Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín
Abelardo se levantó
con ánimo para trabajar y se dio una vuelta al sindicato para ver si le tocaba
turno; era estibador en el Ferrocarril Chihuahua al Pacífico. Llegó a la caseta
y le dijeron que en la noche nada más habían llegado siete furgones cargados:
cuatro de madera, dos de frijol y en el último venía un automóvil de lujo, el
Jaguar de Miguel Alemán Magnani, quien seguramente llegaría en avión más tarde
para darse un rol con su amigo y conocido compinche Lalo Guerrero.
Toño, el
delegado del sindicato, sabía todo eso porque, además de ser el encargado de
los turnos, era un vicioso de leer el periódico, que lo leía desde tempranito y
de pe a pa… además de ser un chismoso de proporciones bíblicas —como ya sabes
quién, que además se la pasa en la iglesia.
—Hoy no te
toca turno, Velo. Estás castigado tres días porque la semana pasada te
presentaste borracho, ¿qué no te acuerdas?
—Estás
pendejo, yo nunca vengo borracho al jale. Dirás mariguano, eso sí. Yo tomo en
las noches, buey.
—Pues yo no
sé. Me cayó un oficio de arriba, de muy arriba. Y no te hagas, todo mundo sabe
que eres un pinche bato malagradecido. Como con tu tía, la pobre, que la zurras
toda cuando te trae un lonche que no te gusta, pendejo.
—Yo sé que no
es por eso, Puñetas, no te hagas: me
tienes tirria. No tragas que Olivia me haya preferido. Pero ya asimílalo, güé,
‘tás muy ruco para sus gustos —desde que Espinosa Paz se puso de moda, la raza
acomoda donde puede el verbo “asimilar”.
—Pues mira, yo
aquí no voy a discutir problemas personales. Hoy no tienes jale y te largas o
les mando llamar a los celadores.
—Mira, mira.
¿Por qué no mejor tú y yo solitos nos damos un tiro para ya de una vez arreglar
el asunto?
—Jajaja,
pinche Abelardo. Madura, ¿crees que todavía estamos en la escuela o qué
chingados? Mejor llégale, ya vinieron otros compañeros y tengo que asignarles
tarjeta.
Velo se fue,
aunque entripado, despacito y muy prudente para sus pulgas, porque vio que Toño
ya les había hecho una seña a los guardias de la estación —y tomando aire y
entonando la canción de Luis Pérez Meza, se
dirige con gran sentimiento hacia la cantina, se fue a emborrachar…
Para su mala
suerte, le tocó ser víctima fatal del horario: las cantinas abren al mediodía,
por ley, y apenas eran las siete y media de la mañana. Fue entonces que tuvo la
idea más fatal de su existencia. Como era ya casi un vagabundo, luego de que
abandonó a Olivia y a Abelardito, bien pequeño entonces, nomás dos años, para
dedicarse a la vida licenciosa de bailes, encerronas, vicios y así, pues, la
verdad, fuera del trabajo tenía todo el tiempo libre del mundo y lo dedicaba
exclusivamente a ser poquito menos que un hijo de la chingada… y a viajar todo
lo que podía, sin gastar mucho dinero, porque además no vivía en la abundancia.
Con levantar el dedo ya había visitado toda la república, en plan de polizón y
de mochilero.
Ese día le
tocó la puerta muy temprano a Lencho, el que vendía sotol clandestino; lo traía
en su carro desde Coyame en latas de veinte litros, recogía botellas de la
basura, contrataba por cinco pesos a Luisito para que las lavara y las dejara
relucientes, embotellaba el licor y lo vendía a precios muy populares: todos
los señores de la colonia Dale y sus alrededores presumen el mote de clientes
frecuentes.
—¡Ay, no chingues,
Velo!, es muy temprano hasta para que salga el sol.
—Dispensa,
bato, es que voy a salir fuera, y necesito un poco de combustible. Fíame dos
botellas chicas; el sábado te las pago.
—Está bueno,
pero acuérdate que me debes una del mes pasado. ¿Me vas a pagar las tres
juntas?
—No pierdas
cuidado, el sábado nos ponemos a mano.
—Este sotol
está buenísimo, es del puro corazoncito del agave; ya lo probé y está de
poquísima madre.
Media hora
después, Abelardo se trepó en el vagón de plataforma del tren carguero de las
nueve de la mañana, donde iba fletado un cargamento de automóviles Datsun rumbo
a Topolobampo. Se acomodó muy a gusto debajo de uno de ellos —como iban
sellados, no se pudo hacer madriguera en ninguno de ellos, por más que le hizo
la lucha.
Tenía pensado
llegar al puerto ese mismo día, pasadita la media noche, buscar alojamiento y a
la mañana siguiente irse de rait
hasta Mazatlán, donde tenía unas incondicionales que siempre lo recibían muy
contentas, porque sabían que cuando llegaba él, llegaba la fiesta.
Se quedó
dormido y despertó dos horas después, cuando el tren iba pasando por
Babonoyaba. Se levantó con la dificultad que impone el haberse tomado una de
las dos botellas fiadas. Era un licor delicioso, con un sabor que engorda la
lengua y de un aroma que alfiletea la nariz, y fuerte, tanto, que cualquier
otro cabrón con dos tragos hubiera tenido para irse de boca, pero no Abelardo,
quien es un pelado recio y seco, curtido por el alcohol. Como tiene ganas de
orinar, se acerca al extremo de la plataforma, donde suenan muy fuertes los
acoples de los vagones —y allí fue donde pasó lo que pasó.
Llega a la
orilla con la botella en la mano y los reflejos adormecidos; se entrampa con
una cuerda que está allí, tirada. Cae al vacío en la juntura norte del carro.
En un segundo el alcohol se evapora y todo se ilumina. En el tercer segundo de
su caída se da cuenta del grado de mutilación con el que vivirá el resto de su
vida: sin fiesta, sin pisto, abandonado por sus amigos, mal atendido por sus
cansados padres. El sotol le amarga la lengua y el ánimo. Para el segundo
cuatro se imagina disculpándose con su jefe… ¡más que jefe, amigo! Llora
también por sus amigas de Sinaloa, por la pierna que seguramente se le amputará
y que no se volverá a mojar con Marina en el mar. Se despide mentalmente de
todas sus aventuras. Pasados cinco segundos, la adrenalina lo hace pensar
vitalmente y mete la mano, con todo y botella, para protegerse del golpe. Al
siguiente segundo, la guillotina de la rápida rueda del ferrocarril le corta el
brazo; adiós botella, esclava con baño de oro y argolla matrimonial —que aún
usa de quita-pon cuando sale de ligue.
Daba tumbos
entre las trancas de la bestia por la embestida, cuando siente un fuerte
pellizco que le extirpa algo más que la pasión en sus costillas, dejándolo solo
y sin amor.
Han pasado
siete segundos y las pesadas cuchillas de acero del ferrocarril siguen
machacando rítmicamente sus carnes hasta que el tren termina de pasarle por
encima y fue a parar en medio de los rieles, en un lecho de durmientes, donde
lo encontrarían días después, cercenadas sus piernas, cortados sus brazos y con
los ojos bien abiertos implorando al cielo por un milagro…
Velo,
espantado aún con la visión que acababa de regalarle el cielo, se despega la
botella de la boca y se da cuenta de la cuerda y de que tropezar resultaría
fatal. ¡Es otra oportunidad: está salvado! Celebraba, pero pasados los ocho
segundos en que terminó de vaciarse la sangre de su cabeza, único miembro que
perdió en verdad, murió. Lo sé porque yo levanté la cabeza una semana después,
y el bato tenía los ojos bien abiertotes mirando pa’rriba, y enseñando toda la
mazorca, feliz, como si se hubiera sacado la lotería.