viernes, 17 de agosto de 2012

utopía


Los comunistas regresamos
Por Jesús Chávez Marín

Estoy seguro que soy comunista desde niño. Vivía yo en la colonia Rosario, que en aquel tiempo fue un caserío recién fundado por varios rancheros de origen humilde que llegaron de Mápula, de El Charco, Santa Isabel, Santa Eulalia y de otros pueblos cercanos a la ciudad, atraídos por la actividad económica de la estación del ferrocarril Chihuahua al Pacífico.
Frente a mi casa pasaba todos los días a las seis de la tarde el tren pasajero, los viajeros saludaban alegres o tristes desde algunas ventanillas de los vagones. La locomotora del tren era todavía de aquellas negras de vapor que en breves años fueron desplazadas por las máquinas diesel de la modernidad, pintadas de naranja y con logotipos estridentes.
Nuestras madres le tenían terror a la palabra comunismo, porque la leyenda negra de la propaganda norteamericana les metió en la cabeza que en Rusia a todos los niños se los robaba el gobierno desde que eran bebés, para meterlos de obreros encadenados a las factorías, de soldados para la guerra mundial o para encerrarlos en la nevada Siberia si se portaban mal. Sin embargo ellas nos enseñaron su generoso comunismo cuando enfrentaban a la miseria económica que les tocó vivir y ejercían, con toda naturalidad, la caridad cristiana de darle de comer a todos los niños que llegaran a su mesa, fueran o no hijos suyos o sobrinos, o compañeros del kinder, o niñas tarahumaras que bajaban del cerro.
Era común en aquel tiempo que algunos muchachitos abandonados por sus padres se quedaran a vivir para siempre en casa de los vecinos. Mi madre, Carmen Marín, le dio crianza, comida y sustento a un vecino nuestro cuya madre trabajaba todo el día y a veces toda la noche en no sé qué vagos asuntos que la mantenían ocupada continuamente.
Las bases del comunismo son tres: 1. la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción y la distribución colectiva de las riquezas; 2. el cumplimiento digno de las necesidades de todos los ciudadanos de cualquier edad y condición y 3. el respeto a la libertad individual de toda persona, de su expresión y sus ideas. En la colonia Rosario de los años cincuenta se cumplían las tres realidades, era un territorio natural de comunistas.
Los patios de todas las casas eran colectivos para todos los niños y todas las mujeres. No había bardas ni alambres que parcelaran la tierra. Las casas eran de adobe y de pocos cuartos. Los señores se emborrachaban en la esquina las tardes de todos los viernes y entre semana acarreaban leña y sandías del tren para quienes las necesitaran. En la vecindad de los Rodríguez había baile todos los sábados con música viva y nadie cobraba el boleto de entrada a ninguna señorita ni a ningún señor del barrio. Nunca se supo quién traía la cerveza o el sotol pero siempre hubo para todos. En esas fiestas las galanas a veces se robaban al novio y ponían juntos su propia casa, vivían el amor libre y hasta muchos años después se casaban por lo civil y por la iglesia cuando ya tenían varios hijos y querían inscribirlos en la escuela.
Poner casa era sencillo, los terrenos fueron baratos y el joven esposo construía habitaciones con adobes que él mismo forjaba con tierra y cariño. No faltó quien le prestara la adobera o le ayudara con madera para las ventanas, vigas y tableta para los techos.
Los juguetes eran también propiedad colectiva. En navidad, el Niño Dios los traía nuevecitos y durante el año los niños más aventureros iban sin permiso hasta los basuderones a buscar juguetes preciosos ente la basura de toda la ciudad. Los tiraderos municipales de limpia quedaban abajo del Cerro Grande y era emocionante hallarse aquéllas fábulas de fierro y madera pintada: carritos, soldados, pistolas y platillos voladores.
Todos éramos pobres aunque no lo sabíamos, éramos proletarios. Nuestros padres no nos enseñaron a usar los siguientes verbos: comprar, ahorrar, invertir, explotar. Ni los siguientes sustantivos: tasa de interés, financiamiento, casa de bolsa, maquiladora. Por origen la clase social nuestros padres fueron humildes, honrados y solidarios; las mujeres, maternalistas y laboriosas; los niños andábamos descalzos la mayor parte de las horas, a veces con pantalones remendados, pero conocimos la libertad y nunca nos faltaba qué comer. La vida era sencilla y no había televisión que nos vendiera rubias ni brandy viejo vergel.
Mas tarde encontré en libros algunas historias e ideas que sustentaban filosóficamente aquella vida feliz que hoy pareciera tener tanto sabor de utopía. La verdadera patria del hombre es la infancia y lo demás es memoria.
Aquéllos eran libros bien escritos. En muchos pasajes ponían en claro mi comunismo intuitivo y lírico. Me fueron útiles, hallá palabras que organizaron mi pensamiento político: primero que nada, leí los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan donde se relata la vida singular del maestro Jesús de Nazareth. Su acción y sus discursos fueron una lección de amor y socialismo que agradeceré toda mi vida.
Luego leí los poemas de Pablo Neruda, que han sido para mí fuente de sabiduría y sensualidad muy útiles para aprender a vivir. Mi amigo Rogelio Treviño dice que la vida no es para principiantes, estoy de acuerdo: hay que leer mucho para hallarle los hilos al viento vigoroso del tiempo.
Claro que también veía las divertidas historietas de Rius para principiantes en cuyos monitos había información elemental de naturismo, economía y política.
Cuando estudié en la escuela de filosofía y letras mis amigos mejores fueron tres talentosos marxistas. Ellos sí habían leído textos clásicos y científicos que eran las bases filosóficas de su ideología izquierdista. Yo había vivido antes en el seminario conciliar y me tocaron por suerte los tiempos del concilio vaticano segundo, cuando el colosal barco de la iglesia católica había virado notablemente hacia la izquierda sociopolítica. En esos años había muchos curas comunistas en Francia, en España y en todo Latinoamérica.
También había monjas socialistas que trabajaban en comunidades de obreros y de indígenas, se inició la praxis pastoral de la teología de la liberación aquí en Chihuahua.
Yo leía mucho a un novelista español, José Luis Martín Vigil, sacerdote jesuita, en cuyas historias de ficción se recreaba el espíritu de aquélla época.
Cuando en 1989 tiraron el famoso muro de Berlín y la URSS comenzó a desintegrarse en muchas revoltosas naciones, algunas de las cuales siguen siendo socialistas y otras entraron tambaleándose al mercado libre, la propaganda industrial anunció en todas las pantallas y satélites que el sueño (comunista) había terminado.
Ahora todos seríamos posmodernos: sin ideología, sin destino manifiesto, sin ficciones colectivas, cada quien se rascaría con sus propias uñas. Empezaríamos a desmantelar todas las burocracias del mundo a favor del gran capital e invertiríamos nuestra quincena en Cetes. Seguiríamos habiendo pobres para el trabajo en las macroindustrias y también habría espíritus emprendedores que cada minuto serían más eficientes para explotar el trabajo ajeno con el objetivo único de reunir fortunas fabulosas en unas cuantas cuentas bancarias. El mundo no cambia, olvídenlo, no hay nada nuevo bajo el sol, ricos y pobres habrá siempre porque así será el destino de nuestra condenada estirpe.
Los comunistas profesionales parecían tristes. Luego le apostaron a la opción electoral que antes habían desdeñado, lo cual está muy bien. Rediseñaron el programa de sus vidas tomando bases del socialismo europeo. Los economistas del neopositivismo festejaron el capitalismo liberal y salvaje que siempre soñaron y se volvieron políticamente muy agresivos. Los economistas quisieron convertir al mundo en un supermercado, que nuestra condición humana quedase reducida a la condición de consumidores y operarios de maquiladoras. Quisieron expulsar del mercado, su mundo, a los poetas, a los idealistas y a nosotros los políticos de izquierda. Pero no pudieron: aquí estamos.
Los comunistas regresamos a cada minuto. Somos los indios de Chiapas, regresamos. En la inteligencia clara de Jaime García Chávez los comunistas regresamos. En la solidaridad cotidiana y gestora de Antonio Becerra; en los poemas eróticos de Rubén Mejía y en las crónicas anarquistas de Raúl Sánchez Trillo regresamos. En el corazón organizado de las poetas feministas y en la espiritualidad profunda de Camilo Daniel; en la resistencia católica del periodista Julio Scherer, con los reporteros de La Jornada regresamos. En la barba de Octavio Paz y en los poemas amorosos que leemos de Enrique Servín; en las novelas de Gabriel García Márquez y en las canciones de Juan Luis Guerra regresamos. En el rocanrol de John Lennon y en el de Alejandra Guzmán los comunistas siempre regresamos.
Nos gusta trabajar para la libertad, para la felicidad de todos los hombres y de todas las mujeres del mundo. Para cumplir el alto destino del amor. Para cumplir la profecía que Jesús de Nazareth anunció para todos los seres humanos: el amor, la libertad, la salvación.
Abril 1994

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