohemios y simuladores.

Miren, lo que trato de decirles es que este siglo es ya distinto.

Ya no se dice “acento ortográfico y prosódico”, sino escrito y no escrito.

También hace ya cinco largos años que la palabra “solo” dejó de tener acento escrito, en la acepción que significa “solamente”.

Ya no se dice mayúsculas y minúsculas, sino altas y bajas. Y nadie conoce el lápiz amarillo número 2, ni los pasantes. Así mismo, nuestra actitud debe ser distinta, más ágil y productiva; menos atormentada y mamona, para que me entiendan. El lobo estepario ya es historia.

Luis David tenía veinte años dedicándose a la corrección de estilo, por eso sus metáforas eran tipográficas y sus obscuras abstracciones siempre terminaban navegando en el mar de la ortografía hablada o escrita. Aún así, su pensamiento no cejaba en seguir haciéndole la lucha.

Por eso, agregó: A mí en lo personal me importa un comino que Rogelio Montijo sea tan mal escritor. ¿Qué le hace? Si aquí nadie lee sus libros, ni los ha leído jamás.

Le siguen publicando nomás porque gana premios. Y, reconózcanlo, eso a ustedes les da envidia. No me salgan con esa tarugada de que los bosques, los árboles, el montón de papel que se gasta en libros este pobre hombre. No sean hipócritas. Ustedes de ecologistas tienen lo que Servín de indigenista.

Ah, no. Me perdonas. A Servín no me lo tocas: él es un gran lingüista y sabe un poema y una canción desesperada en siete idiomas, replicó Edgarda Alana Morgana, ya irritada y un poco ebria.

¡Basta, muchachos!, a esta fiesta ya se la llevó el carajo. Ya váyanse, dijo Adelita Valentina, bostezando radicalmente.

En ese momento salí a la noche helada, y ya no pude seguir escuchando tan interesante información Decidí allí mismo pensar en esta lista de iconos y componentes que se quedaron para siempre en el pasado ya remoto llamado siglo 20.

1. Como ya se mencionó: Las cuentas de cheques.

2. Los libros de superación personal que tanto escribieron Carlos Cuauhtémoc Sánchez, José García Rivas y Luz Ernestina Fierro Murga.

3. El pizarrón y el gis, de los que muy seguido escapaban un montón de profesores que mediante un compadre o una corta feria lograban un puesto de comisionado sindical o de peritos en pedagogía.

4. El catecismo del padre Ripalda, que fue sustituido por una cabalgata cristera.

5. Los diputados locales, que fueron cancelados junto a trece contratos de relleno sanitario.

6. El CDP también fumó faros. Su máximo ardor revolucionario había sido un montón de tenderetes a los que se les llamó El Pasito.

7. Los sacerdotes católicos buena onda que exigían a todos los feligreses que les hablaran de tú.

8. Las erinias, que al final de sus días vivieron solas y amargadas pero tan autoritarias como habían imaginado que era su obligación ser.

9. Los neonazis, la edad se les vino encima sin carnaval ni comparsa. Y ya caminan lentos.

10. Los obispos y sus novias, que navegaron con bandera de izquierda y terminaron convocando a la grey a que votaran por Barrio.

11. Los gobernadores que alguna vez tuvieron la ilusión de tener un amor que los hiciera valer, además de su certificado de primaria.

12. Los presidentes municipales que obligaban a todos sus familiares a que se volvieran agentes inmobiliarios y vendedores de artículos de oficina.

13. Los médicos que convencían obligatoriamente a sus pacientes que por favor no dejaran las pastillas o morirían sin remedio ni botica.

Cuando menos pensé, ya había llegado a la casa, más dormido que despierto.

miércoles, 29 de octubre de 2025

La Cocina de Chacha


 

La Cocina de Chacha

 

Por Jesús Chávez Marín

 

El Gordo Durán, acaudalado empresario del Norte (bueno, ya, a punto de serlo ¿captas?) se sentía agorzomado porque sus jefes, luego de haberle pagado la licenciatura de finanzas en el Tec, que les salió carísima, le exigían resultados, que se pusiera las pilas.

Tal vez ellos tenían algo de razón, pensaba El Gordo. De hecho. A mis cuarenta años ya es hora de que les demuestre que puedo aprovechar las áreas de oportunidad que en cada borrachera se me ocurren. O visualizo, ¿ves?

Como la muchacha de la casa cocina a toda madre, tiene El Sazón de los Dioses, pensaba Durán cuando se ponía esotérico, se le ocurrió en el pasón, completita, una idea de negocios. Genial, maestro, o sea.

―Oyes, Jennifer. Quiero proponerte algo, m´hija. Como cuates.

―Ay, Gordo. Ya me tienes mareada con tantas ideas que se te ocurren. En la cruda ya ni te acuerdas de nada, mi rey. Vuelves a tratarme como la gata. Bueno, pues eso es lo que soy, y ya.

―No, mira. En tres meses vas a salir de pobre. Y yo les demostraré a mis jefes qué clase de hijo tienen. Chingón. Ya verás.

 En un viejo salón de fiestas infantiles que su madre abandonó cinco años antes, por escasa rentabilidad, puso un restaurante de comida mexicana, muy amplio y espacioso. Primero lo mandó limpiar al cien, luego puso allí un montón de muebles que coleccionó, bien antiguos, de toda la familia. Les pidió a los tíos, a los abuelos paternos, a la abuela, que se los donaran para su empresa. Allí lucirían más, que abandonados en bodegas o en los cuartos del patio de quince casas.

El pivote de su originalísimo restaurante sería, pues quién creen: Jennifer, su genio de chef intuitiva y autodidacta, heredado de su santa madre y de sus ancestros. Y bien bara, maestro. Le ofrecí el doble de lo que le paga mi mami, y se vino encantada, comentaba El Gordo muerto de risa a sus friends.

Pero eso fue en el pasado inmediato. Ahora El Gordo Durán ya no anda tan contento: ayer tuvo que cerrar, por conflictos obrero-patronales. Al principio el negocio fue viento en popa: en dos por tres, y con el montón de relaciones que tiene El Gordo por ser de familia bien, se llenó de parroquianos que saboreaban encantados el menudo, que La Muchacha preparaba como si fuera maná de Diosito Santo, la neta, genial; la avena, la más deliciosa que existe, no te miento. Y sin recetas secretas ni mamadas de esas, con purita inteligencia de mi prieta linda, lo que sea de cada quién.

Pero la muy cabrona se fue dando cuenta de que los clientes no iban por las mugres antigüedades, la verdad tan bonitas, que amueblan el restaurante: comedores Luis 15, chifonieres de Francia y cuanta madre. Sino por su comida.

―Gordo: me dijiste que en tres meses iba a ser rica. Ya van dos y no veo claro.

―¿Cómo no, mi reina? Te pago el doble de lo que te daba mi jefa.

―Pos sí, pero trabajo el triple.

El tarado del Gordo no supo ver focos rojos en los reniegos de su novia. No cómo crees. ¿De tu amante? De su exempleada doméstica, es todo. Pero, oyes, tampoco. Qué se cree. El genio de los negocios soy yo, mi rey, no la pinche cocinera.

Ahora ya no se la anda acabando. El mero 24 de diciembre, cuando llegó muy orondo a las once a su restaurante, encontró cerrado. Vieja irresponsable, pensó, acostumbrado a que Jennifer abría muy puntual a las seis de la mañana y se ponía a cocinar muy a gusto, con todas las comodidades, hasta con wi fi; empezaba a llegar la gente y ella muy contenta de servirles y de ganar un dineral, el doble que antes, y eso nomás para empezar, después ya veremos, cuando el negocio empiece a producir en serio, tal como lo tengo fríamente calculado, pero no. Cerrado.

Y para acabarla de amolar (gulp, se me está pegando el lenguaje de esta pioja resucitada): una demanda Mega de para qué te cuento. Pero eso es lo de menos, todo fuera. El jefe de Conciliación fue compañero de secundaria en la Esfer, nos arreglamos y ya. Lo que me preocupa es cómo voy a abrir mañana. ¿Dónde conseguiré quién haga la comida? Bueno, ya veré. Tampoco creo que sea para tanto, métele un poco de programación neurolingüística y pensamiento positivo. Es todo.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

El manantial

 


El manantial

 

Por Jesús Chávez Marín

 

En la aurora de un jueves lejano de 1959, caminé hacia el Cerro Grande a través del arroyo de la colonia Rosario. Mi mamá me dio permiso de ir, pues ese día no tuve clases; estaba yo en sexto de primaria. Mi amigo Martín Márquez no pudo acompañarme porque fue al centro con su abuelito Ramón, a la calle Ocampo y Libertad, el punto donde el señor vendía dulces de leche y pepitorias. Así que me fui solo; a las meras 6 de la mañana empecé a caminar, cuando todavía estaba oscuro.

En la ladera al otro lado del arroyo vi una imagen que se repetía muchos días, pero que siempre despertaba mi fascinación una vez que conseguía vencer la repugnancia de la escena: Julia la loca, una mujer de unos 40 años que vivía en una choza a las orillas de la colonia Dale, situada en una loma, se paraba de espaldas al arroyo a cualquier hora a que se le ocurriera, alzaba su vestido hasta la espalda, se bajaba los calzones y se inclinaba a orinar, o a lo otro, mostrando todas las veces sus espléndidas y saludables nalgas. Como no había nadie a esa hora temprana, no me dio vergüenza detenerme a mirarla con toda la atención y a sentir la inquietante sensación de placentera culpa; el acto duró como 14 minutos y solo después continué mi camino.

En la marcha me fui imaginando algunas estampas alternativas: traslapaba la hermosa figura femenina de Julia la loca en los rostros y los nombres de algunas conocidas que me gustaban y de las que, por supuesto me era inaccesible alguna posibilidad de desnudez con tanta libertad como la que Julia ejercía frente a todo el barrio. De esa manera pude elaborar en mi imaginación el cuerpo completo y sin ropa de una que había sido mi maestra de Kinder, una pelirroja preciosa que tenía rostro de ángel y cuerpo de tentación; mi prima Lucha, una quinceañera de minifalda brevísima como se usaba en aquellos años; Luly, nuestra vecina, que tenía unas piernas espectaculares y a quien algunos muchachos del barrio que teníamos cajón de bolear nos disputábamos el privilegio de sacarle lustre a sus zapatos y atisbar de reojo la abertura intensa por dónde se asomaba la luz de sus minúsculos calzones.

El tiempo de la caminata había pasado tan ligero que cuando menos pensé ya había subido hasta la mitad del Cerro Grande, siguiendo la vereda y trepando en las rocas que se atravesaban; ni siquiera sentí el trascurso por el que había transitado nomás pensando en puras peladeces. Volteé la vista hacia atrás y miré, como siempre, asombrado, el panorama de la ciudad entera que en aquellos años solo se extendía hasta lo que hoy es la avenida Las Américas.

Seguí cuesta arriba con un poco de mayor dificultad, porque en esa parte el cerro está más empinado. Había avanzado como unos 10 minutos cuando en eso escuché a mis espaldas la voz de mi prima Dora, que me gritaba:

—¡Espérame, Chuy!

—¿Qué andas haciendo por estos rumbos? —le respondí, sorprendido

—Anda, te he venido siguiendo desde que pasaste por mi casa; ya sé que te encanta subir el Cerro Grande y de repente me dieron ganas también de caminar. Pero tú ni en cuenta, venías concentradísimo. Eres todo un filósofo.

Dora era prima mía, aunque no era mi prima. Se había criado en la casa de mis abuelos, quienes la cuidaron como a su propia hija. Les recordaba mucho a su hija menor, Bertha, quien había muerto tres años antes, por comer moras, eso dijeron. Sin querer, cuando Lucía, la madre, se las encargó para irse de mojada a los Estados Unidos, y ya nunca volvió, había llenado el hueco insondable que la muerte causa. Así que todos la veíamos como de la familia, y de hecho lo era, hasta más que nosotros mismos, pues era la consentida de mi abuelito.

En ese entonces yo estaba en sexto de primaria y Dora en segundo de comercio en la Escuela Industrial para Señoritas, pues era dos años mayor que yo.

Esa mañana se había vestido muy coqueta, con unos shorts espectaculares y una playera en V que a veces dejaba ver el nacimiento de sus lindos senos. No era muy bonita, pero tenía muy buena figura: alta, delgadita, varita de nardo y un cabello negrísimo que usaba muy corto. Como sabíamos que en realidad no era nuestra prima de sangre, todos nos hacíamos fantasías, y ella tenía muchas maneras de darnos vuelo.

La esperé. Muy pronto me alcanzó y con toda naturalidad me agarró de la mano y tomó la delantera. El contacto fue para mí un cataclismo de sensaciones donde se mezclaban la imaginación más sublime y la respuesta de mi cuerpo completo; disfrutaba un placer desconocido y un vago temor. El movimiento del ascenso me hizo recuperar el equilibrio y avancé junto a ella como si nada; cambiábamos de mano cuando el contacto se humedecía por el sudor, íbamos como dos novios que pasean.

En silencio llegamos a la cima, me dijo que nunca había subido y lo primero que hice fue llevarla a la pequeña fosa donde estaba el manantial; allá había tomado yo muchas veces el agua más limpia y deliciosa que existe. Siempre llevaba conmigo una taza de cristal cortado que me había regalado mi abuelita Herminia, dos meses antes de morir. Con ella saqué un poco de agua y le di a beber a Dora, quien la disfrutó con delicia. Saqué otra poca y se la di. Ella humedeció un poco sus manos y mojó su cabello, su cara. Se arreglaba y sonreía, me miraba fijamente a los ojos.

Luego de que bebí tres tazas seguidas, la tomé de la mano para llevarla a la roca plana donde yo acostumbraba sentarme a mirar el infinito panorama, ese pequeño refugio estaba a la sombra de un arbusto enorme que nos protegía de la resolana, con la ciudad al centro de un valle que pareciera esfumarse al final, si no fuera porque en las orillas aparecían cerros, azules de tan lejanos.

Estuvimos más de media hora sin decir nada, conectados con el silencio de las alturas. De vez en cuando un airecito fresco jugaba con el pelo de Dora y parecía que era parte del fino movimiento de su respiración, que latía casi imperceptiblemente en su pecho.

Luego de compartir tan serena meditación, ella me dijo:

—¿Te gustaría verme encuerada?

Lo dijo sin ningún tipo de tensión, con una leve sonrisa, como quien ofreciera una taza de café o un panecito. Por un buen rato no hallé qué responder. Primero pensé que me estaba vacilando y que me jugaba una broma rara, pero algo en su actitud me dio la seguridad de que hablaba en serio, así que le dije:

—Bueno, si tú quieres…

—Sí quiero. Hazte un poquito más para allá y me miras.

Con movimientos muy lentos y con actitud seria, casi mística, fue desabotonando su blusa; se tardaba como tres minutos para cada botón y luego seguía con el siguiente. Fue apareciendo poco a poco un brasier blanco de olanes que parecían flores de durazno. Cuando desabrochó el de más abajo, deslizó la blusa entre sus hombros, la dobló con mucho cuidado, y la puso en una parte muy limpia de la roca, como si la guardara en un relicario.

Yo la miraba sin moverme; guardaba en la mirada cada detalle de sus movimientos, cada centímetro de su piel, de sus formas.

Luego de permanecer también ella inmóvil un momento, desabrochó el gracioso cinturón que sujetaba su short color de rosa; también, muy quedito el zíper en la parte posterior abajo de su espalda. Como era muy ceñido, lo fue bajando lentamente haciendo leves movimientos de cintura con la misma actitud de seriedad en sus gestos, sin ninguna aparente coquetería. Yo pensaba que esa actitud reflejaba algunos hilitos de pudor, pero no, creo que era un ritual distinto y bien consciente, como quien realiza una tarea milagrosa.

Casi en un solo movimiento aparecieron sus calzones, también blancos y también con olanes; ese tipo de ropa yo solo la había visto escasamente, uno que otro, en tenderos, en los patios de algunas casas.

Con igual cuidado dobló la prenda que se acaba de quitar y la puso junto a las otras. Para entonces había pasado entre los dos un tiempo muy largo y a la vez vertiginoso. Fue ella quien rompió el completo silencio cuando me dijo:

—Y también puedes tocarme.

Durante todo ese tiempo yo había permanecido a la expectativa, me deleitaba la mirada, pero sentía que no había ninguna expresión en mi cara, las manos completamente inmóviles. Era yo una estatua en su homenaje. Así que no hallé qué responderle, me quedé en silencio y a pesar de eso no me sentía presionado a decirle nada.

Ella no esperaba ninguna respuesta. Se quedó muy quieta y, luego de un rato, lentamente dirigió sus manos hacia la parte de atrás de su espalda para desabrochar su minúsculo brasier, lo tomó por el frente y sin el menor asomo de intención mórbida dejó al descubierto sus dos tetas morenas, el espectáculo más hermoso que yo había visto luego de haber mirado tanto mundo.

Enseguida del sencillo movimiento de guardar su ropa con ese maravillo cuidado femenino que ponía en todas sus acciones, se inclinó para quitarse los calzones y así, completamente desnuda, se quedó frente a mí a la misma distancia en la que habíamos permanecido.

Fue un milagro de la vista y también del aroma, porque una fragancia para mí desconocida llegó hasta mi cara, deliciosa y extraña. En ese momento aprendí cómo funciona el sentido del olfato que antes no había tenido para mí la menor significación ni consciencia.

Así estuvimos como quince minutos, muy callados y muy serios, disfrutando la frescura de la sombra, los infinitos detalles de la vista al frente, y el acto de contemplación casi reverencial de su desnudez. Ella caminó un poquito hacia atrás dejándome ver su espalda espigada y sus bonitas nalgas, sobre todo las piernas vigorosas. Luego se plantó otra vez al frente y me dijo.

 —Ahora enséñame tú.

De golpe se me vino toda la angustia de la situación. Durante todo el acto me había ocupado solamente de dos cosas: de mirarla y de que no se me fuera a notar a través de la ropa la erección. Y ahora, de repente, me tocaba mi turno de hacer algo completamente imposible para mí. Ni por un instante se me hubiera ocurrido mostrarme frente a ella y frente a ninguna persona del universo, la vergüenza de nomás imaginarlo me producía un vértigo de escalofrío.

Ni siquiera alcancé a decirle que no, o que sí, o a ofrecerle algún pretexto. Ella esperó un rato y luego me regaló una sonrisa tranquilizadora mientras empezaba a vestirse de nuevo, con gracia y naturalidad.

sábado, 23 de agosto de 2025

Nicotina

 


Nicotina

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Después de los viajes a Europa, a China, a Brasil; de usar automóviles de lujo y habitar en residencias kilométricas de enormes jardines; vida cotidiana donde son naturales las joyas, ropa bien diseñada, perfume de profundas flores; también llega la vejez. Bien cuidada por medicamentos y hospitales, con recursos sin límite, pero llega. El tiempo no perdona ni se detiene con recursos financieros.

Rosa María lo sabe esta noche de fiesta, con los vapores del coñac y entre la humareda de sus cigarros, uno tras otro, que fuma como desesperada.

 ―Tráeme la salsa roja ―le grita a su marido, quien muy diligente va a la cocina por ella. ―Y también mi soda, la dejé en la alacena.

 Cuando él regresa, con mansedumbre pone la salsa sobre la mesa, al lado del plato de la señora.

―¡Te dije que la roja, no la verde! ―le grita ella. Luego, entre broma y de veras, se dirige vagamente a sus hijas, sus nueras, sus jóvenes nietas, que están en la misma mesa: ―Ay, este menso ya no distingue los colores.

―¿Pues de qué color es esta, entonces? ―dice el hombre, con un leve tono de protesta.

Aunque muy bien él conocía que estaba pagando un castigo inevitable. Media hora antes, ella lo había sorprendido mirando, como por reflejo condicionado, el escote elegante y atrevido de una de las invitadas. Cosa que para su anciana esposa era como arder en el infierno.

miércoles, 6 de agosto de 2025

Cíclope


 

Cíclope

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Bartolo bajó la ladera totalmente borracho, como todas las noches. En cuanto terminaba su diario trabajo de estibador de ferrocarriles, acostumbraba meterse a la cantina El siete leguas y embriagarse hasta el cierre. Una idea le había rondado sin aclararse, rayos y centellas destilaban sus pensamientos cada vez que el sotol circulaba en el aire de sus venas. Se le había metido en la cabeza que su cuñado Pablo, por el solo hecho de haberse casado con su hermana, se las tenía que pagar todas juntas con una buena golpiza, nomás porque sí. A golpes tocó la puerta mientras gritaba:

―Sal, si eres tan hombre. Aquí te vas a morir, caballerito.

Carmen despertó asustada y le pidió a su marido que no saliera, que no fuera a golpear a su hermano, que andaba borracho y al rato se iría. Pero a Pablo le preocupaba el miedo de sus dos hijos, que azorados escuchaban los golpes de la puerta y la gruesa voz de su tío Bartolo enloquecido.

Así que tomó una cuerda de ixtle, salió por la puerta del patio, subió al techo y caminó hacia el frente. Desde allí brincó encima del gigante, que no se la esperaba; con rápidos movimientos lo amarró de los pies y los brazos; cinco segundos antes de que pudiera reaccionar ya estaba inmovilizado. Pablo arrastró por media calle a su cuñado hasta el dispensario del barrio, como a un bulto vociferante.

Con aparente tranquilidad, Pablo regresó a su casa, le dijo a su mujer que todo estaba bien, que se fuera a dormir. Ella, en silencio, pero todavía temblando del susto, fue a tranquilizar a sus hijos; con una seña apenas perceptible le agradeció a su esposo la protección y la calma.

sábado, 19 de julio de 2025

Bumerang


 

Bumerang

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Una madrugada de enero, José Dolores decidió matarse. Iniciaba el año 1960, él era vecino de mis abuelos, en la Colonia Rosario. Era joven y extraño, no hablaba con nadie, tenía el pelo albino, complexión atlética, y se vestía con estilo militar. Trabajaba como celador en la Penitenciaría del Estado, la que está en la calle 20 de Noviembre. En el barrio se hizo una conspiración de silencio en torno a su muerte, no hubo velorio y casi nadie acompañó el cortejo fúnebre hasta el panteón municipal donde lo sepultaron.

Años después, alguien me platicó en la cantina Siete Leguas que Lolo, además de su chamba en la Peni, hacía trabajos especiales en el Cuartel de Rurales, el que estaba en el valle del Cerro Coronel. Como tenía una puntería endemoniada, era uno de los encargados de aplicar la ley fuga. Ciertos prisioneros reincidentes o demasiado peligrosos eran señalados por el dedo fatal de algún funcionario judicial, o por el gobernador tal vez, eso nunca se sabe, para ser ejecutados en forma clandestina.

El procedimiento era sencillo, en una forma espeluznante. Consistía en soltarlos desde una celda con la puerta abierta y les daban la indicación de que corrieran hasta la barda del fondo, que no era muy alta, con la promesa de que, si conseguían escapar por allí, quedarían libres. Pero a la orilla de otra barda lateral estaba Lolo: jamás se le peló nadie, su tiro sonaba certero como juicio final.

Los jefes de la judicial fueron los que más lamentaron su suicidio, pues pistoleros con tan fina vista y pulso tan firme, no se dan en maceta.

sábado, 21 de junio de 2025

Millonarios con la pena

 


Millonarios con la pena

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Chunny Barba e Inglaterra Quintana, ejemplar matrimonio de comunistas de los de antes, fueron a Juárez a pasar fin de año con unos amigos en un antro de super lujo, donde una secretaria de Recursos Hidráulicos les había reservado mesa.

A cual más, a cual menos, todos eran héroes de antiguas batallas de la izquierda que tanto buscó, sin resultados ni eficiencia, el advenimiento de La Utopía.

Otros sectores de la sociedad los consideraban triunfadores, pues Inglaterra y Chunny eran típicos nuevos ricos de mansiones, camionetas negras, viajes a Europa; tapizaban las 17 habitaciones de su casa con antigüedades y pinturas de pésimo gusto, aunque originales y caros.

Al principio de la velada todos los camaradas se miraban entre sí un poco avergonzados por andar tan elegantes y enjoyados. Pero a las 12 gritaban alegres la llegada de 2015 así juntos, tan amigos y tan cómplices de toda una vida.

Como a Inglaterra se le pasaban las copas y las pastillas, ya borracha gritó destrampada las consignas de su nueva aventura ideológico/sentimental:

―¡Ayotzinaapa!

―¡Vivos los tomaron, vivos los queremos!

Claro que nadie la escuchaba y ni caso le hacían, acostumbrados a sus desvergonzados excesos.