Reunión de cuentistas
Por Jesús Chávez Marín
Mario Arras invitó a seis cuentistas de nuestra ciudad para que leyeran
ante el público algo de su obra en el Teatro de Cámara la noche del 13 de
abril. Ellos son José Pedro Gaytán, Eduardo Moye, Guadalupe Salas, Sergio
Durán, Luz María Montes de Oca y Rafael Cárdenas.
El teatro lo ocupó a la mitad un público atento. Había expectación por
volver a encontrarse con la narrativa de José Pedro Gaytán, autor que fue muy
activo de 1978 a 1983 en las páginas de los periódicos y revistas y que en los
años siguientes, hasta hoy, se dedicó a publicar otro tipo de textos, sobre
todo ensayos sobre arte mexicano, pero dejó de publicar cuentos. Ahora leyó uno
titulado “Con piedritas de hormiguero” y ratificó que su oficio de narrador
sigue vigente: sus atmósferas y sus personajes están sólidamente construidos.
En otro tono, la fina prosa de Lupita Salas encantó al auditorio, sobre
todo en sus textos más largos. Los cuentos breves no gustaron mucho, como que
la gente ya está un poco harta con la proliferación de este tipo de acertijos y
adivinanzas tan morrocotudas.
Eduardo Moye causó honda impresión con su metáfora de robotización
oficinesca que se continúa en la cárcel, en el manicomio y hasta en el
mismísimo cementerio con la misma escalofriante condena de rutina casi
fantasmal.
Sergio Durán no presentó nada nuevo: sigue clavado con sus mismos
relatotes de miserables vagabundos nocturnos y fronterizos que ya no despiertan
la conmiseración de nadie.
Luz María Montes de Oca puso el tono romántico de la noche con sus
cuentos alumbrados por cirios y aromatizados con la melancolía de un pasado
tenue.
Rafael Cárdenas, muy nervioso, hacía sus primeras letras tratando de
ganarse al público con recursos extraliterarios antes de leer sus cuentos, pero
no logró coordinar ni un chiste completo, como los malos comediantes de la tele;
hasta aplausos pidió. Y sus textos, pues: de esos que todo mundo hace cuando
empieza a escribir y quiere ponerse muy surrealista y profundo.
Todo estuvo bien. Hubiera sido interesante si los escritores hubieran
platicado algunas peripecias y principios de su oficio literario, si hubieran
intentado una comunicación más activa y no solo lecturas.
Y hubiera estado aún mejor si no hubieran puesto como maestro de
ceremonias a un locutor que venía directito de una radiodifusora de los años
cincuentas, quien en vez de presentar a los protagonistas se ponía a decir
discursos llenos de lugares comunes, de adornos peinados con brillantina y de
frases sentimentalísimas.
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