Al centro de la foto, de camisa negra, Martín Hernández Molina
El
péndulo
Por Martín
Hernández Molina y Jesús Chávez Marín
Tres
esferas, dando vuelta de mano en mano del apasionado malabarista hacia lo alto,
juegan a no irse al vacío. Él consigue hacerlas girar y girar, sabe que no
habrá de caer una sola. Las esferas son sus tres amores.
El malabarista las quiere a todas, es el arte de su número secreto.
No debe perder a nadie.
Pero las esferas son frágiles y la velocidad aumenta, también
los aplausos; si cae una, el equilibrio del mundo estalla, la función se acaba.
El sudor de las manos las hace resbaladizas, los nervios se tensan y las
esferas vibran, flotan, gozan. El artista sufre, pero también disfruta la relación
en el escenario del placer.
El rumor de los aplausos parece un fatal presagio a veces; en
otras: el éxtasis.
Una de ellas sube tan alto que parece una estrella fugaz.
Otra se quiere ir, pero la astucia del artista la seduce para que siga en el
juego compartido. La otra encuentra equilibrio en el vaivén del péndulo. Los
cuatro perfeccionan las reglas del juego hasta que llega la aurora, el cielo
nuevo del amanecer.
No es un simple ensayo, es la función cobrada por el pecado
de hibris. El destino se acerca. Los aplausos exigen un clímax.
El malabarista sorprende con una cuarta esfera, sacada de la
manga oscura de su traje. Pero no se ha dado cuenta que esta yace fracturada
por el esfuerzo de salir a su actuación. En lo más alto de la tarea escénica,
no soporta la presión de la gravedad y cae, resquebrajándose sobre la palma de
la mano.
El artista se siente herido y suelta hacia la nada a la que
estaba en turno. La sangre fluye hacia la línea del tiempo, el hombre lanza al
más allá a la segunda esfera: rebota en sus astillas. La tercera, como burbuja
de saliva, desaparece en el éter. No hay aplausos, el silencio aturde y quema
el fracaso. El péndulo se congela, se apagan las luces. Pueden verse algunos
destellos de fragmentos cóncavos en el fondo. Es la única luz ya de aquel
fulgor de estrellas.
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