Por Jesús Chávez
Marín
Estábamos mi
colega Graciela y yo en el bar El Coliseo y me dijo: Cuéntame algo. Le platiqué
entonces esta historia: Cuando cumplió 32, a Esteban le tocó en la lotería
bioquímica que se le desarrollara una alteración de ánimo que lo subía y lo
bajaba en la esfera de las emociones. Para su buena fortuna, en su época la
ciencia médica ya tenía muy bien tipificado ese mal, que durante siglos había
hundido en el limbo, y a veces en el infierno, a una legión desdichada.
Un médico de
práctica sabiduría le recetó la dosis exacta del medicamento con el que Esteban
pudiera vivir sin problemas en la dimensión civil, como cualquier persona sana,
y así pasaron cinco años sin alteraciones en la convivencia, el amor y el
trabajo. Estabilidad divino tesoro.
Pero un mal día
que Esteban amaneció vigoroso y alegre, tuvo una infeliz ocurrencia: dejar las
pastillas. Total, pensaba, soy dueño de mi cuerpo y a pura fuerza de voluntad
controlaré actos y pensamientos, no necesito guajes para nadar.
Todavía pasaron
tres meses en los que el tipo siguió viviendo tranquilo, pero al cuarto mes su
conducta empezó a cambiar con los antiguos altibajos: de la euforia narcisista
a la tóxica melancolía. Él no se daba cuenta de esos cambios que todos los
demás notaban de inmediato, seguía muy quitado de la pena creyendo que andaba
todavía en la dimensión civil de la convivencia humana. Pero ya flotaba en la
dimensión salvaje, la dimensión desconocida.
A los seis meses
de aquella irresponsable reincidencia, Esteban era otro: en los hechos y en la
intimidad de su conciencia. Amigos y vecinos lo veían como a un fantasma.
Quienes lo amaban, trataron inútilmente de sobrellevarlo como a un muerto que
camina. Quienes lo odiaban, lo miraban como a un monstruo.
Graciela se quedó
pensativa. Luego me dijo: Ay no, tu relato falla en una cosa. Yo creo que
quienes lo amaban no lo veían como eso que dices, sino como a un hombre que
necesita amor y cuidados.
Claro que no, le
contradije: ellos saben esto: lo que sigue es la llegada de uno de estos tres
automóviles: la patrulla, la ambulancia o la carroza.
Piénsalo bien,
Graciela: cuando te enfermas, tu familia, tus amores, te cuidan un tiempo, pero
el único que debe procurar el remedio para ese tipo de males es el
protagonista, nadie más puede. Luego de unos meses, y por razones más que
comprensibles, los que te aman se van pasando al grupo de los que te odian;
nadie aguanta la irritación espantosa que causa la convivencia con un sujeto de
conducta alterada, eso sería inhumano para ellos mismos y para el mismo
enfermo, porque consecuentándolo solo consigues la autocomplacencia.
Todavía quiso
Graciela agregar algunos ejemplos de abnegación y cariño sin límites de alguna
gente que ella hubiera conocido, pero poco a poco me fue dando la razón.
Entonces pedimos
las siguientes Modelo Especial y cambiamos de tema, para platicar de cosas
menos funestas.
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