Amor con amor se paga
Por César Edgar Rivero Sáenz y Jesús Chávez Marín
El vuelo de las palomas me
salvó de mis recuerdos; a mi paso salieron despavoridas de sus nidos del acueducto
y me sacaron de aquel trance. La histórica construcción provocaba en mí remembranzas
que, a pesar de atormentarme, eran las que me mantenían vivo.
Desde chico, cruzar por
arriba del acueducto era camino obligado; se había convertido en mi lugar
preferido para jugar, brincaba entre los arbustos y nadaba en las tinajas de la
presa Chuvíscar.
Yo vivía en la Martín López,
a un lado del acueducto; dicen que por allí se inició su construcción. Era la única
pasada hacia las otras colonias: la Alfredo Chávez y la Campesina; se tenía que
cruzar por donde un día, ya antaño, corrió el agua a borbotones; de otra forma habría
que atravesar el río Chuvíscar, con el peligro de caer y terminar empapado.
En el acueducto conocí a mi
primer amor, Dianita; esa maravillosa construcción colonial me la recordaba; con
una piedra filosa tallamos en sus arcos nuestros nombres: “Diana y Ramiro por
siempre, 18 de septiembre de 1968”. Teníamos 12 años.
La familia de Dianita se
mudó ese invierno a los Estados Unidos. Nunca la volví a ver.
A los 18 conocí a mi
verdadero amor, el cual hasta hoy perdura. Pero sea por Dios o por azares del
destino, nunca se consumó.
Todo pasa tan rápido. Fue
en una ocasión frente a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, por la avenida
Zarco, que una muchacha me invitó al grupo de jóvenes; no le pude decir que no y
a partir de entonces jamás dejaría de asistir cada lunes. No supe cuándo ni por
qué, aquella jovencita angelical dejó el grupo; pero no me importó, pues había
puesto mis ojos y mi corazón en un anhelo mayor: sentí que Dios me llamaba para
ser sacerdote.
Fue duro para todos aquel
llamado, sobre todo para mi madre, soltera y único sustento mío y de mis dos
hermanos menores, fruto de un romance con quién sabe quién, nunca lo supe. Yo
le ayudaba con el sostenimiento del hogar trabajando en un modesto taller mecánico,
aunque me hubiera gustado estudiar una carrera universitaria.
Jamás le pregunté a mi
madre por qué todos mis amigos tenían papá y yo no; ella como pudo me había
sacado adelante y lo mismo seguía haciendo con mis hermanos. A pesar de sus
reclamos, parecidos a los de una madre a la que se le ha muerto un hijo, entré
al Seminario. Años después me dieron una beca para concluir mis estudios de teología
en Roma. Estaba tan emocionado que no podía esperar a ver a mi madre para contárselo...
jamás lo pude hacer.
Aquel sábado salí corriendo
del Seminario, y aunque mi casa estaba algo retirada, me fui caminando. Era
tanta mi euforia que el camino recorrido a paso veloz me pareció poca cosa. Crucé
el obligado tramo del acueducto hacia mi casa en la Peñas Blancas; un frío
espantoso se dejaba sentir y parecía rezumar desgracia; a la distancia vi nuestra
casita, bastante modesta y desprovista de lo indispensable para las inclemencias
del tiempo. Me daba tristeza, pero ¿qué podía yo hacer? En el interior encontré
a mis hermanitos llorando desesperados junto a la cama de mi madre. No había
resistido.
No tuve a quién acudir: ni
padre ni parientes, tampoco a mis amigos, muchos de ellos en la misma situación.
La generosidad de los vecinos rebasó mis expectativas, de forma modesta pude
darle cristiana sepultura a mi madre. Había olvidado que quería darle una gran
noticia y sobre su tumba desprovista de flores, descargué mis penas: no solo me
había quedado sin la persona más importante en mi vida, ahora no sabía qué hacer,
¿quién cuidaría de mis hermanitos para que pudiera yo viajar a Roma?
Me dieron un tiempo de
receso para arreglar las cosas de mi viaje; verdaderamente no sabía qué hacer, si
continuar con mi preparación sacerdotal o sacar adelante a esos dos pequeños. Creí
que el deber para con mis hermanos estaba primero. No tuve valor para hablar
con el padre rector; solo mandé una carta renunciando al viaje y al sacerdocio.
Tuve muchos trabajos, nunca
fijos; varios por día y algunas veces en la noche para poder dar casa, vestido,
sustento y educación a mis hermanos; con los años me sentí orgulloso de ellos, aún
más cuando ambos culminaron sus carreras universitarias en la ya prominente
UACH.
Pero la vida había sido
cruel conmigo, porque a pesar de ser un hombre de 50 y tantos años, parecía de
80.
Volaron de nuevo las
palomas, ahí estaba yo con mi costal de botes de aluminio que recogía diario para
poder comer algo. Mis hermanos, oh sí, mis hermanos, ya con un estatus de vida
diferente cada quien tomó su camino. Nunca regresaron. Todos los días recorro el
portentoso acueducto donde aún están las marcas que hiciéramos Dianita y yo un
día; desde la parte superior contemplo esos árboles maravillosos de mi infancia
y el empantanado arroyuelo que queda del Chuvíscar. No he dejado de rezar al
Creador, pero ya no le frecuento tan a menudo como cuando seminarista; esos
recuerdos y la idea de haber hecho lo correcto me mantienen vivo, aunque ya no
tenga nada por qué vivir.
Tantas veces que con
ilusión escuché la canción de “Amor con amor se paga”, pero ahora me da un poco
de risa. Si algo me toca del amor que di a mis hermanos, le cedo los derechos a
la vida, que ella les cobre lo que yo nunca recibí.
Aquí va un relato de César Edgar Rivero Sáenz y de mí, escrito al alimón.
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