Qué grande es Dostoievski
(Crimen y
castigo, Libro III, Capítulo 4)
Por Giorgio Germont
Qué dilema moral más infame el de Rodia Raskolnikov cuando
recibe a su madre y a su hermana en su humilde cuartucho. Su mente vuela constantemente
a los hechos que le roban la tranquilidad, el doble asesinato del que es
culpable. Su mente está tan desquiciada que se atreve uno
a preguntar si no es acaso cierto que ya era presa de la enfermedad mental
cuando las mató a la usurera y a su sobrina.
Pero ahora debe olvidar todo eso y recibir a su pobre madre
y a su hermana, quienes están en la desgracia y las reprende por tratar de
resolverlo todo con un matrimonio por conveniencia. Se acusa interiormente de
hipocresía al criticarlas a sabiendas que él no tiene derecho a criticar a
nadie.
Y luego aparece un ángel que viene a agradecerle su
increíble generosidad al haber regalado su último centavo, el día anterior, a
la viuda Marmeladov para que pudiera sepultar a su marido. Ese ángel no es otro
que la misma Sonia, la joven perdida que mantiene a sus hermanitos trabajando
en la calle de mujer de la vida galante.
Al verla entrar a su cuarto, el asesino siente que Dios
le ha mandado un mensaje de perdón, perdón a su hermana, perdón al prójimo y
perdón a sí mismo. Perdón dentro de su sincero y obsesionante arrepentimiento.
La obsesión que le llena de una imperiosa necesidad de confesar su crimen.
Y es ella, Sonia, la damita licenciosa, la que al
final lo salva para siempre.
Lo salva después de que él le pide a ella un pasaje de
la biblia. Y lo leen juntos ahí en ese cuartucho donde ella "se gana la
vida". Los dos toman asiento para oír la palabra de Dios, y se escucha el
comentario editorial tan agudo:
"Vea usted nada más, querido lector, que ironía:
el asesino y la prostituta tomados de la mano, leyendo la biblia..."
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