El parque
Por Rafael Cárdenas Aldrete
y Jesús Chávez Marín
El día de su muerte, Avelino salió temprano de su casa, como siempre.
Hizo a pie su recorrido por las calles del Centro, desde su pequeña casa donde
vivía solo desde hacía quince años. Alguno de sus dos hijos le llamaba a veces
a esa hora para saber cómo estaba, o simplemente para el ritual de los buenos
días, por eso cargaba siempre su teléfono celular en una bolsa del saco.
Todavía hace algunos años escribía muchos mensajes, pero ya no, la vista no lo
ayudaba; tampoco las palabras, pues se le habían ido haciendo secas y escasas.
Desayunó con calma en una de las fondas que frecuentaba, allí mismo estaba El
Heraldo y le dio su buena repasada, revolviendo las hojas. Su vida era
apacible, sin sobresaltos ni esperanzas, cumpliendo sin aspavientos la condena
de su soledad, a la que aún le costaba resignarse.
Dos horas después, fue a sentarse en la misma banca de siempre, en la
plaza frente a la Catedral. Los que pasan de prisa nunca se fijan en un viejo
que permanece inmóvil mientras el tiempo exige el ritmo de todos; quienes
trabajan en las inmediaciones del lugar apenas si lo intuyen como parte del
paisaje: otro árbol viejo cuyas hojas secas se desprenden como pensamientos
estacionales.
Avelino ese día, sin habérselo propuesto, sin moverse, empezó a darle vuelo a los recuerdos. Después de una dicha efímera se le cruzó una angustia de olvido, un alud de soledad, una punzada insufrible de pasado no resuelto, un dolor hueco de ramas crujiendo en su pecho y también un temor puntiagudo que lo doblega poco a poco, hasta paralizarlo por la tensión de morir como un viejo elefante en una pradera ajena, en un parque público del Centro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario