Circe en La Central
Por Jesús Chávez Marín
Primero llegó una voz,
su sonido era un río.
Agua iluminada
en su verano intenso.
Luego vino la mirada,
unos ojos lumbre femenina.
Dos esmeraldas
en su rostro.
La vi caminar y el relámpago
de los deseos
del cuerpo y los pensamientos
tronó sobre el cauce de aquel río.
Al saludarla toqué sus manos
delicadas, fuertes.
La esencia de la vida
latía en la piel de su palma.
Respiré el aroma de su pelo
y soñé que era el viento
completo de la noche.
El aire de mi respiración.
Presentí que ya no podría vivir
de otra manera.
Cuando preguntó mi nombre
me eligió sin darse cuenta.
La marca intensa de su mirada
dejó una señal en la frente.
En la dulce herida oscilaron
el lucero de la tarde y la madrugada.
Cuando bailó mi cuerpo con su cuerpo
un sortilegio quedó trazando.
En aquel intenso mar navegarían
diez auras de la memoria.
En la verde luz de un sol profundo,
almas de un antiguo árbol
se habían cristalizado.
Ella resplandeció en la penumbra.
El éter azul de una larga tristeza
conoció el resplandor de su arco iris.
La sonrisa de esa mujer
abrió por un instante la entrada
hacia un territorio femenino.
La música de la felicidad me perfumaba
con un canto de sirenas.
En la sinfonía de sus manos
respiraba la luz de las caricias.
Por eso escribo esta carta
para sus ojos y para sus oídos.
Quiero que ella me recuerde
y seguir navegando en este siglo.
Junio 1997
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