Por Jesús Chávez Marín
Desde que algunos apaches son
ricos porque pusieron casinos en Nuevo México y les fue muy bien con eso y con
otras empresas, unos fulanos de la ciudad de Chihuahua se alcanzaron la puntada
de que ellos también ya eran apaches desde que nacieron, según esto sus madres
y abuelos anduvieron en las llanuras cabalgando.
Esta
ocurrencia me hizo acordarme de mi abuelita Agustina, que vendía dulces en su
casa de la calle 46. Era mi abuela paterna. Tenía personalidad recia, a pesar
de que era muy religiosa.
Chumel mi
primo y yo, cuando íbamos a explorar al llano y subíamos hasta arriba del cerro
Grande, pizcábamos tecomblates entre gatuños y madroños, y los recogíamos en
una botella muy limpia.
—Dios les ha
de ayudar, muchachitos de mi corazón —nos decía mi abuelita cuando íbamos a
visitarla y le convidábamos de los tecomblates, su fruta preferida.
Ella sí era
apache de pura cepa. Un día nos enseñó unas fotografías de juventud e infancia:
era prieta como ella sola, tenía una que otra cana en su pelo negro azabache.
Vivió allá por el lado de Babonoyaba, en ese lugar la conoció mi abuelo Víctor,
un joven minero que sacaba cuarzos aguamarina en los cerros de santa Eulalia.
Él tenía un carretón de mulas, acarreaba leña, metales, joyas, maíz y frijol;
ese carro también fue transporte preferido por las profesoras de la sierra,
porque Víctor era dicharachero y galante, además de rubio ojos azules,
descendiente de los rebeldes de Tomóchic.
De la
pareja, el primero que se enamoró fue Víctor en cuanto vio por vez primera a la
señorita aquella tan fuerte, inteligente y curvilínea; lo mismo en el vergel
del río perfumado de jarillas que en los retratos de ella y sus hermanas que mi
abuelita nos enseñaba con orgullo.
Me gustaron aquellas
fotos, pero cometí el error de preguntarle:
—Oiga,
abuelita, ¿quiénes son esas indias que están recargadas en la carreta de mi
abuelo.
Agustina
Mendoza, de sonrisa casi siempre dulce y franca, hizo un gesto de los mil
demonios.
—Preste acá,
muchacho malcriado.
Se enojó
mucho y ya no volvió a dirigirnos la palabra en todo el santo día.
“Cómo que
indias”, ha de haber pensado.
Mi abuelita Agustina fue siempre tierna conmigo, pero no permitía torpezas nada más para consecuentarme. Era austera y espartana.
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