Los comunistas
regresamos
Por Jesús Chávez
Marín
Estoy seguro que soy
comunista desde niño. Vivía yo en la colonia Rosario, que en aquel tiempo fue
un caserío recién fundado por varios rancheros de origen humilde que llegaron
de Mápula, de El Charco, Santa Isabel, Santa Eulalia y de otros pueblos
cercanos a la ciudad, atraídos por la actividad económica de la estación del
ferrocarril Chihuahua al Pacífico.
Frente a mi casa
pasaba todos los días a las seis de la tarde el tren pasajero, los viajeros
saludaban alegres o tristes desde algunas ventanillas de los vagones. La
locomotora del tren era todavía de aquellas negras de vapor que en breves años
fueron desplazadas por las máquinas diesel de la modernidad, pintadas de
naranja y con logotipos estridentes.
Nuestras madres le
tenían terror a la palabra comunismo, porque la leyenda negra de la propaganda
norteamericana les metió en la cabeza que en Rusia a todos los niños se los
robaba el gobierno desde que eran bebés, para meterlos de obreros encadenados a
las factorías, de soldados para la guerra mundial o para encerrarlos en la
nevada Siberia si se portaban mal. Sin embargo ellas nos enseñaron su generoso
comunismo cuando enfrentaban a la miseria económica que les tocó vivir y
ejercían, con toda naturalidad, la caridad cristiana de darle de comer a todos
los niños que llegaran a su mesa, fueran o no hijos suyos o sobrinos, o
compañeros del kinder, o niñas tarahumaras que bajaban del cerro.
Era común en aquel
tiempo que algunos muchachitos abandonados por sus padres se quedaran a vivir
para siempre en casa de los vecinos. Mi madre, Carmen Marín, le dio crianza,
comida y sustento a un vecino nuestro cuya madre trabajaba todo el día y a
veces toda la noche en no sé qué vagos asuntos que la mantenían ocupada
continuamente.
Las bases del
comunismo son tres: 1. la eliminación de la propiedad privada de los medios de
producción y la distribución colectiva de las riquezas; 2. el cumplimiento
digno de las necesidades de todos los ciudadanos de cualquier edad y condición
y 3. el respeto a la libertad individual de toda persona, de su expresión y sus
ideas. En la colonia Rosario de los años cincuenta se cumplían las tres
realidades, era un territorio natural de comunistas.
Los patios de todas
las casas eran colectivos para todos los niños y todas las mujeres. No había
bardas ni alambres que parcelaran la tierra. Las casas eran de adobe y de pocos
cuartos. Los señores se emborrachaban en la esquina las tardes de todos los
viernes y entre semana acarreaban leña y sandías del tren para quienes las
necesitaran. En la vecindad de los Rodríguez había baile todos los sábados con
música viva y nadie cobraba el boleto de entrada a ninguna señorita ni a ningún
señor del barrio. Nunca se supo quién traía la cerveza o el sotol pero siempre
hubo para todos. En esas fiestas las galanas a veces se robaban al novio y
ponían juntos su propia casa, vivían el amor libre y hasta muchos años después
se casaban por lo civil y por la iglesia cuando ya tenían varios hijos y
querían inscribirlos en la escuela.
Poner casa era
sencillo, los terrenos fueron baratos y el joven esposo construía habitaciones
con adobes que él mismo forjaba con tierra y cariño. No faltó quien le prestara
la adobera o le ayudara con madera para las ventanas, vigas y tableta para los
techos.
Los juguetes eran
también propiedad colectiva. En navidad, el Niño Dios los traía nuevecitos y
durante el año los niños más aventureros iban sin permiso hasta los basuderones
a buscar juguetes preciosos ente la basura de toda la ciudad. Los tiraderos municipales
de limpia quedaban abajo del Cerro Grande y era emocionante hallarse aquéllas
fábulas de fierro y madera pintada: carritos, soldados, pistolas y platillos
voladores.
Todos éramos pobres
aunque no lo sabíamos, éramos proletarios. Nuestros padres no nos enseñaron a
usar los siguientes verbos: comprar, ahorrar, invertir, explotar. Ni los
siguientes sustantivos: tasa de interés, financiamiento, casa de bolsa,
maquiladora. Por origen la clase social nuestros padres fueron humildes,
honrados y solidarios; las mujeres, maternalistas y laboriosas; los niños
andábamos descalzos la mayor parte de las horas, a veces con pantalones
remendados, pero conocimos la libertad y nunca nos faltaba qué comer. La vida
era sencilla y no había televisión que nos vendiera rubias ni brandy viejo
vergel.
Mas tarde encontré en
libros algunas historias e ideas que sustentaban filosóficamente aquella vida
feliz que hoy pareciera tener tanto sabor de utopía. La verdadera patria del
hombre es la infancia y lo demás es memoria.
Aquéllos eran libros
bien escritos. En muchos pasajes ponían en claro mi comunismo intuitivo y
lírico. Me fueron útiles, hallá palabras que organizaron mi pensamiento
político: primero que nada, leí los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan
donde se relata la vida singular del maestro Jesús de Nazareth. Su acción y sus
discursos fueron una lección de amor y socialismo que agradeceré toda mi vida.
Luego leí los poemas
de Pablo Neruda, que han sido para mí fuente de sabiduría y sensualidad muy
útiles para aprender a vivir. Mi amigo Rogelio Treviño dice que la vida no es
para principiantes, estoy de acuerdo: hay que leer mucho para hallarle los
hilos al viento vigoroso del tiempo.
Claro que también
veía las divertidas historietas de Rius para principiantes en cuyos monitos
había información elemental de naturismo, economía y política.
Cuando estudié en la
escuela de filosofía y letras mis amigos mejores fueron tres talentosos
marxistas. Ellos sí habían leído textos clásicos y científicos que eran las
bases filosóficas de su ideología izquierdista. Yo había vivido antes en el
seminario conciliar y me tocaron por suerte los tiempos del concilio vaticano
segundo, cuando el colosal barco de la iglesia católica había virado
notablemente hacia la izquierda sociopolítica. En esos años había muchos curas
comunistas en Francia, en España y en todo Latinoamérica.
También había monjas
socialistas que trabajaban en comunidades de obreros y de indígenas, se inició
la praxis pastoral de la teología de la liberación aquí en Chihuahua.
Yo leía mucho a un
novelista español, José Luis Martín Vigil, sacerdote jesuita, en cuyas
historias de ficción se recreaba el espíritu de aquélla época.
Cuando en 1989
tiraron el famoso muro de Berlín y la URSS comenzó a desintegrarse en muchas
revoltosas naciones, algunas de las cuales siguen siendo socialistas y otras
entraron tambaleándose al mercado libre, la propaganda industrial anunció en
todas las pantallas y satélites que el sueño (comunista) había terminado.
Ahora todos seríamos
posmodernos: sin ideología, sin destino manifiesto, sin ficciones colectivas,
cada quien se rascaría con sus propias uñas. Empezaríamos a desmantelar todas
las burocracias del mundo a favor del gran capital e invertiríamos nuestra
quincena en Cetes. Seguiríamos habiendo pobres para el trabajo en las
macroindustrias y también habría espíritus emprendedores que cada minuto serían
más eficientes para explotar el trabajo ajeno con el objetivo único de reunir
fortunas fabulosas en unas cuantas cuentas bancarias. El mundo no cambia,
olvídenlo, no hay nada nuevo bajo el sol, ricos y pobres habrá siempre porque
así será el destino de nuestra condenada estirpe.
Los comunistas
profesionales parecían tristes. Luego le apostaron a la opción electoral que
antes habían desdeñado, lo cual está muy bien. Rediseñaron el programa de sus
vidas tomando bases del socialismo europeo. Los economistas del neopositivismo
festejaron el capitalismo liberal y salvaje que siempre soñaron y se volvieron
políticamente muy agresivos. Los economistas quisieron convertir al mundo en un
supermercado, que nuestra condición humana quedase reducida a la condición de
consumidores y operarios de maquiladoras. Quisieron expulsar del mercado, su
mundo, a los poetas, a los idealistas y a nosotros los políticos de izquierda.
Pero no pudieron: aquí estamos.
Los comunistas
regresamos a cada minuto. Somos los indios de Chiapas, regresamos. En la
inteligencia clara de Jaime García Chávez los comunistas regresamos. En la
solidaridad cotidiana y gestora de Antonio Becerra; en los poemas eróticos de
Rubén Mejía y en las crónicas anarquistas de Raúl Sánchez Trillo regresamos. En
el corazón organizado de las poetas feministas y en la espiritualidad profunda
de Camilo Daniel; en la resistencia católica del periodista Julio Scherer, con
los reporteros de La Jornada regresamos. En la barba de Octavio Paz y en los
poemas amorosos que leemos de Enrique Servín; en las novelas de Gabriel García
Márquez y en las canciones de Juan Luis Guerra regresamos. En el rocanrol de
John Lennon y en el de Alejandra Guzmán los comunistas siempre regresamos.
Nos gusta trabajar
para la libertad, para la felicidad de todos los hombres y de todas las mujeres
del mundo. Para cumplir el alto destino del amor. Para cumplir la profecía que
Jesús de Nazareth anunció para todos los seres humanos: el amor, la libertad,
la salvación.
Abril 1994
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