XII. La zorra y las uvas
Por Jesús Chávez Marín
La verdad resulta fastidioso que todo tenga que empezar desde los
griegos. Cuántos antecedentes históricos tuvimos que soportar desde la primaria
hasta nuestros días en casi todas las materias y sistemas. Y todo empezaba con
los putos griegos. Y ahora nos traen un fabulista enamorado que prefiere morir por
la libertad antes de seguir trabajando en una maquiladora fabulera al servicio de
los que tienen el sartén por el mango.
Resulta difícil convertir esta serie de lugares comunes en un buen
espectáculo: es el reto que se propuso el grupo Aleph al presentar su puesta en
escena de La zorra y las uvas, del
brasileiro Gullelme Figueiredo. Un reto bastante inútil y muerto al llegar.
Sale una dama muy bien vestida, Cleia (Sonia Alanís) cuyo vestuario le
ha de haber costado una lana al productor y luce mucho. Ella es el centro de un
triángulo amoroso entre su regordete marido Xantos (Jesús Hernández), un
borrachín simpático y millonario, y el esclavo de éste, Esopo (Humberto
Salcedo) fabulista bastante mamón que se siente soñado y superfiloso con su
camiseta de ixtle, su gesto hierático y sus cuentitos de animales con profundas
verdades, que habrán de grabarse a sangre y fuego en los aburridos libros de
texto de primaria.
También sale una sirvienta coquetona llamada Melita (Olivia Solis) que
quiere bajarle el marido a la señora y cuando el regordete sofista a la manda a
volar, se conforma con agasajarse a un etíope (Roberto Jurado) que pesa150
kilos y, él sí, resulta espectacular presencia escénica gracias a las buenas
artes del maquillaje y a que tiene en la cintura una llanta de grasa mara
diablo.
Por último, sale también un soldado griego, Agnostos (Francisco Reyes)
que parece romano con su casco de cartón y su musculatura fisicoculturista. Es
tan rígido y tan cara dura que parece Arnold Schwarzenegger en el papel de
filósofo estoico chambeando de guarura.
En fin. Estos teatristas de Juárez vienen a descubrir el hilo negro del
teatro y empiezan apostando por textos teatrales de la pelea pasada, llenos de
rollos muy acá, se autoapantallan con frases fatales y profundas: “prefiero
morir en libertad que morir encadenado.” Y entonces una bola de gente
–representada en escena por un griterío de grabadora bastante chafa– atrapa a
Esopo y le pone una santa madriza que muy bien se la merecía, en primer lugar
por habernos ofrecido un espectáculo tan aburrido y acartonado. En segundo, por
haberse negado a seguirle contando cuentitos a su amo, Xantos, que es el único
personaje divertido y original.
No se vale ya revivir este tipo de melodramas atenidos al chantaje
sentimental del tema falsamente libertario. No se vale tirar en escena esos
rollotes tan largos y morrocotudos. No se valen esas escenografías de cartón y
esos vestuarios de época que lucen de pastelazo. El director de La zorra y las uvas, Ernesto Ochoa,
tiene que ponerse a leer teatro nuevo, teatro mexicano, teatro vigente. No
acudir facilonamente a obras que ya cumplieron su ciclo desde 1948: nacieron, crecieron,
se reprodujeron y murieron.
Agosto 1991
XI. Boletín
3 de agosto. Ahora resulta que el prepotente INBA pretende desconocer
las tres obras que eligió el jurado local para que unade ellas represente a
Chihuahua en la Muestra Nacional de Teatro 1991. Algunas burócratas de aquí se
quieren hacer cómplices de aquella disposición autoritaria y pendeja.
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