viernes, 12 de agosto de 2011

monsiváis

Foto Nacho Guerrero (1990).
Ya se fue Monsiváis. Adiós, maestro

Por Jesús Chávez Marín

Toneladas de papel en las imprentas habrán de ser la región donde más se extrañará la ausencia del escritor mexicano Carlos Monsiváis, cuya torrencial escritura llegó a imprimirse en todos los periódicos de la ciudad de México simultáneamente, el mismo mes en el que artículos suyos se publicaban también en todas las revistas literarias del país. Su estilo vasto y barroco se producía con una cuidadosa redacción, a pesar de que las paradojas y los circunloquios y las bromas internas brotaban con exuberancia de sus manos veloces en el teclado de cinco máquinas de escribir.

Al igual que Borges lo hizo con el estilo clásico y diáfano del escribir en español, Monsiváis puso en el siglo 20 la vieja escritura barroca, los retruécanos de los grandes maestros Quevedo y Góngora. Su sarcasmo cruel y su risa frenética aparecen con aire de modernidad en la extensa crónica de este escritor tan original, periodista totalizador, crítico certero y burlón, trabajador de fabulosa producción en la cantidad y en la calidad de su prosa.

Además de renovar el antiguo barroco español, Monsiváis actualizó un género que tiene larga tradición en la literatura mexicana: la crónica. Este género literario tal vez sea el que con más empeño y buena fortuna se ha practicado en nuestro país: desde Joaquín Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano, pasando por las crónicas furiosas y campiranas de Ignacio Ramírez, El Nigromante; los finos relatos de viaje que desde Nueva York escribiera el poeta José Juan Tablada, los kilos y kilos de textos periodísticos y costumbristas de Rames Arispe, hasta llegar en el siglo 20 con el extraordinario cronista a quien Monsiváis considera su maestro, el poeta Salvador Novo.

Pero Monsiváis es punto y aparte, un fenómeno de la naturaleza y maestro inconmensurable de lo que habría de ser el periodismo mexicano de la segunda mitad del siglo 20 y hasta el día anterior de su muerte, a la edad de 72 años, a causa de un trastorno de los pulmones, porque no fumaba mucho pero vivía con doce gatos cuyo finísimo pelambre fue haciendo mella en el ambiente donde Monsiváis trabajaba, miraba películas, leía volúmenes de mil páginas y coleccionaba numerosas manías.

Fenómeno de la naturaleza porque apenas es de creerse su laboriosa cultura del trabajo en medio de un país en el que la negligencia y la pereza parecieran a veces obligatorias y reglamentarias en las empresas privadas y sobre todo en las instituciones públicas. Monsiváis en cambio producía textos de manera casi industrial: su inconfundible escritura aparece en los prólogos y en las solapas de una cantidad putamadrezca de libros, en kilómetros de columnas periodísticas, plaquetes y programas de mano para funciones de cine, teatro, exposiciones de pinturas, museos de variada índole.

Fenómeno de la naturaleza porque prácticamente inventó un nuevo género literario, mezcla de crónica y literatura narrativa, reportaje y relato costumbrista, sarcasmo y extraña poesía de grueso calibre, conceptualismo refinado y lenguaje vulgar en medio de la gracia de su párrafo casi inagotable, al que hasta se le llamó El Género Monsiváis.

Fenómeno de la naturaleza porque sin proponérselo fundó toda una escuela de cronistas mexicanos modernos. La etapa más estructurada de su magisterio fueron los diez años en los que dirigió el suplemento La cultura en México, en las páginas centrales de la revista Siempre. Desde los primeros números de su coordinación superó con creces al anterior director, el legendario Fernando Benítez: con Monsiváis la crítica social fue más radical y aguda; la educación literaria se ejerció en la práctica literaria, lo cual le dio un nivel mayor al periodismo de este país, pues los escasos periódicos donde Monsiváis no colaboraba tuvieron que competir con su prosa espléndida.

Además Monsiváis era de esos hombres a los que nada les es ajeno: lo mismo escribió sus crónicas vigorosas en medio de un concierto de Juan Gabriel que en el epicentro del temblor de 1985; caminaba a lo largo del Paseo de la Reforma de la ciudad de México en marchas multitudinarias; escuchaba con atención y buen oído las voces de su pueblo en los cenáculos secretos de la política mexicana. Solo una mínima parte de tan vasta producción literaria ha sido compilada en libros, que aun así son un montón de volúmenes: Amor perdido, Última llamada, Escenas de pudor y liviandad, Catecismo para indios remisos y 20 títulos más.

Como los grandes maestros cuando envejecen, Monsiváis también sufrió la lluvia ácida, la crítica feroz de un montón de epígonos. Uno de ellos se llama Héctor Villareal, escúchenlo: “Desde mi remota juventud di por visto a Carlos Monsiváis. Es decir, que haber leído unos cuantos textos me bastaba para no dedicarle más tiempo. Lo decidí así por su pobre temática y anticuadas referencias, así como por si estilo de pastiche que maldisfrazan la miseria de sus argumentos o la falta de ellos: mucha forma y poco fondo. Me di cuenta de que no aportaba nada a mis ambiciones de conocimiento ni al gusto de mi lectura”.

Otro ejemplo, José Ramón López Rubí Calderón, abunda: “Es cierto lo que dijo Octavio Paz: Monsiváis es un hombre de ocurrencias, no de ideas. Si lo que se busca es comprender causalmente la política de ayer y hoy, sus procesos, sus actores, sus resultados, sus perspectivas, la visita frecuente a los textos de Monsiváis es una pérdida de tiempo. Quienes busquen respuestas, no las encontrarán. No explica; en el mejor de los casos, solo describe”.

Además de los dos citados, el novelista José Luis González de Alba y el editor René Avilés Fabila le dedicaron a Monsiváis extensos relatos de vituperio y venganza.

La respuesta de Monsiváis fue un expresivo silencio y su constante presencia en las páginas de los más importantes periódicos del país hablando de temas mucho más importantes que la miseria de sus pequeños, despiadados críticos. Los locutores industriales de la televisión y del radio lo invitaron constantemente a sus programas, y Monsiváis multiplicó siempre con generosidad su presencia y sus palabras en las pantallas y en las cabinas de sonido a donde fue convocado. De esta manera llegó a convertirse en una súper estrella del espectáculo, en una especie de rockstar de la literatura mexicana.

Y ahora ya se murió, descanse en paz. Los que sigan leyéndolo hallarán en sus libros la felicidad y la gracia de la buena escritura, la continuación de una tradición cultivada con sabiduría y esmero, la tradición llamada literatura en idioma español.

Junio 2010

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