Por Jesús Chávez Marín
Después de los 25 a casi todas las mujeres y a casi todos los hombres les preocupa cumplir años. Hay un millón de historias y lugares comunes que documentan la angustia discreta o escandalosa de ir envejeciendo atentos al calendario. Esta sensación se vuelve casi dolorosa cuando el cumpleaños nos toca en periodos de fracaso o de soledad.
Nos perturba especialmente acercarnos a la década. Al cumplir 30 sabemos que formalmente se acaba la (supuestamente dulce) etapa conocida como La Juventud. “Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver. Cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer”. Concluye para todos la etapa formativa y de allí pa delante chango viejo no aprende maroma nueva. Antes de los 30 todo nos es perdonado: que imitemos a Gabriel García Márquez quien a su vez le copió a Rulfo y a Faulkner; que hagamos el ridículo ante los micrófonos del bar; que nos vistamos como Jim Morrison, que publiquemos poemas muy sentidos, que nos sintamos Kalimán tiernos con los niños galantes con las mujeres implacables con los malvados.
Antes de los 30 todos estamos (somos) buenos, la belleza nos procura ser perdonados de inmediato por cualquier desfiguro.
Pero al día siguente todo mundo ya te empieza a exigir una actitud profesional. Tienes que quitarte los collares de artesanía mexicana que has usado desde tu (ya lejana) adolescencia, las pulseras que te regalaron tu novia o tu novio en un arrebato de sinceridad en aquellos altos momentos de dulzura insoportable. Quemarás los diarios tan queridos donde escribiste relatos apasionantes de autocomplacencia, ante el temor de que algún impertinente pudiera burlarse de tus secretos más reveladores.
Desde ahora habrás de llegar puntual a tus citas amorosas o de negocios porque el peligro de quedarte desamparado y sin empleo ya andará al filo de la guillotina existencial. Ahora tú eres el adulto, la adulta, la señora, el maistro, que andará reborujado en una serie de hilos terribles, los intereses creados. Compraste una casa en abonos y le debes al banco dólares de sangre; te inscribiste en el Prd y tienes reuniones cada semana, aburridísimas. Si ya tuviste la bendición de tener hijos habrás de educarlos y ponerles buen ejemplo, no puedes andar desnudo en la propia casa porque una vergüenza de lo más pendeja ya te expulsó del Paraíso. Te sorprendes a ti mismo inventando fraudes y celadas contra tus adversarios profesionales y sientes adolorida tu alma de adulto fresco.
Diez años después ya nada es igual. Al cumplir los 40 ya uno está acostumbrado a navegar en medio de tormentas.
Ya para entonces las mujeres y los hombres encontraron o inventaron lugares de refugio. Uno de esos territorios es la memoria.
En el registro fabuloso de la memoria hallamos un mar de historias que ya vivimos o que soñamos. Allí viven nuestros amigos, nuestros amores. Los que ya se fueron. Los que aún viven. Los que andan cerca y de vez en cuando llegan cuando les da la gana a nuestro corazón como a su casa.
Aquí les quiero contar lo que le sucedió a un hombre sencillo del campo llamado Esteban Medina, cuyo signo solar era el de Géminis. Era un tipo superficial aunque entusiasta y sincero, encantador cuando le daba gana y demasiado irritable en otros días cuando se pasaba de la raya sin soltarle el micrófono a casi nadie, abusando de su natural capacidad de verbalización.
No creía demasiado en las divertidas historias del Zodiaco, pero siempre le echaba un ojo a su horóscopo del día. Sobre todo desde que a los 22 años se consiguió una bellísima novia quinceañera llamada Luz. Aquella mujer también era Géminis y ambos se la pasaban tan divertidos que duraron cuatro años juntos, durante los cuales hubo siete propuestas de matrimonio a las que respectivamente al que le tocaba escucharla se hacía el disimulado o la disimulada, según fuera el caso. A veces ella decía:
—Casémonos pues, si tanto insistes.
Y el otro hacía como que la Vigen le habla.
A veces él llegaba con con las botellas y con serenata a la casa de Luz para pedir su mano a los padres y a los hermanos de la linda mujer. En esas madrugadas, y como siempre lo hicieron con fineza, la familia de la doncella se portaba con cariño y cortesía, lo invitaban a pasear adentro con todo y mariachis, les daban café negro y jugo de zanahorias media hora y los despedían amablemente cuando el sol clareaba.
Un día Esteban usó todo el dinero que había reunido y compró un anillo de compromiso para su amada. Se lo regaló en mayo, para su cumpleaños, y también pretendió regalarse a sí mismo como ofrenda nupcial. Lucita se lo puso en uno de sus delicados dedos, en la mano izquierda, y siguió platicando tan campante y tan encantadora como siempre, cambiando de tema con toda precaución.
Así era esto: superficial y divertido, el pacto amoroso libre de las acechanzas del polvo de lo cotidiano y de los determinismos de la perpetuidad. Vida amorosa y profunda en otros días cuando la sensualidad alcanzaba los altos vuelos de la expresión más humana y natural. El juego era fascinante con la participación de las personalidades múltiples de dos Géminis absolutamente compatibles. Eran dos hermanos gemelos inventando para ellos el amor como destino vital y para siempre.
Yo no sé por qué los amores más interesantes para la escritura, los más fotogénicos, parecen ser los amores intensos y efímeros, los que jamás fueron eternos. Para mí los son en la memoria y este mes, en el cumpleaños de Géminis, quiero que quede aquí anotado: en este antiguo mar de Chihuahua donde vivimos no habrá de importar la edad ni el calendario fatal que nos acaba, sino la memoria infinita del amor que hemos de cultivar entre todos y todas para que nuestros hijos vivan.
Mayo de 1994
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