lunes, 7 de abril de 2025

El mecenas Polo

 

Dibujo: Larissa C V


El mecenas Polo

 

Por Jesús Chávez Marín

 

En Chihuahua están los empresarios más miserables y en cambio se edifican las esculturas más buenotas dijo en 1990 mi examigo Topolobampo Aguirre, en una conferencia literaria, refiriéndose a Polo Mares y luego a las estatuas de La Diana Cazadora que está en la calle Mirador y La Adelita de la avenida Tecnológico.

Lo habían invitado a que hablara de su obra en la Quinta Gameros y leyera algunos de sus poemas en un festival de literatura. A pesar de su ingenua juventud, Topolobampo era en ese entonces el santón de las letras de la región y tenía muchos fans de los que leen poco, pero van a todos los cocteles culturales. Así que Topolobampo aprovechó el viaje para quejarse amargamente, que es el show que mejor le sale.

Ustedes, que son la inteligencia de esta ciudad le dijo a su audiencia, pues siempre acostumbra granjearse la voluntad del respetable público sabrán comprenderme de inmediato.

Resulta que dos semanas antes había tenido la pésima idea de pedir cita con el famoso ex abarrotero, y ahora socio de almacenes globales, para decirle que lo consideraba un prócer de la cultura, mecenas inmarcesible, y que por eso le concedía el honor de invitarlo a que financiara la publicación de su más reciente libro: una novela que hablaba de la grandeza chihuahuense, no sin cierta crítica a la sociedad actual, tan llena de complejos problemas.

―Cómo no, cuente con ello ―respondió el magnate, midiéndolo con la mirada, luego de la solemne alocución de Topolobampo.

―Muchas gracias, señor Mares. No solo se lo voy a agradecer yo sino la sociedad entera, pues la literatura y el arte, como usted muy bien lo sabe, son obra pública, como los puentes y el pavimento, tan necesarios para el alma colectiva de los pueblos.

Un tanto cuanto desconcertado por los repentinos conceptos del conspicuo escritor, el forzado mecenas agregó:

―Puede usted pasar mañana mismo a nuestras oficinas a recoger un cheque de mil pesos. Esa será mi contribución para la hechura de su libro, que estoy seguro será tan entretenido como todos los que usted escribe.

Topolobampo, quien un minuto antes ya había visto completa la película de sus ilusiones donde el libro salía de la imprenta con todo lujo y con vasto tiraje, no se esperaba este golpe de dados que le había dado su interlocutor: aquí tienes mil pesos, muchacho. Aunque no era muy rápido de mente, procuró que no se le movieran tantos músculos de la cara como ya se le habían movido sin control, lo cual resulta fatal no solo en el póquer sino también en los arduos negocios de la literatura. Alcanzó a agregar, aunque ya con el tono de voz un tanto disminuido y desafinado:

―Pero don Polo, la edición de mi obra cuesta setenta y tres mil pesos, precisamente aquí le traía el presupuesto.

―“Señor Mares”, para usted. Pues mire, yo creo es muy justa la cantidad con la que nuestra empresa está dispuesta a patrocinarlo; es muy buen inicio para que usted empiece a juntar la cantidad que necesita. No es poco ni es mucho, me parece una suma razonable de nuestra parte en el apoyo de las letras chihuahuenses.

Topolobampo no lo podía creer. Como se quedó mudo, el astuto empresario agregó:

―Pase mañana por el cheque. Solo voy a pedirle que me consiga un recibo deducible de impuestos, de alguna institución de cultura, o de alguna escuela de educación superior, por la cantidad asignada. Y me despido, buenas tardes, tengo que salir hoy mismo a nuestras oficinas de Ojinaga, me dio gusto verlo.

Topolobampo le dio la mano para despedirse, pues era un hombre bien educado, pero casi murmurando entre dientes un montón de rayadas de madre, literatura más bien demasiado costumbrista.

sábado, 29 de marzo de 2025

Balance

 


Balance

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Una vez que andaba de vacaciones me invitó mi primo Ariel a que lo acompañara a Juárez, a unos asuntos de su trabajo.

Él era contador en Banrural y viajaba mucho por todo el estado, en una troca nueva del banco. En aquellos tiempos les decíamos de último modelo, preciosa la troca; muy cómoda.

Fue un viaje divertido, mi primo es alegre y despreocupado; recorrimos bares de día y noche donde vimos todo tipo de espectáculos; eran los tiempos gloriosos de aquella ciudad alegre y caprichosa.

La comisión de mi primo duró tres días y no dormimos ni dos horas.

Por lo que me platicó, supe que su matrimonio con Martha estaba en ruinas; eso me pareció triste porque tenían cinco hijos y Martha era muy apreciada en mi familia, maestra de primaria, buena persona.

Ariel platicaba todo como si no le doliera, muerto de risa, entre copa y copa. No me cupo la menor duda de que su alcoholismo y su negligencia espiritual eran buena parte del problema.

De repente también me puse algo preocupado pensando en mi propia vida y en aquel espejo que me develaba.

domingo, 23 de marzo de 2025

La dimensión desconocida

 

Dibujo: Beatriz Bejarano


La dimensión desconocida

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Estábamos mi colega Graciela y yo en el bar El Coliseo y me dijo: Cuéntame algo. Le platiqué entonces esta historia: Cuando cumplió 32, a Esteban le tocó en la lotería bioquímica que se le desarrollara una alteración de ánimo que lo subía y lo bajaba en la esfera de las emociones. Para su buena fortuna, en su época la ciencia médica ya tenía muy bien tipificado ese mal, que durante siglos había hundido en el limbo, y a veces en el infierno, a una legión desdichada.

Un médico de práctica sabiduría le recetó la dosis exacta del medicamento con el que Esteban pudiera vivir sin problemas en la dimensión civil, como cualquier persona sana, y así pasaron cinco años sin alteraciones en la convivencia, el amor y el trabajo. Estabilidad divino tesoro.

Pero un mal día que Esteban amaneció vigoroso y alegre, tuvo una infeliz ocurrencia: dejar las pastillas. Total, pensaba, soy dueño de mi cuerpo y a pura fuerza de voluntad controlaré actos y pensamientos, no necesito guajes para nadar.

Todavía pasaron tres meses en los que el tipo siguió viviendo tranquilo, pero al cuarto mes su conducta empezó a cambiar con los antiguos altibajos: de la euforia narcisista a la tóxica melancolía. Él no se daba cuenta de esos cambios que todos los demás notaban de inmediato, seguía muy quitado de la pena creyendo que andaba todavía en la dimensión civil de la convivencia humana. Pero ya flotaba en la dimensión salvaje, la dimensión desconocida.

A los seis meses de aquella irresponsable reincidencia, Esteban era otro: en los hechos y en la intimidad de su conciencia. Amigos y vecinos lo veían como a un fantasma. Quienes lo amaban, trataron inútilmente de sobrellevarlo como a un muerto que camina. Quienes lo odiaban, lo miraban como a un monstruo.

Graciela se quedó pensativa. Luego me dijo: Ay no, tu relato falla en una cosa. Yo creo que quienes lo amaban no lo veían como eso que dices, sino como a un hombre que necesita amor y cuidados.

Claro que no, le contradije: ellos saben esto: lo que sigue es la llegada de uno de estos tres automóviles: la patrulla, la ambulancia o la carroza.

Piénsalo bien, Graciela: cuando te enfermas, tu familia, tus amores, te cuidan un tiempo, pero el único que debe procurar el remedio para ese tipo de males es el protagonista, nadie más puede. Luego de unos meses, y por razones más que comprensibles, los que te aman se van pasando al grupo de los que te odian; nadie aguanta la irritación espantosa que causa la convivencia con un sujeto de conducta alterada, eso sería inhumano para ellos mismos y para el mismo enfermo, porque consecuentándolo solo consigues la autocomplacencia.

Todavía quiso Graciela agregar algunos ejemplos de abnegación y cariño sin límites de alguna gente que ella hubiera conocido, pero poco a poco me fue dando la razón.

Entonces pedimos las siguientes Modelo Especial y cambiamos de tema, para platicar de cosas menos funestas.

lunes, 17 de marzo de 2025

Jardín de niños

 


Jardín de niños

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Había uno que desde el kínder escribía poemas a su señorita de colores Eagle. Aunque era medio simplón, les caía bien a las niñas. Ya más grande aprendió a bailar igualito que Enrique Guzmán y les decía a todas las señoritas en el Parque Lerdo ¿quieres ser mi novia?

Cuando pasaba por ellas para ir al cine, las mamás le preguntaban: ¿Y usted cómo se llama, joven?

Decía Quique Gavilán. Decía Jorge Luis Borges. Decía Carlos Fuentes.

Ay, m’hijito. Si fueras Carlos Fuentes hasta te dejaba casarte con Anya, decía una de las señoras.

Y es que ella, que por cierto se llama Irma, es directora de la biblioteca municipal del parque Lerdo, y lee como cosaca hasta dos libros por semana.

viernes, 14 de marzo de 2025

Sus ojos desde el trapecio


Dibujo: Beatriz Bejarano 


Sus ojos desde el trapecio

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Una tarde Cristina vio llegar a su barrio un circo; de cuatro grandes camiones cargados con carpas, bocinas, un elefante, dos jaulas de tigres y una jirafa, bajó un grupo de hombros animosos que empezaron a clavar grandes estacas sobre el suelo de un terreno muy grande que estaba a mitad de la colonia. Recientemente ella había terminado la secundaria y la algarabía de aquellas personas la distrajo un poco de los pensamientos taciturnos que la habían ocupado en esos días. Había andado dándole vueltas a su futuro; sabía que su familia no tendría manera de ayudarla a que estudiara la preparatoria ni la universidad, al contrario, la presionaban a que consiguiera pronto trabajo y que ayudara en la casa. Y no se le ocurría qué empleo pudiera conseguir una jovencita de quince años, como no fuera de sirvienta, y eso le espantaba.

 Tampoco tenía dinero para asistir a la primera función de circo al día siguiente. Quedó muy impresionada de la rapidez con que trabajaron aquellos hombres fuertes y rudos y aquellas mujeres tan raras que andaban con ellos, por eso es que se fue acercando tímidamente al lugar, y durante todo el día se dedicó a merodear por allí, a mirar los animales, observar el avance de la instalación. Nunca se fijó que ella también era observada. Un muchacho musculoso y atractivo quedó prendado de la incipiente belleza femenina de la jovencita, y procurando no asustarla se acercó a preguntarle:

 ―¿Le gusta el circo?

 Cristina era muy segura de sí misma, sin embargo al ver aquel muchacho tan guapo solo pudo responderle con demasiada timidez que sí.

 ―¿Y va a venir a la función?

 ―No.

 ―¿Y por qué? ¿Pues no dice que le gusta el circo?

 ―Sí pero… ―Cristina se interrumpió; su natural dignidad hacía que ocultara la razón, de que simplemente no tenía para el boleto.

 ―Uy, pues qué mala onda. Yo quería que viera usted mi acto, yo soy el artista del trapecio. Y también corro bien recio en una motocicleta dentro de una esfera; me encantaría que pudiera venir a una de las funciones. O a todas.

 Rodrigo no podía explicarse por qué había dicho esto último, que la quisiera allí presente en todas las funciones; aquella muchachita tan chica lo había conmovido tanto a él que era hombre de mundo, que le llevaba por lo menos 10 años de edad. Pero ese timbre de voz, el pelo negro, largo y precioso, ese aire de libertad, esos movimientos elegantes que eran tan poco comunes en esta colonia de la periferia, su timidez expresiva y delicada, lo tenían fascinado. No escuchó lo que ella le había contestado, solo le dijo:

 ―Mire, le voy a proponer una cosa. Voy a darle dos boletos por cada función de las que vamos a dar en esta ciudad, así usted podrá venir a las que quiera, y acompañada de su mamá o de alguno de sus hermanos, ¿qué le parece?

 ―Ay, pues no sé qué decirle. Me da pena aceptar.

 ―Ándele, no tiene por qué apenarse, acéptelo como un regalo de amistad.

 ―Bueno pues, deme dos boletos para la función de mañana. Y eso porque de veras me gusta mucho el circo, pero no le prometo nada, primero voy a ver si mi mamá quiere acompañarme y si no se enoja de que le haya aceptado a usted tan bonito regalo.

 ―Me pone muy contento que haya aceptado. Mañana voy a estar muy pendiente de verla en la función; aquí entre usted y yo, quiero decirle que le voy a dedicar mi acto, aunque no lo diga por el micrófono.

 Cristina no pudo responder nada, un escalofrío desconocido le recorrió el cuerpo y le ruborizó el rostro. Tomó los boletos, se despidió con un gesto y se fue a su casa procurando que la emoción no entorpeciera ni apresurara sus pasos.

 Al día siguiente asistió acompañada de su hermano menor; oculto al fondo de la carpa y ya vestido para la función, Rodrigo la miró desde su llegada. Le pidió a uno de los mozos que los acomodara en una de las sillas reservadas al centro de la pista y les ofreciera un refresco. Ella aceptó con sencillez y se dispuso a disfrutar el espectáculo. No sería exagerado decir que Rodrigo desplegó esa tarde el acto artístico mejor logrado de toda su carrera; no cabía duda de que aquella tan joven mujer había conseguido conmoverlo.

 Como la joven tan bien educada que era, Cristina esperó a que los artistas salieran de su precario camerino para ver salir a Rodrigo y agradecerle su generosa invitación. El muchacho no pudo ocultar su alegría de verla de nuevo; ella había tenido el cuidado de presentarse sola, le dijo a su hermano que se fuera para la casa y que ella llegaría más tarde. De esa manera no tuvo inconveniente en caminar un rato con él por todo el parque de la Deportiva José Vasconcelos. Platicaron ya más relajados, tomaron una nieve y al final hasta caminaron tomados de la mano con naturalidad. Ella le confió sus preocupaciones de los recientes días, que al terminar la escuela no hallaba que hacer ni a dónde dirigir su vida. Él le contó de sus viajes, de tantas ciudades donde había estado y del vacío que se siente cuando no se tiene una casa a donde llegar. No sintieron pasar el tiempo y parecía que había muchas cosas más que decirse, pero llegó el hermanito de ella con el apuro de que su mamá ya la andaba buscando. Se despidieron con la promesa de que al día siguiente seguirían platicando.

 *

 ―Mamá, quiero decirte algo.

 ―No me asustes, tú.

 ―No se trata de nada malo. Como te dije hace unos días, ando saliendo con un muchacho de los del circo.

 ―Pues sí, y eso me tiene bien preocupada. Tienes que saber muy bien que esa gente no es muy de fiar, andan de aquí para allá, muchos de ellos han de ser pero si bien mañosos. Además, ese muchacho es muy grande para ti, él es un señor y tu eres una niña, apenas acabas de salir de la escuela.

 ―Pues sí, mamá, pero ya te he contado que me trata divino, se porta súper decente y educado conmigo. Pero lo que tengo que decirte es otra cosa y no quiero que te duela nadita.

 ―No me digas que estás embarazada.

 ―Claro que no, pues qué me crees, tú me conoces bien, tú me educaste. Y debes confiar en mí siempre, sobre todo con lo que voy a decirte.

 ―Dime ya, no me tengas con el sucirio.

 ―Mañana se va el circo. Y me voy a ir con Rodrigo.

 ―¡Pero cómo se te ocurre, muchacha! Estás loca si crees que te voy a dejar ir con esa gente.

 ―Rodrigo y yo somos novios y queremos seguir juntos. Él va a juntar dinero para casarnos dentro de un año o dos. Más bien los dos vamos a juntar, porque me consiguió trabajo en la compañía, yo les voy a llevar las cuentas de todo y me van a pagar muy bien.

 ―Pues claro que te va a pagar muy bien ese fulano, si te lleva de su querida.

 ―No, mamá, estás muy equivocada; él me quiere mucho y me respeta, si no fuera así yo no me atrevería a esa aventura tan grande. Por otro lado yo no quiero quedarme aquí para terminar de sirvienta o de operadora de la maquila, no quiero eso para mí.

 ―Seguramente crees que es más divertido terminar de cirquera, pero no sabes lo duro que es esa vida, andar de aquí para allá durmiendo en casas de campaña y en hotelitos de la orilla. Además qué quieres que piense si te vas con un hombre. Te prometió que se casará contigo pero cuántos no dicen lo mismo para conseguir lo que quieren y luego te dejan chiflando en la loma.

 ―Para mí eso no es lo principal, mamá. Sí quiero mucho a Rodrigo, estamos enamorados y tenemos planes. Pero lo que más me interesa es que tendré una vida distinta, y no la que tendría si me quedo; tengo que arriesgarme a buscar otras cosas, otros lugares.

 ―Estás muy chica, Cristina, todavía no sabes que es lo que más te conviene en la vida.

 ―Déjame ir, mamá. Te prometo que voy a cuidarme mucho y te escribiré de todos los lugares a dónde vaya para que sepas que estoy bien.

 *

 Cristina se fue con el circo; durante año y medio fue muy feliz con Rodrigo. Juntos reunieron una buena cantidad de dinero porque tuvieron buenas temporadas y los dos eran muy dedicados. La vida itinerante es dura, sin embargo se compensa con la gran cantidad de sorpresas con las que amanece el día, cada lugar ofrece maravillas distintas y la vitalidad de los cirqueros no puede compararse con nada. Casi todos ellos eran buenas personas y existía una solidaridad que no suele verse entre la gente sedentaria. Cristina y Rodrigo establecieron una pareja muy alegre y feliz, dormían en remolque de él, que era muy amplio y ella lo había arreglado muy bien.

 Además de su trabajo llevando las cuentas del circo, Cristina aprendió algunas suertes y creó su propio número de trapecista. Su belleza y su gracia le procuraron éxito. Todo iba bien.

 *

 Un día, muy de mañana, llegó al campamento un carro que venía de prisa. Era la hermana de Rodrigo; venía a avisarle que su padre había muerto. En Acayucan, Veracruz, el hombre tenía una plantación de vainilla en la que trabajó durante cincuenta años, y labró una modesta fortuna. Rodrigo era el mayor. Su padre nunca había aceptado su profesión de cirquero, le parecía oficio de vagabundos y de gente con malas costumbres; por eso Rodrigo muy pocas veces visitaba su casa, a pesar de los ruegos de su madre que todas las veces lo despedía llorando y que siempre le demostró amor y respeto.

 En cuanto se fue su hermana, quien se hospedaría en un hotel del centro para partir juntos al día siguiente, Rodrigo le contó a Cristina lo que había sucedido y lo que estaba por suceder. Ella conocía al detalle toda la historia, sabía de las dificultades de su novio con su padre, de la forma en que se manejaban los asuntos de la familia; sabía que su hermana estaba casada con un buen hombre y que la madre sola no podría trabajar las tierras ni llevar los asuntos de la labranza, los préstamos agropecuarios, la venta, y todo lo que concernía al negocio. Era inevitable que Rodrigo tenía que establecerse unos años, o para siempre.

 Te propongo que nos casemos y nos vayamos juntos a Acayucan, le dijo. Esperaba que ella le diría que sí de inmediato, porque en todo habían estado siempre de acuerdo. Cristina tuvo el impulso de hacer lo que él esperaba con tanta naturalidad, pero ella le pidió un día para resolverle. Era la primera vez que dudaba, sin embargo esto parecía razonable dado lo inesperado de la terrible noticia y el cambio tan radical que se presentaba.

 *

 Cristina amaba profundamente a Rodrigo, lo admiraba como artista, compartía con él la disciplina física y la vida austera que tenían juntos. No lo imaginaba en una vida distinta donde ambos tuvieran que cumplir otro destino. Rodrigo era la aventura permanente, la cotidianidad suya ocupaba todo el espacio de un país, de otros países, la tierra de los dos era el aire del mundo sin límites ni muros. Con muchos sacrificios habían conseguido juntos la prosperidad y la más abierta libertad que pudiera imaginarse. Como se lo había dicho a su madre desde el principio, ella no se fue al circo por un hombre, sino por una vida que muy pocos podrían entender. Por fortuna entre esos pocos estaba Rodrigo, así que por mucho que habría de dolerle tendría que comprenderla cuando al día siguiente le dijera que no se casaría, que no lo seguiría a otra vida que no fuera la que ahora consideraba su propia, su única forma de existir.

miércoles, 5 de marzo de 2025

Dos profetas en el viento de internet

 


Dos profetas en el viento de internet

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Un hombre redondo, sin aristas, talento natural del siglo XXI, motejaba a un viejo, quien, con su laptop como si fuera juguete nuevo, le escribía y recomendaba. Fastidiado por sus exhortos, el hombre le texteó: Tu tiempo hay que updatearlo, Chávez. El viejo a su vez transcribe: la memoria es un caleidoscopio, Rafael.

domingo, 2 de marzo de 2025

Eventos. Universidad Autónoma de Chihuahua

 


El parque

 

Foto: Pedro Chacón


El parque

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

El día de su muerte, Avelino salió temprano de su casa, como siempre. Hizo a pie su recorrido por las calles del Centro, desde su pequeña casa donde vivía solo desde hacía quince años. Alguno de sus dos hijos le llamaba a veces a esa hora para saber cómo estaba, o simplemente para el ritual de los buenos días, por eso cargaba siempre su teléfono celular en una bolsa del saco. Todavía hace algunos años escribía muchos mensajes, pero ya no, la vista no lo ayudaba; tampoco las palabras, pues se le habían ido haciendo secas y escasas. Desayunó con calma en una de las fondas que frecuentaba, allí mismo estaba El Heraldo y le dio su buena repasada, revolviendo las hojas. Su vida era apacible, sin sobresaltos ni esperanzas, cumpliendo sin aspavientos la condena de su soledad, a la que aún le costaba resignarse.

Dos horas después, fue a sentarse en la misma banca de siempre, en la plaza frente a la Catedral. Los que pasan de prisa nunca se fijan en un viejo que permanece inmóvil mientras el tiempo exige el ritmo de todos; quienes trabajan en las inmediaciones del lugar apenas si lo intuyen como parte del paisaje: otro árbol viejo cuyas hojas secas se desprenden como pensamientos estacionales.

Avelino ese día, sin habérselo propuesto, sin moverse, empezó a darle vuelo a los recuerdos. Después de una dicha efímera se le cruzó una angustia de olvido, un alud de soledad, una punzada insufrible de pasado no resuelto, un dolor hueco de ramas crujiendo en su pecho y también un temor puntiagudo que lo doblega poco a poco, hasta paralizarlo por la tensión de morir como un viejo elefante en una pradera ajena, en un parque público del Centro.

viernes, 21 de febrero de 2025

Madame Clochard

 

Dibujo: Beatriz Bejarano


Madame Clochard

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Ella guardaba las cosas y siempre recordaba dónde. Su esposo la quería mucho, según decía él; los niños jugaban a la casita sin miedo. En ese tiempo ella alzaba la mirada, unos grandes ojos caninos donde enterraba ese paraíso. Una de esas veces en que el dueño del hogar llegó perdido de borracho, vio que esos ojos indagarían hasta desenterrar lo que él creía tapiado en el secreto. “¡Ramera! ¡Eres una ramera!” Pasó durante meses toda una vida de golpes e insultos hasta que no pudo más. Tuvo que huir para protegerse, en cuerpo y mente, y para salvarse de una muerte estadística. Malvivió en un puente del Ferrocarril Chihuahua al Pacífico hasta que, como Dios le dio a entender, construyó en el derecho de vía una cabaña mínima. Allá la volví a ver, en otra ciudad. Luego de tantos años ella, mi amor, no me reconoció: “Hola, guapo... ¿Tienes un cigarro?” No traía, pero le dije que iría al Oxxo a traerle uno. Volví pateando memorias de nuestro pasado hasta la casita de madera y cartón. Al oír mis pasos salió, encorvada por el dintel tan bajo de su puerta. Levantando apenas su vista, volvió a decirme: “Hola, guapo... ¿Tienes un cigarro?” No me reconoció tampoco en el presente inmediato. Tampoco todas las veces que regresé a verla.

domingo, 16 de febrero de 2025

Escudo

 

Dibujo: Larissa C V

Escudo

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Un cuervo en la espesura de la noche se desplazaba en silencio volando a poca altura. Había perseguido durante horas a una víbora pequeña que a la luz del atardecer lucía apetitosa. Pero era escurridiza, rápida y astuta: miraba con claridad las intenciones de su enemigo en el vuelo de la sombra proyectada en el valle. Escurridiza vino también la noche y entonces ninguna silueta se agitaba por el suelo porque ya todo era sombra. Desde el aire, escurridiza también, vino su muerte.

miércoles, 5 de febrero de 2025

Un zumbidito

 

Dibujo: Larissa C V

Un zumbidito

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Laborio circulaba contento con su carro nuevo. Venía de la agencia donde había dejado sus ahorros en el pago inicial y activado un crédito bancario a cuatro años; un dineral, pero este precioso KIA Niro, SUV híbrido color azul profundo por supuesto que valía el montón de firmas que había desparramado al calce de todos los documentos que le pusieron enfrente.

Ágil demente a pesar de la edad, es decir, ágil ‘de mente’, conducía disfrutando el silencio del motor y el desplazamiento sedoso que tienen los carros bien construidos, aunque las calles de la ciudad sigan igual de irregulares desde el siglo pasado.

La desincronización de los semáforos lo detiene cada rato, y al llegar a los cruceros más congestionados, su gozosa calma desabrocha el cinturón de seguridad e inicia la marcha hacia la neurosis en la marea del tráfico. La impaciencia entonces se le encaja como nube de abejas directamente en los ojos, los oídos. En su jubilado cerebro vuelve a ser el profesor maltrecho por tantos años de lecciones repetidas, toneladas de exámenes revisados, aburridas academias, burocracia escolar, gritos, burlas de estudiantes malditos, y ahora los imbéciles que circulan copando dos carriles y el de la troca roja blindada de atrás que se le echa encima.

A Laborio no le gusta ladrar insultos ni sonar el claxon con rabia, pero la furia le hormiguea en la punta de los dedos y sube por los brazos hasta quedársele atorada en el pecho. Siente cómo se le anuda la garganta de coraje mientras el desgraciado tráfico se vuelve más denso. Baja la velocidad y circula a vuelta de rueda por la ineptitud del de adelante de ir lento en el carril de alta velocidad.

“Órale, viejo pendejo, dale” le gritan. “Hace calor”, piensa a gritos Laborio. Luego un escalofrío y el mareo se suman al enjambre. “Muévete, buey”, pasa el insulto al de adelante emitiendo apenas un zumbidito.

“Ya. Ya quiero llegar”. Acelera. Los 146 caballos de fuerza y las 5700 revoluciones por minuto del motor de su bella camioneta lo elevan por encima de los demás automóviles. “¡Claro, compré un híbrido!”. Vuela. Se desliza con una calma celestial, su ánimo se empieza a serenar. “¿Cómo no se me ocurrió antes?” Todos han quedado atrás. El enjambre deja poco a poco el panal.

sábado, 1 de febrero de 2025

Belén


 Dibujo: Larissa C V

Belén

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

La esposa de un amigo nuestro murió el 30 de noviembre. Fueron 23 años de vivir juntos. Lo visitamos. Su mujer había decorado la casa de Navidad, dejándola hermosa, como cada año, con el buen gusto y la alegría de un corazón vivaz. En ese decorado, el hombre parecía un árbol sombrío en medio de un vergel tintineante.

Embalsamador embalsamado

 

Embalsamador embalsamado

 

Por Alejandra Hernández Figueroa

 

Se detuvo el aire, estoy lleno de ruido hecho polvo, los ojos opacos miran la nada. Siento frío cuando unas manos con guantes tocan mi cuerpo.

Reposo en la plancha helada, tengo el rigor mortis, oigo el ruido del ventilador y las manos engomadas empiezan a lavar mi cuerpo con germicidas, sustancias muy frías. Estoy temblando. Este procedimiento yo lo hacía, pero no sabía que helarse se sintiera. Me limpian nariz y boca, me colocan algodones en las cavidades para evitar escurrimiento de fluidos. Me suturan la boca. 

Siento ahogarme, no puedo gritar. Me “fijan los rasgos”, o sea, me cierran los ojos y la boca. No puedo ver, tampoco murmurar. Empiezan a tocar mi ombligo, me hacen una incisión en el plexo solar. Me duele. Nunca pensé que hubiera tanto dolor. Si lo hubiera sabido antes. habría sido más delicado con los que atendí.

Me vacían la sangre con una bomba. Aspiran para que los gases y fluidos del abdomen y de la zona pectoral sean remplazados por soluciones de embalsamamiento. Utilizan un trocar para inyectar en el cuerpo un líquido compuesto con varias sustancias y tinta para que no esté descolorido y me dé un tono vivo a la piel. Siento que me muero del dolor y no puedo gritar. El drenado me llena el cuerpo. Me cosen la incisión sin ponerme anestesia, pensarán que para qué, si ya soy un muerto.

Luego me maquillan. Eso me da más coraje, me ponen ridículo. Se les dificulta vestirme con el traje negro con el que me casé. Solo el saco. Lo cortan por la espalda, me quedaba chico. Me peinan y supuestamente me ponen muy guapo.

¿Qué hacer con los recuerdos? Siento algo adentro, en torno a todo lo que fui. Es un sabor a ceniza, infalible muestra de carroña.

Meten mi cuerpo al ataúd. Mi cabeza reposa en una caja acojinada. Oigo voces, rezos, lloriqueos. Percibo el olor de las flores destinadas a morir en el aire de la muerte.

¿Por qué siento, huelo, pienso? ¿Por qué estoy paralizado?

¿Cuántos cuerpos pasaron por mis manos?

El primero fue un anciano desdentado, le puse un postizo y pañal porque se orinaba mucho y pensé que podría inundar la caja. No dormí varias noches, después no recuerdo cuantos cuerpos fueron. Tantos que me acostumbré al olor de la muerte.

Los niños y los suicidas jóvenes nunca dejaron de impactarme con tanta vida por delante; los accidentados y los asesinados que morían con la sangre espantada me daban mucha angustia, para maquillarlos tenía que quitarles la cara de susto, y eso tiene su gracia. 

También pasarles el drenado es complicado, hay que darles masaje en cuerpo y extremidades para que fluya.

Se batalla mucho con quienes no se querían ir, aferrados a sus bienes materiales; a esos tienes que darles mucho masaje y consolarlos para que se vayan tranquilos

Exhumar es otro asunto. Se tienen que contar los huesos, que no falte ninguno. A veces encontraba entre la tierra falanges descarnados con anillos, tantos que me dio por coleccionarlos. Ya no eran de ellos, sino míos.

El olor a formol se me impregnaba por varios días.

A veces oía la camilla ambulatoria atravesar desde la entrada de la funeraria y pararse junto a la plancha, se ha acostumbrado a tanto ir y venir, a transportar cadáveres, que se le ha hecho costumbre y muchas de las veces me engaña porque viene vacía como si trajera un cuerpo, pero era nada más un suspiro.

Siento frío y no sé qué ponerme por dentro de la muerte ¿qué pedazo de tierra será el mío?

¿Por qué no pregunté? Tanto he tratado con ella. Desde que nacemos, su sombra camina a nuestro lado. Trato de gritar y no puedo emitir sonido, a través del cristal veo desfilar un sinnúmero de curiosos, algunos lloran y otros dicen: era tan buen, pobrecito.

Me trasladan a la iglesia, escucho rezos y lloriqueos. Pero, mmmh, ¿qué hacer con los recuerdos? Todo lo que fui. En los labios siento el bocado de ceniza, esa infalible muestra de carroña y solamente mi espantada alma me guía y me acompaña al más allá.

Olfateo flores destinadas a marchitarse en el aire de la muerte. Me llevan en una carroza, un desfile de conocidos y familiares sigue el cortejo.

Al fin veo dónde voy a quedar, en un pequeño espacio del panteón está hecha la fosa, me bajan cuidadosamente con cuerdas para colocarme en el fondo, después escucho el ruido de paladas y paladas de cemento, después me vacían la tierra hasta que me voy. Siento que me muero.

 


Alejandra Hernández Figueroa estudió en el Colegio Palmore y en Community College. Escribió y publicó los libros Tiempos de viento y humo cuentos, Hojasen poemas e Hilvanando cuentos. Publica habitualmente en revistas jurídicas y literarias.

viernes, 31 de enero de 2025

Mientras leía la revista Siempre!

 

Dibujo: Larissa C V


Mientras leía la revista Siempre!

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Afuera, el clásico caramelo giratorio, anuncio de peluquería antigua; dentro, el mobiliario dado al cuas y las revistas del año del caldo hubieran sido advertencia contundente, pero de todos modos entré cuando el viejo me dijo: "Pásele, joven", sin percatarse de que soy un alto y grueso cuarentón. De forma automática me comentó cosas del clima y del futbol para entonces preguntarme: "¿Cómo lo vamos a arreglar?" Con mi necia costumbre de hacerme el gracioso, contesté: "Déjame como para regresar en seis meses". Ese fue mi primer error. El segundo fue no mirar el otro aviso, ya de plano letal para mi cabello: armada con unas tijeras cascadas, su mano tenía la dureza y la volatilidad del evidente principio del Párkinson. Llegué a la oficina peinado con un estilo mezclado entre el general Patton y los hermanos Soler.

martes, 28 de enero de 2025

Mejor tráeme al del tololoche

Dibujo: Beatriz Bejarano


Mejor tráeme al del tololoche

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

—Manejo un Uber, pero en realidad soy mariachi —dijo extendiéndome una tarjeta de presentación. De por sí el día estuvo mal y de pilón me toca un conductor parlanchín.

—Mmmh —fue todo lo que atiné a expresar. Como quiera siguió hablando.

—Me gusta mucho la música mexicana, y también la fiesta. Nos contratan para ir a tocar, pero también podemos pistear. Bueno, no en todas las fiestas, pero sí en la mayoría.

Su único silencio lo hizo para introducir un usb en el estéreo: su demo.

—No cantas mal las rancheras —quise burlarme.

—No, ¿verdad? Aunque no canto yo, canta mi primo. Yo le hago segunda y toco el tololoche.

—Es un gran instrumento —dije como último ya para que se callara.

Llegamos a la esquina de Madero y Juárez. En el semáforo estaba un hombre, ya mayor, con traje de charro y el sombrero envuelto en un plástico, por lo de la lluvia cantando a través de un megáfono. A su “chorro de voz”, cascada y aguardientosa, se le sumaba la distorsión del aparatejo, seguramente sacado a plazos en Elektra.

—Ese sí canta mal las rancheras —dije cómicamente y esperé unos segundos por la reacción del chofermariachi. Su respuesta no fue la que esperaba:

—La esposa de ese señor se puso muy malita hace unos años y cantando en las calles se ayuda, el pobre. Pero yo soy un mariachi profesional y aquí es al contrario: esto del Uber lo hago para acabalar para el instrumento, que lo saqué nuevecito.

Como ya no habría cómo callarle la boca, se me ocurrió preguntarle:

—Oye, ¿y cuánto cobras por una serenata?

—Pues las andamos manejando de a cinco canciones, de diez y de quince. En este último paquete le tocamos dos de pilón.

Y allí fue donde tuve la pésima idea de contratarlo para llevarle gallo a mi mujer, pues al siguiente día sería su cumpleaños y me pareció un detallazo lo de llevarle mariachis. Diez canciones por cinco mil pesos, la verdad no se me hizo caro. Le di la mitad de anticipo y me extendió un recibo bien folclórico, con su foto y el logotipo de El Mariachi Tena de San Nicolás de Los Garza.

Petula nunca se hubiera imaginado que un rocker como yo le llevara serenata. A las meras seis en punto de la madrugada llegaron muy silencitos y rompieron la serenidad del barrio con Despierta, dulce amor de mi vida.

—Axel, ándale despierta, yo creo que aquí cerca andan unos narcos de parranda, se oye muy fuerte —me dijo mi señora toda asustada.

—No, mi amor, la serenata es para ti, ¿qué no te acuerdas qué día es?

—Ay, Axel, cómo se te ocurre. ¿Y ahora qué hago? ¿Me asomo por la ventana? Si ni siquiera estás tú afuera, van a pensar los vecinos que ando coqueteando con los mariachis. O tal vez que tengo un pretendiente… Y luego, ¿qué?, ¿les tengo que dar el pase a la casa? Me hubieras dicho, qué vergüenza con este tiradero.

Me asomé junto con ella por la ventana: allí estaba mi mariachi dándonos serenata; por estar alegando ya ni me fijé cuáles otras tocaron; en el momento en que los vi se aventaban la de Me invitas una copa o te la invito, tenemos que brindar por nuestras cosas.

—Ya ni la friegas, Axel, ¿para qué gastas? ¡Me hubieras comprado una bolsa de imitación Louis Vuitton! Pero de todos modos qué bonito detalle, mi amor, qué lindo eres. Me hiciste el día —y me dio un beso chiquito.

—El día ya lo traías hecho, cariño, es más: todo el día es tu día, verdá de diOsito Bimbo, uy, uy, uy.

—Ay, qué payaso, ya hasta andas hablando como mariachi y todo el show.

Me fijé que entre los mariachis también tocaba el viejo del megáfono, con su traje de botones oxidados, nomás que esta vez tocaba la guitarra y era uno de los solistas. Ya ni la hace este señor, suena igual con o sin megáfono.

El mariachi Uber le tundía al tololoche con gran sentimiento, queriendo destacar de entre aquel desmadre; cuando me vio en la ventana me hizo una seña de saludo, como diciendo: misión cumplida, mi jefecito. Cuando terminó la serenata me tocó discretamente la puerta, salí y le di la otra mitad del dinero.

—¿Qué tal, ¿eh? Salió bien, ¿no? Ya mero viene el Día de la Madre, por si se le ofrece. ¡Ah, y recomiéndenos, ya tiene nuestro número!

No me arrepentí, aunque tocaban de la chingada, porque mi esposa se puso muuuy contenta y con muuuchas ganas de hacerme el día a mí también.