viernes, 8 de junio de 2012

Carmen Marín


La enredadera

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

Cuando una madre se va, crece el número de los vagabundos. Algunos de los hijos procuran recuperar el ritmo de su vida, alterada por el dolor más oscuro; el vértigo del vacío late en las venas y relámpagos de recuerdos se convierten en lluvia que cae sobre una vasta zona de tristeza. Una sombra marca para siempre los cuerpos, porque el tiempo cayó sobre ellos como una tormenta y los hizo envejecer varios años en una sola noche. Al amanecer, ellos siguen caminando por las calles de la ciudad, ocupados en asuntos cotidianos, pero ya no tienen a dónde regresar cuando cae la tarde. Ni un día del resto de sus días podrán visitar a su madre y solo en la memoria, pálido espejo, será posible escuchar sus palabras y mirar su sonrisa.

Meses antes de morir, Carmen pensó en cómo despedirse de sus seis hijos, pues a pesar de que la mayor de ellos tenía ya más de treinta años, y de que todos tenían ya su propia familia, sabía que ellos eran muy dependientes de su amor. Entonces propuso a todos que realizaran junto con ella un viaje hacia el mar, a donde irían los hijos, las nueras, los yernos y todos los nietos, la familia entera.

En aquel tiempo ella gozaba relativamente de buena salud, excepto por algunos padecimientos de anemia que de vez en cuando la mandaban al hospital por dos o tres días. A sus 72 años, se mantenía ágil y flexible, hacía ejercicio y realizaba con diligencia las tareas de su casa. Así que se sentía con ánimos al saber que la mayoría de los hijos habían aceptado su propuesta: ya habían decidido la fecha y preparaban todos los detalles del viaje, tratando de conciliar los tiempos y los acuerdos y desacuerdos que fueron surgiendo.

Pero un día terrible, ella murió. La luz amorosa de su mirada, la alegría de sus cantos y sus palabras llenas de sabiduría tranquila se apagaron de pronto.

Cinco meses después, inconsolables, los hijos de aquella mujer fueron a Mazatlán con sus familias. El mar era quizá la única imagen de podría reflejar el amor tan grande de aquella mujer que de esa forma se despedía en silencio.

Aunque en los rostros de los seis hermanos se podía notar la marca eterna de aquel dolor, el viaje fue alegre. Los nietos, algunos ya jovencitos y otros todavía niños, hicieron un ambiente ligero y lleno de frescura. La melancolía en que habían vivido en aquel tiempo, se alivió un poco en la convivencia. Se hospedaron en el mismo hotel, en habitaciones vecinas; comían reunidos en los restaurantes cercanos; iban juntos a todos lados, como una tribu ruidosa, y al atardecer, los grandes se reunían a platicar muy tranquilos, tomando cerveza, mientras los jóvenes se alistaban para dar algún paseo. Era la primera vez que viajaban todos juntos y algunos de los niños conocieron el mar en esos días. Todo salió bien.

Sin embargo, aquellos seis hermanos no podían dejar de sentir ni de pensar que una parte de su vida se había perdido. Saber que esto es parte de un destino natural, no sirve de consuelo. Cuando una madre se va, crece la soledad.

Abril de 2002

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