domingo, 19 de enero de 2025

Danilo Tlatoani

 

Dibujo: Beatriz Bejarano

Danilo Tlatoani

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Ninguna gente se pregunta por qué desaparecí, dónde quedé. Como ya estoy viejo y nunca tuve familia, era seguro que me olvidarían; los detectives de la judicial que se encargaron del caso apuntaron todo minuciosamente en una libreta “oficial”. Categóricamente le dijeron al director del museo que “llegarían hasta el fondo del misterio” y luego se fueron a comer unas tortas al puesto de la esquina. Nadie los volvió a ver, pero ese no es ningún misterio: seguramente regresaron a la oscura comisaría a seguir leyendo la típica literatura de su ocio burocrático, el Condorito y el Sensacional de Traileros. Me sorprendió que, así como están los tiempos, a nadie se le ocurriera pensar que me hubieran secuestrado o desaparecido con algún interés. Será porque no tengo dinero ni dolientes a quienes pedirles rescate.

La mera verdad es que desaparecí por pendejo. Yo era el encargado de sacudir las piezas prehispánicas en el museo. Aunque era poco el polvo, cada mañana volvía como novísima nevada, y mi misión en la vida era que aquellas nobles piedras lucieran con la gloria de su dignidad sagrada. Yo le llamaba “mi museo", porque lo era de verdad y no como decían las secretarias en secreto, que eso era una manía de la edad. Nadie se daba cuenta de que por el tipo de objetos que me rodeaban yo me sentía venerado.

Pero ese viernes llegó el turno de embellecer mi pieza favorita, la navaja de obsidiana, la mejor labrada, la más esbelta, con empuñadura de jade y figuras de serpientes y ocelotes. Allí fue donde me atonté: se me safó de las manos. Llegó al piso con un rugido profundo y doloroso, muy cabrón. Los fragmentos se deslizaron a esconderse en todas direcciones. Mi castigo es que jamás volveré a verla, porque mis ojos se fueron a otro lado, también el resto de mi cuerpo. Algunos hechiceros me han revelado que varias de mis partes yacen en el fondo de un cenote y que otras se orean arriba de una pirámide que no ha sido descubierta, porque está tapada por un cerro de rocas formado luego de un huracán de la chingada. Por las noches que percibo el olor a cempasúchil, las piezas del rompecabezas de mi cuerpo se juntan y camino por en medio de una selva oscura, flotando casi, como humo de copal. Ahora, no sé si tuve suerte de llegar a esta forma de inmortalidad o si esto es un castigo eterno por un ratito de pendejez.

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