Vicentita
Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín
Cuando Vicentita se
suicidó, todos en el barrio nos sentimos culpables, menos su exmarido, y eso
que seis meses antes la había abandonado para irse a vivir con Lanny, la hija
del Dámaso Guadalupe, el de la cantina, que estaba buenísima y diez años más
joven.
—A mí ni me
volteen a ver —decía Olegario—, si ella se quiso dar en la madre, fue por su
santa voluntad y hay que respetársela; ya está juzgada de Dios.
La que sí se
quedó muy sofocada fue Lanny: ya hasta quería que Olegario se fuera de su casa,
a pesar de que cuando bailaron una pieza juntos, en la tercera boda de su papá
de ella, se había enamorado perdidamente.
A Olegario las
mujeres del barrio le tenían el sobrenombre secreto de El Siete Leguas, por lo
vasto de su atributo masculino, y también porque con una sonrisa o un vuelito
de pestañas era suficiente para que se parara y relinchara.
—Pero cómo
cree, mi reina, no me haga esto. Usted y yo nada tuvimos que ver con la muerte
de Vicenta, que Dios la tenga en Su Santa Gloria.
—No te pases
de pendejo, Olegario, cómo eres cínico. Claro que tuvimos qué ver, la dejaste
toda atiriciada, tanto que no volvió a levantar cabeza, la pobre —Lanny era
malhablada y claridosa.
—Pues sí, mi
cielo, pero ahora ya qué. Lo de usted y yo es muy bonito como para echarlo a
perder por una loca que se dio un balazo, ¿no cree?
—Ni madre, no
me vas a convencer como cuando hiciste que te me entregara siendo un hombre
casado. Quiero que saques todas tus cosas y me devuelvas las llaves. Ya no te
quiero en mi casa… ni en mi vida.
No hubo poder
humano que la hiciera cambiar de opinión a Lanny, que además mataba dos pájaros
de un tiro: por un lado, se limpiaba la culpa por lo de la pobre de Vicentita,
que Dios le dé su descanso eterno; y, por el otro, se quitaba de encima a
Olegario, quien había resultado un arguenudo bueno para nada: con el cuento de
que había caído mucho la industria de la construcción, no había trabajo para
los albañiles, y eso que Olegario era de los mejores. Pero mientras esperaba
que le saliera un jale, ella lo estaba manteniendo.
—Estás muy
guapo, papito, y mejor dotado, pero nomás me faltaba que después de lo que pasó
empiecen a decir que soy una de esas que pagan para que les den —reflexionaba
Lanny con justa razón; levantando la voz y tronando los dedos, añadió—: ¡Te me
vas pero ya!
—Está bien,
solecito. Si así lo quiere, me voy. Ya nomás déjeme quedarme esta noche, se me
hace muy gacho acarrear la ropa y la herramienta ya pardeando la tarde. Mañana
tempranito me salgo y no me vuelve a ver, se lo juro, aunque la voy a extrañar
un chingo, verdad de Dios.
—Quédate pues,
sirve que nos damos la despedida. Pero mañana sin falta te sales, ¿prometido?
Entre los
vapores de la culpa por lo de Vicentita, y el licor fuerte del adiós, esa noche
fueron muy felices; tres horas después se quedaron dormidos en el valle del
placer. Al día siguiente ella se levantó muy cantadora. Cuando despertó
Olegario, le dijo:
—Oye, mi amor.
Ya la pensé bien: quédate unos días a ver si en eso se van calmando las cosas.
Lo que piense y diga la gente, al final me vale madre. Pero te voy a pedir una
cosa, mi rey: Consigue trabajo, ¿sí?
—Claro que sí,
preciosa, así será. Te lo juro por esta —y besa la cruz hecha con su índice y
pulgar, para reforzar la promesa. Luego de prometer, se metió los tacos de
huevo revuelto con bastante salsa del desayuno que preparó Lanny.
Pero Vicentita
no se fue en vano, cambió su vida por el florecimiento de la venganza.
Enterrada en
el centro de la plaza principal de Villa Hidalgo, donde cae la sombra de la
cruz de la iglesia, proyectada por la luna llena de la medianoche de octubre,
envuelta en unos calzones rojos con las pecaminosas manchas de la última vez
que le fue infiel, hay una fotografía de cuerpo entero de Olegario clavada en
una vela negra con un alfiler atravesándole su hombría. Además, también un
mechón de pelo que Vicentita le cortó a mordidas mientras dormía sus
borracheras. Junto a todo eso hay un pedazo de papel que dice: “Que pierda a
todas sus enamoradas.”
Cuando hizo el
entierro, debía regarlo con su propia sangre y así lo hizo: se sacó un chorro
abriéndose la muñeca. Luego de recitar unas oraciones, se la enredó con un
trapo y regresó a su casa, donde se desangró toditita porque además se dio un
balazo en el mero corazón.
Después del
desayuno y de un intento por el mañanero, Olegario, sintiéndose extraño y
desconcertado, se despidió de Lanny y salió a ver cómo cumplir su promesa.
El bochorno de
media mañana lo llevó al parque, donde buscó una sombra. Ahí vio pasar las
horas y a las muchachas. Nada. Solo el hambre lo puso de pie. Caminaba por la
calle Capoulade y vio que la cantina El Siete Leguas ya estaba abierta.
—Tocayo —con
una sonrisa saludó Olegario al establecimiento.
Adentro,
detrás de la barra, estaba Dámaso Guadalupe, y se dirigió a él.
—Lupe, ¿por
qué le pusiste Siete Leguas a tu tugurio? —desenfundó con picardía la pregunta.
—¿Para qué
quieres saber?
Nadie había en
el local, así que tomaron y platicaron. Después de un rato, Olegario, bebido y
hechizado con la idea, insistió:
—¿Por qué le
pusiste así? —El alcohol hizo que la pregunta sonara a insinuación. Dámaso
Guadalupe, ya con la guardia abajo y las ganas cosquilleándole, contestó:
—Por ti.
Lo que sucedió
después fue la culminación de la venganza de Vicentita, aunque distinta a como
se la había imaginado.