sábado, 31 de octubre de 2020

JChM. Yo soy tu hora del recreo

Yo soy tu hora del recreo

 

 

Por Jesús Chávez Marín

 

 

Yo soy tu hora del recreo,

el hombre con el que pasas algunas tardes

cuando quieres andar contenta y joven.

 

Para ti mi amor es un teatro exuberante,

mi cuerpo, alfombra de flores

para que tus pies desnudos se perfumen.

 

Soy el lugar donde reposas.

Mis manos tienen aceite de olivo

y mi boca miel para los besos.

 

Traje una botella de vino.

Viajaremos despacio mientras bebes

en una copa nuestra pasión reunida.

 

Aunque sé que tu vida te reclama,

en esta habitación el mundo entero

está formado por un par de solitarios.

 

Es el refugio de nuestras palabras serenas.

 

También soy tu vida muchas horas,

cuando intensos jugamos en la cama,

cuando tu risa linda canta y sueña.

 

Tú lo sabes, consentida, bien lo sabes

que mis brazos te conocen y mis manos

quieren conocerte más, íntima reina.

 

Mi pasión espera, te busca siempre,

el olor de tu cuerpo la despierta.

 

Hasta pronto, amiga querida, fino tesoro.

Que la vida sea fortuna, y que me quieras

deliciosa mujer, mi sortilegio.

 

Mayo 1979

miércoles, 28 de octubre de 2020

JChM. Dos niños, el río, su sombra




Dos niños, el río, su sombra

 

 

Por Jesús Chávez Marín

 

 

Cuando los años han pasado como un río

caudaloso y fresco, a veces furioso, a 

veces tranquilo,

en la rivera de ese río hay árboles y 

arena,

jarillas y trozos de madera, piedras. 

Recuerdos.

 

Los hijos de un hombre tal vez ya se 

fueron.

Amores pasados van y vienen a la sombra

de la memoria; el dolor de la soledad es 

una brasa.

Una herida. Tal vez un responso también. 

Y lumbre.

 

Porque el silencioso río de la sangre en 

las venas

también sigue llevando el aire y la luz. Y 

su perfume

es de yerbas y arco iris. Metales.

Tiempo en su licor más fuerte. Incendio y 

ceniza.

 

Por ejemplo yo recuerdo aquel tiempo

en que mis dos hermosos hijos eran niños;

cuando jugaba con ellos, cuando con 

seriedad

escuchaban atentos mis historias. Las 

canciones.

 

Y me parece que apenas fue ayer. Y los 

miro

con la nitidez de un recuerdo cercano. 

Con la gracia

de su sonrisa más fresca. Y aún percibo 

el olor de su pelo.

Y oigo sus voces de niños, como si en 

esta habitación

jugaran. Y luego dijeran: papá, llévanos 

al parque.

 

Salgo con ellos a la calle de siempre.

Les compro una nieve. Los cuido del 

tráfico.

Van de mi mano al cruzar las esquinas.

Con la sencillez de su vida. Con la dicha 

exacta

 

de ser su papá y de que ellos sean míos

en la ilusión pasajera de la paternidad. 

En el vuelo

de una vida entera. En el trabajo y el 

reposo

de la vida que fluye. El río, su caudal.

 

Entonces me siento acompañado, aunque 

sea en el recuerdo.

El río sigue para mis ojos y para mi 

corazón

su vuelo portentoso.

 

Junio 2010

domingo, 25 de octubre de 2020

JChM. Magdalena

Magdalena

 

 

Por Jesús Chávez Marín

 

 

Hace algunos años, en este mismo bar,

había una cantadora de silueta azul.

Sus ojos eran tristes. La boca, sensual.

La voz muy fina, de arte mayor.

 

Cuando ella terminaba su grácil vuelo

solía volver al templo de su intimidad.

Parecía furiosa. Fumaba mucho.

Quien fuma y canta se desgarra la garganta.

 

Un día Jaramillo me la presentó.

Quería hablar conmigo —dijo el maestro.

Me puse muy inquieto, denme por muerto.

Había un mar de gente, yo andaba solo.

 

Con palabras extrañas ella me habló,

el sonido era dulce, fulgor de luna,

los ojos ardían esplendorosamente,

quería yo vivir en aquella mirada.

 

Ella era un lugar oscuro, poblado de ecos;

todas las ventanas siguieron cerradas.

Era una sirena de nombre secreto,

de aspecto milenario, como la Tierra.

 

Con ánimo sombrío me fui del Bar,

y no quise volver ya nunca más.

Un fulgor marino me acompañaba,

y el ritmo suave de una guitarra.

 

Junio 1987

jueves, 22 de octubre de 2020

JChM. Una mujer frente a mis ojos


Una mujer frente a mis ojos

 

 

Por Jesús Chávez Marín

 

 

Gabriela Ruiz en la ciudad

de Santiago Papasquiaro

paseaba con sus amigas por la plaza,

frente a mis ojos llenos

de fantasía.

 

Traía un vestido blanco y el pelo suelto,

su perfume llenaba este lugar de 

placeres.

La gracia de sus brazos era el ritmo del 

mundo.

 

La vi desde el balcón de una casa

donde vendían zapatos de mujer.

Mis ojos quedaron cautivos.

Es tan rápido el amor

como las estrellas fugaces de la buena 

suerte.

 

Era abril, ella esperaba

a su padre que llegaría por ella.

Gabriela sale a las 8 del trabajo,

en una ferretería.

 

La mirada y la sonrisa me saludaron.

Bajé del balcón para verla de cerca,

miré sus manos,

hablé con ella durante un minuto.

 

Afuera de mi mente el tiempo sigue.

La curva mítica del reloj me señala.

Hubiera suspendido muchas horas

para llegar a la tierra donde ella vive.

 

Pero Gabriela ya se alejaba en una 

pick-up color café.

Y esta noche en su habitación,

distraídamente frente al espejo,

mientras cepilla su pelo

y lava su cara

para dormir

 

temprano como una princesa

tal vez piense un poquito en aquel 

hombre

a quien le regaló sin querer la maravilla

de su sonrisa

 

cuando jugaba en el jardín del centro,

en una ciudad encantadora.

 

Quizá se imagine extrañamente

que yo le escribo esta carta

para despedirla y para amarla

 

con la tinta y las hojas

de un libro ajeno.

 

Junio 1993