Antros de moda
Por Rafael Cárdenas Aldrete
y Jesús Chávez Marín
Arnulfo vive convencido de que el único valor de un hombre es el dinero.
“Trabajes en lo que trabajes, hagas lo que hagas, si no tienes lana, si no
sabes cuidar los centavos, no sirves pa’ nada”, dice.
Seguido se toma unas
cervezas con Esteban. Platicaban como dos viejos amigos ya viejos cuando se le
ocurrió ofrecerle trabajo:
―Oye, Esteban, tú
tienes la tarde libre, ¿por qué no trabajas unas horas en mi negocio? Es algo
muy sencillo, así ganas algún dinero para que te ayudes.
Cuando se está a gusto
en un antro elegante, con cerveza clara y gente bonita a la vista, todo se mira
fácil. A Esteban le pareció buena idea y aceptó. Entusiasmado, Arnulfo se pasó
el resto de la tertulia hablando del asunto:
―Vas a ver qué
sencillo todo: contar la mercancía, llevar el cárdex; empiezas de almacenista y
¿quién te dice que a la vuelta de los años te haces mi mano derecha en los
negocios? ¡Tengo hasta una mina de oro, no me doy abasto! ¡Y de paso ganas
dinero, que buena falta te hace!
Se expresaba con el
entusiasmo de quien encuentra el hilo negro. La tarde del siguiente lunes, con
el solón y la cruda, a Esteban ya se le habían quitado las ganas de progresar.
Aún así, se presentó en el edificio de la empresa. Lo recibió el gerente, le
explicó las tareas.
―Esta es una tienda
que vende lámina y perfiles de fierro para la industria, en cantidades de
mayoreo y también al menudeo. Uno por uno contarás el filo de cada lámina por
su orilla, luego revisarás por hileras; apuntarás todo con mucho cuidado.
Eran cantidades
estratosféricas, había que también ponerle un sello rojo a la exacta
supervisión. Al viejo le dio escalofrío, eran miles de orillas, unas más
adelantadas que otras, miles de filas, miles de filos. Cuando no se alcanzaran
a ver, tendría que moverlas para evitar la fuga aritmética del exacto cárdex.
Dijo aquel que sería sencillo, pero en las bodegas todo parecía una sentencia a
la guillotina. Interrumpe al gerente:
―Ya ni le siga,
ingeniero. No podría hacer este trabajo ni aunque volviera a tener veinte años.
Présteme una hoja para escribirle un recado a mi amigo y explicarle por qué me
fui despavorido. En el papel anotaba para salvar su pellejo: “Arnulfo: gracias por
tu intención de ayudarme con este trabajo que me ofreces, pero no, ¿para qué
les hago la malobra? En ese puesto
necesitas gente entera, vigorosa. Ya sabes que lo mío es la literatura, las
letras. Tu amigo, Esteban”.
Todo llegó a parecerle
raro, acaso fueran los vapores de la cerveza. Arnulfo sabe que él trabaja como
editor de libros y articulista de periódicos que le pagan una bicoca y que todo
significa para él solo un sueldo escaso. Pero de eso a suponer que a huevo
necesitaba más dinero y que por lo tanto trabajar en lo que sea, era por lo
menos tonto.
Eso quiso pensar
Esteban, y estaba a gusto pensándolo hasta que recapacitó en que su amigo tenía
razón: si ya no la libraba con los recibos, menos para las cervezas y mucho
menos en estos antros de moda que le gustan.
Adivinó que su amigo no lo invitaría a tomar más. Pensó en su vida como episodio de una telenovela con una anécdota muy mala. Suspiró. Ya ni quiso pasarse lo amargo con lo último de la cerveza. Mañana llegaría temprano con el ingeniero, le pediría la nota para romperla y, donde nadie lo viera, se tragaría sus palabras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario