Por
Bertha Falomir Ruiz
Aquella
tarde algo me retuvo frente a la ventana. No sé si requería un instante de
reposo o me cautivó el paisaje. Los últimos rayos del sol se miraban en las
hojas doradas mientras un vientecillo las mecía en compases graciosos. Por el
pretil caminaba lenta una paloma.
Observé cómo las hojas amarillas se iban acumulando sobre el césped todavía verdoso. Nunca he entendido el afán de barrerlas y perseguirlas hasta el último rincón para luego prensarlas en bolsas negras y contenedores. Con ello nos privan del placer táctil y auditivo de sentirlas crujir cuando acaso emiten un suave adiós.
En ese momento me vino la imagen de un pintura renacentista flamenca que muestra enlazadas a tres mujeres y a una bebé en el suelo, todas de diferentes edades. Recuerdo que la anciana, con un reloj de arena en la mano, jala suavemente a la mujer madura hacia donde ella se encamina, pero esta parece más interesada en la joven a quien abraza cariñosa. La bebé está del todo ajena al ciclo de la escena.
Abstraída en mi recuerdo sentí el viento que suele desatarse al caer el sol y vi cómo arrebataba al sicomoro algunas de sus hojas; pero no caían del todo sino que se mecían frente a mi ventana en piruetas caprichosas, curiosamente enlazadas de manera similar a las tres mujeres del cuadro; las curvas y aristas de sus contornos se acomodaban perfectamente unas a otras a manera de Las tres gracias y aunque su destino era ineludible, parecían gozar de esta última danza en ofrenda sagrada ante la luz, un destino compartido, una comunión a fines del otoño. Nacer, morir. Asirse, desasirse. Todo está impreso pero nos negamos a leerlo.
Decidí seguir aquella danza que era un desafío a la gravedad, a lo inevitable. No sé cuánto tiempo duró aquel rito con la complicidad del viento para prolongar la vida unos instantes. Me pregunté: ¿habrán muerto ya y la danza que estoy viendo es el espectro en su iniciación hacia el cielo de las hojas muertas? Las tonalidades de las tres variaban desde el amarillo hasta el ocre profundo. La piel de las mujeres del cuadro también se marchitaba conforme el tiempo hacía desaparecer toda lozanía y humedad.
Me estremeció presenciar la agonía sublime de las hojas. Su danza hacia el infinito, su abandono al vacío, su decoro y gracia en el morir.
Observé cómo las hojas amarillas se iban acumulando sobre el césped todavía verdoso. Nunca he entendido el afán de barrerlas y perseguirlas hasta el último rincón para luego prensarlas en bolsas negras y contenedores. Con ello nos privan del placer táctil y auditivo de sentirlas crujir cuando acaso emiten un suave adiós.
En ese momento me vino la imagen de un pintura renacentista flamenca que muestra enlazadas a tres mujeres y a una bebé en el suelo, todas de diferentes edades. Recuerdo que la anciana, con un reloj de arena en la mano, jala suavemente a la mujer madura hacia donde ella se encamina, pero esta parece más interesada en la joven a quien abraza cariñosa. La bebé está del todo ajena al ciclo de la escena.
Abstraída en mi recuerdo sentí el viento que suele desatarse al caer el sol y vi cómo arrebataba al sicomoro algunas de sus hojas; pero no caían del todo sino que se mecían frente a mi ventana en piruetas caprichosas, curiosamente enlazadas de manera similar a las tres mujeres del cuadro; las curvas y aristas de sus contornos se acomodaban perfectamente unas a otras a manera de Las tres gracias y aunque su destino era ineludible, parecían gozar de esta última danza en ofrenda sagrada ante la luz, un destino compartido, una comunión a fines del otoño. Nacer, morir. Asirse, desasirse. Todo está impreso pero nos negamos a leerlo.
Decidí seguir aquella danza que era un desafío a la gravedad, a lo inevitable. No sé cuánto tiempo duró aquel rito con la complicidad del viento para prolongar la vida unos instantes. Me pregunté: ¿habrán muerto ya y la danza que estoy viendo es el espectro en su iniciación hacia el cielo de las hojas muertas? Las tonalidades de las tres variaban desde el amarillo hasta el ocre profundo. La piel de las mujeres del cuadro también se marchitaba conforme el tiempo hacía desaparecer toda lozanía y humedad.
Me estremeció presenciar la agonía sublime de las hojas. Su danza hacia el infinito, su abandono al vacío, su decoro y gracia en el morir.
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