Escritores en la frontera norte
Por Jesús Chávez Marín
El jueves 24 de abril llegamos Jesús Camúñez y yo a la casa del jefe Rubén
Mejía para despertarlo. Eran las tres de la mañana y habíamos quedado en ir
juntos a Juárez, al primer encuentro nacional de escritores en la frontera
norte, al que el jefe fue invitado y cuya inauguración sería a las nueve.
Queríamos llegar a tiempo porque dentro de la ceremonia le iban a entregar a
Jesús Gardea el recién fundado premio literario José Fuentes Mares.
Todo esto lo organizó la Universidad Autónoma de ciudad Juárez. Al
encuentro habían sido invitados veinte escritores de la república; el premio
consistía en trescientos cincuenta mil pesos y una medalla con la imagen de
Fuentes Mares.
Ya había amanecido cuando cruzamos el kilómetro veintiocho y llegamos a
aquella ciudad; nos dirigimos sin desayunar al aula magna de rectoría, lugar del
encuentro. La función empieza: en el presídium estaban el rector de la
universidad, Alfredo Cervantes; el director de relaciones Ernesto Lucero,
organizador del evento; Carlos Montemayor y su pipa, presidente del jurado que
elige al ganador del premio, y la señora Emma Peredo de Fuentes Mares. Entramos
en el momento en que el locutor anuncia la intervención de Federico Ferro Gay
quien, en nombre del jurado, explicará todo lo relacionado con el premio. El voluminoso
profesor se acerca al micrófono con su paso lento y navegante, saca de un
bolsillo de su camisa el acostumbrado papelito con apuntes de su discurso. Habla
de los problemas para elegir al ganador, de que se contó con la opinión de otros
escritores y se eligieron como candidatos a Jesús Gardea, Joaquín Armando Chacón,
María Luisa Puga, Luis Arturo Ramos y se le otorga a Jesús Gardea por su
regionalismo de verdadero habitante del desierto, sus relatos con personajes
fuera del tiempo humano y por desoír el canto de las sirenas capitalinas y
entregar una obra del pueblo y para el pueblo sin demagogia ninguna.
Gardea se levanta de su asiento, recibe el premio de manos de la señora
Fuentes Mares, se acerca al micrófono y dice:
―Voy a ser breve porque estas cosas me asustan; el premio Fuentes Mares
es una cosa buena, pero a mí me hizo falta don José, nos hizo falta a todos;
gracias.
Las luces de las cámaras de televisión encandilan y luego termina la
ceremonia. Salimos al vestíbulo donde hay café, galletitas para engañar al
hambre desvelada sin almuerzo, un mural de colores chillantes con los héroes de
siempre: Carranza, Juárez, etcétera, mal dibujados; a un lado reporteros de
televisión entrevistan a un Jesús Gardea muy formalito y serio ante las
cámaras; en un rincón hay una mesa donde las Librerías de Cristal venden libros
a precios gandallas que a nosotros, acostumbrados a la voracidad sin freno de
los libreros de Chihuahua, ya no nos asustan. Conversaciones. Alcanzo a oír a uno
de los escritores que, signo de los tiempos, dice: vine aquí a buscar chamba y
me mandaron por un tubo.
La primera mesa de trabajo empieza media hora después, por favor pásenle
todos, el coordinador de va leyendo currículos de cada participante y se nos
abandona a nuestra suerte, cada quién leerá según le dé su gana: tema, forma y
extensión libres, no hay folletos con el programa que permita elegir si
quedarnos o irnos.
Participaron veinte escritores, tres mujeres y diecisiete hombres,
venían de la ciudad de México, de Veracruz, de universidades gringas o de
Chihuahua y otros estados de la república. Nueve de ellos leyeron relatos o
fragmentos de novela; seis presentaron ponencias o ensayos; cinco leyeron
versos. La problemática social está ausente, como forma, en la muestra de los
textos y en el interés de los participantes, como si la literatura, según esa
muestra, fuera el ave pura que cruza el pantano y no se entera, bueno, ni por
las vísperas de las calientes elecciones que vienen y, claro, como en todo, hubo
sus excepciones, pocas.
Los narradores fueron el sector más gris:
Lalo Mussong leyó un cuento de
vampiros calientes emplastado de adjetivos.
Herminio Martínez un fragmento
de novela, donde uno que se llama Rosendo Soledad visitó países raros donde vio
bueyes con piernas de señorita, gallinas de plumas rizadas a la Christian Bach
y una larga enumeración sin más sintaxis que el engarzamiento de países de a
mentiras, habitados por alucinaciones.
Octavio Páez Chavira lee un relato
escrito a la antigüita que sucede en Parral.
Joaquín Armando Chacón sigue
estancado en sus propias amarras y lee un texto largo y aburrido.
Entre los menos tediosos se
puede mencionar a Ana Piñó, muy chula ella por cierto, quien logra trazar a sus
personajes con buena técnica. Lee un cuento cuyo tema es el choque entre el
mundo indígena y la ciudad de México
También a Federico Urtaza, su cuento
de temática cotidiana, con buen manejo del diálogo y el ritmo.
Y a Daniel Sada con un texto
narrativo escrito en octosílabos que trata de húngaros y del cinematógrafo
ambulante.
Quienes leyeron poemas flotaron en los extremos. Desde textos preciosos
hasta la cursilería más podrida.
Entre los primeros estaba
Carmen Boullosa quien leyó poemas de amor y delicado erotismo, con su buena voz
de actriz perfectamente modulada y con un timbre finísimo. Su lectura fue uno
de los mejores momentos del encuentro.
También Sandro Cohen, buen
lector y poeta, leyó versos a la muerte de su padre y todo el mundo, en
silencio, era una sola onda en contacto con esa región llamada poesía.
En el otro extremo estaba Olga Leticia Moreno, una güera de dos metros
de estatura nacida en Durango, es periodista y colabora para la revista
Impacto; la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez la rescató de “El rincón
sentimental” y le publicó un libro titulado Poesías,
¿no lo crees? Créelo. Olga Leticia lee sus versos que dicen: “Me ahoga la nostalgia
y me ahoga el sentimiento enfrentándote al mañana día a día cara a cara y
siento vergüenza por ti, por mí, por todo”, ―qué es eso, Olga.
Y luego Rafael Mojica le hace
segunda con poemas rimados en osa inspirados en la rosa, rosa rumorosa
empalagosa ojerosa y fastidiosa, poema y rosa las dos son milagrosas.
Los ensayistas estuvieron más parejos en su buena calidad.
Pedro Cruz Garay nos ilustra
con un ensayo fuera de cuento sobre un poeta gringo.
Jorge Humberto Chávez habla de
un taller literario que fundaron aquí en Juárez en 1980. Y los problemas que
enfrentaron.
Vicente Francisco Torres
comentó dos novelas “fronterizas” y dijo, con justa razón, que los campesinos
mexicanos se harán ricos en Estados Unidos “cuando los pericos mamen”, que es
el título de una de las novelas.
Alfredo Espinosa presentó un
buen ensayo que trata de pachucos y cholos, la hipótesis que pone al día la
marginación de los chicanos jóvenes en Estados Unidos.
Rubén Mejía habla de la
experiencia de periodismo cultural, que es ProLogos,
en medio de una sociedad que ha cambiado radicalmente de los años setentas a
los ochentas.
Fueron en total seis mesas de trabajo a las que asistíamos todos: éramos
pocos, el público lo componían los mismos participantes y los organizadores y dos
tres curiosos. No llenábamos la pequeña aula.
Después de las lecturas se hacían a veces discusiones bizantinas sobre
regionalismos en la literatura y aquí se soltaban los comentarios levemente envidiosos
contra los que ya han tenido éxito en la ciudad de México: “se trasculturizan y
achilangan y luego escriben puras falsedades” y allí Montemayor volvía a
defender a los exiliados del terruño. Exiliados en la SEP, como dijera un día
Bartoli.
Espinosa y Montemayor atacaron a los escritores chicanos por su lengua
inmadura y estos se enojaron mucho, esa noche no fueron a la pachanga,
ofendidos y humillados.
Los juarenses son buenos anfitriones, muy alegres en la parranda, y
generosos. Las dos noches que estuvimos por allá nos llevaron a sendas fiestas.
La primera noche fuimos a casa de uno de los funcionarios, un patio
solariego de grandes árboles, a una carne asada. Sirvieron cortes de primera
calidad. Varios escritores rompieron diez años de dietas vegetarianas y se
hartaron de chuletas y cervezas Tecate. El señor de la casa sacó una botella de
buen wisky para un grupo de cantadores que estábamos alrededor de una guitarra:
Montemayor cantó otra vez la misma, aquella rola medieval de la infanta doña
Mimí que dice: “la Infanta doña Mimí se limpiaba con un alhelí”. Camúñez
apantalló a todos con su voz norteña cantando las de Los Tigres del Norte. Uno
de los anfitriones inventaba tangos estilo Juárez. Fue buena velada.
La segunda noche tiraron la casa por la ventana: nos llevaron al
penthouse del galgódromo y pusieron barra libre y un doble trío de guitarristas
vestidos con esmoquin que cantaban piezas de Julio Jaramillo. Generosamente
corrieron el wisky y el coñac. Todos estaban encantados tomando y viendo las
carreras de perros que allá abajo, en la pista, corrían tras una zorra de
mentiras, qué simbólico. Hubo varias carreras. Luego los distinguidos
escritores fueron invitados a integrar el “círculo de ganadores” y bajaron
hasta la pista para entregarle su trofeo al perro ganador y para retratarse con
él, con su entrenador y con el gerente del galgódromo. Luego se sirvieron bocadillos
y descorcharon botellas de vino francés.
La mañana siguiente, sábado 26, fue la reunión plenaria a la que asistió
solo una mínima parte de los participantes.
Jesús Gardea hace una glosa del encuentro, “creo que es mi deber”, dice,
y habla de que “se leyó narrativa de calidad, ensayos afortunados” y demás
lugares comunes laudatorios. Para equilibrar regaña a dos de los participantes.
Gardea, novelista aceptable, luce torpe haciendo papelitos de cacique cultural:
tartamudea, es mal orador, no logra un discurso coherente. Luego una de sus
hijas intelectuales hace su propio resumen de los importantes acontecimientos y
termina diciendo: qué bueno, qué bueno, qué bonito” y para rematar, chin, le
soltaron el micrófono a Joaquín Armando Chacón y habló mucho rato. Que en sus
tiempos no había encuentros y nadie tomaba en cuenta a los escritores, que a
uno cuando lo veían escribir le decían marica, que los escritores a fin de
cuenta somos seres de carne y hueso como todos los demás, se los juro, que en
próximos encuentros los temas deberían tratar sobre cómo serán las esposas de
los escritores, primera mesa, los esposos de las escritoras, segunda mesa y así
hasta que le quitaron el micrófono y todos espantados de cómo un escritor, con
obra publicada y premios, pueda ser tan torpe.
Para terminar, el rector de Universidad Autónoma de Ciudad Juárez les
entrega a cada uno de los participantes un bonito recuerdo, unos pergaminos hechos
con toda la mano, dice Gardea, que es la constancia de su participación en el
encuentro. Cada participante es llamado por su nombre y van pasando, uno por
uno, a recibir el pergamino como si se estuvieran graduando de la secundaria.
Casi todos los encuentros literarios son iguales, aquí va el relato de uno en ciudad Juárez 1986.
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