Por
Jesús Chávez Marín
Ellos
flotan en las librerías, revisan palmo a palmo títulos, nombres de autores,
precios. No tienen dinero para comprar novedades editoriales, se conforman
por lo pronto con un volumen de “Sepan cuántos” o algún libro viejo en oferta.
Desprecian a quienes compran novelas de Irving Wallace, ya no se diga Og Mandino. Sienten lástima por los gustadores de Gibrán, Lobsan y Castaneda. Llegan con Saúl Guerrero y sacan fiados los volúmenes de Alianza y Seix-Barral: el derroche total. Poco a poco llenan sus casas de libros, puros “buenos” libros.
Al atardecer asisten a conferencias, recitales, exposiciones de fotos y pinturas, platícame un cuadro, ciclos enteros de películas “de arte”.
Van a funciones teatrales vestidos de mezclilla y desdeñan profundamente a los caballeros elegantes de ocasión, a las damas que se cuelgan las joyas de la familia y se enfundan en pieles para ir al teatro; se burlan por los aplausos fuera de tiempo: qué público tan ignorante, caray, muy emperifollados pero muy “incultos”, educados por televisa en comedias gringas dobladas al español donde saludan con aplausos a la estrella principal cuando sale a escena, quien interrumpe la secuencia para agradecer con una sonriente inclinación el homenaje “espontáneo” del disco de los aplausos grabados. Ellos no. Ellos saben el momento exacto del aplauso, no hacen el ridículo; critican, se sienten defraudados por la obra, escépticos bostezan.
Toman un café en la fonda de cero estrellas, platican con sus semejantes mientras fuman perfumados cigarros, ahora ya tan caros, hablan mal de medio mundo, discuten de literatura, filosofía, política y demás cosas trascendentes. Se quejan de la incultura ambiental que los tiene arrinconados en aulas soportando alumnos burlones, en oficinas sobrellevando jefes oligofrénicos, en bibliotecas lidiando lectores necios.
Cierto día escriben algún poema, algún cuento, publican uno que otro artículo en el periódico, participan en concursos literarios (a veces como jurados). Leen a su novia un poema de regalo del que después habrán de avergonzarse; empiezan a escribir una novela y leen fragmentos a todos los amigos que, desde entonces, dejarán de visitarlos. Reúnen un volumen de sus textos y gastan los ahorros en una edición privada de quinientos ejemplares que ocuparán un gran espacio en el cuarto de los tiliches. Se quejan de supuestas “mafias” capitalinas que controlan los espacios editoriales y no toman en cuenta ni tomarán jamás a los valores de “tierra adentro”.
Si los viéramos solamente a ellos, parecería que en Chihuahua cualquier persona que tenga interés por la literatura, el arte, la filosofía, está condenada a la frustración. La melancolía andando. Flotan los ángeles grises en espera de un milagro, la fama que ha de venir, el premio, la medalla, la gloria.
Mientras, llegan con humildad a las salas de redacción de los periódicos locales y dejan allí sus queridos textos, a ver si un día cualquiera les hacen el favor de publicarlos. Cuando en cualquier página se abre un hueco por la cancelación a última hora de algún anuncio de publicidad, el apresurado jefe de redacción mete de emergencia aquel olvidado poema, o cuento, o reseña. Al día siguiente habrá un autor feliz que recortará cuidadosamente el pedacito de papel periódico que contiene su obra. Mi obra.
Desprecian a quienes compran novelas de Irving Wallace, ya no se diga Og Mandino. Sienten lástima por los gustadores de Gibrán, Lobsan y Castaneda. Llegan con Saúl Guerrero y sacan fiados los volúmenes de Alianza y Seix-Barral: el derroche total. Poco a poco llenan sus casas de libros, puros “buenos” libros.
Al atardecer asisten a conferencias, recitales, exposiciones de fotos y pinturas, platícame un cuadro, ciclos enteros de películas “de arte”.
Van a funciones teatrales vestidos de mezclilla y desdeñan profundamente a los caballeros elegantes de ocasión, a las damas que se cuelgan las joyas de la familia y se enfundan en pieles para ir al teatro; se burlan por los aplausos fuera de tiempo: qué público tan ignorante, caray, muy emperifollados pero muy “incultos”, educados por televisa en comedias gringas dobladas al español donde saludan con aplausos a la estrella principal cuando sale a escena, quien interrumpe la secuencia para agradecer con una sonriente inclinación el homenaje “espontáneo” del disco de los aplausos grabados. Ellos no. Ellos saben el momento exacto del aplauso, no hacen el ridículo; critican, se sienten defraudados por la obra, escépticos bostezan.
Toman un café en la fonda de cero estrellas, platican con sus semejantes mientras fuman perfumados cigarros, ahora ya tan caros, hablan mal de medio mundo, discuten de literatura, filosofía, política y demás cosas trascendentes. Se quejan de la incultura ambiental que los tiene arrinconados en aulas soportando alumnos burlones, en oficinas sobrellevando jefes oligofrénicos, en bibliotecas lidiando lectores necios.
Cierto día escriben algún poema, algún cuento, publican uno que otro artículo en el periódico, participan en concursos literarios (a veces como jurados). Leen a su novia un poema de regalo del que después habrán de avergonzarse; empiezan a escribir una novela y leen fragmentos a todos los amigos que, desde entonces, dejarán de visitarlos. Reúnen un volumen de sus textos y gastan los ahorros en una edición privada de quinientos ejemplares que ocuparán un gran espacio en el cuarto de los tiliches. Se quejan de supuestas “mafias” capitalinas que controlan los espacios editoriales y no toman en cuenta ni tomarán jamás a los valores de “tierra adentro”.
Si los viéramos solamente a ellos, parecería que en Chihuahua cualquier persona que tenga interés por la literatura, el arte, la filosofía, está condenada a la frustración. La melancolía andando. Flotan los ángeles grises en espera de un milagro, la fama que ha de venir, el premio, la medalla, la gloria.
Mientras, llegan con humildad a las salas de redacción de los periódicos locales y dejan allí sus queridos textos, a ver si un día cualquiera les hacen el favor de publicarlos. Cuando en cualquier página se abre un hueco por la cancelación a última hora de algún anuncio de publicidad, el apresurado jefe de redacción mete de emergencia aquel olvidado poema, o cuento, o reseña. Al día siguiente habrá un autor feliz que recortará cuidadosamente el pedacito de papel periódico que contiene su obra. Mi obra.
Junio
1982
No hay comentarios:
Publicar un comentario