martes, 29 de octubre de 2024

Vicentita

 

Dibujo: Beatriz Bejarano

Vicentita

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Cuando Vicentita se suicidó, todos en el barrio nos sentimos culpables, menos su exmarido, y eso que seis meses antes la había abandonado para irse a vivir con Lanny, la hija del Dámaso Guadalupe, el de la cantina, que estaba buenísima y diez años más joven.

—A mí ni me volteen a ver —decía Olegario—, si ella se quiso dar en la madre, fue por su santa voluntad y hay que respetársela; ya está juzgada de Dios.

La que sí se quedó muy sofocada fue Lanny: ya hasta quería que Olegario se fuera de su casa, a pesar de que cuando bailaron una pieza juntos, en la tercera boda de su papá de ella, se había enamorado perdidamente.

A Olegario las mujeres del barrio le tenían el sobrenombre secreto de El Siete Leguas, por lo vasto de su atributo masculino, y también porque con una sonrisa o un vuelito de pestañas era suficiente para que se parara y relinchara.

—Pero cómo cree, mi reina, no me haga esto. Usted y yo nada tuvimos que ver con la muerte de Vicenta, que Dios la tenga en Su Santa Gloria.

—No te pases de pendejo, Olegario, cómo eres cínico. Claro que tuvimos qué ver, la dejaste toda atiriciada, tanto que no volvió a levantar cabeza, la pobre —Lanny era malhablada y claridosa.

—Pues sí, mi cielo, pero ahora ya qué. Lo de usted y yo es muy bonito como para echarlo a perder por una loca que se dio un balazo, ¿no cree?

—Ni madre, no me vas a convencer como cuando hiciste que te me entregara siendo un hombre casado. Quiero que saques todas tus cosas y me devuelvas las llaves. Ya no te quiero en mi casa… ni en mi vida.

No hubo poder humano que la hiciera cambiar de opinión a Lanny, que además mataba dos pájaros de un tiro: por un lado, se limpiaba la culpa por lo de la pobre de Vicentita, que Dios le dé su descanso eterno; y, por el otro, se quitaba de encima a Olegario, quien había resultado un arguenudo bueno para nada: con el cuento de que había caído mucho la industria de la construcción, no había trabajo para los albañiles, y eso que Olegario era de los mejores. Pero mientras esperaba que le saliera un jale, ella lo estaba manteniendo.

—Estás muy guapo, papito, y mejor dotado, pero nomás me faltaba que después de lo que pasó empiecen a decir que soy una de esas que pagan para que les den —reflexionaba Lanny con justa razón; levantando la voz y tronando los dedos, añadió—: ¡Te me vas pero ya!

—Está bien, solecito. Si así lo quiere, me voy. Ya nomás déjeme quedarme esta noche, se me hace muy gacho acarrear la ropa y la herramienta ya pardeando la tarde. Mañana tempranito me salgo y no me vuelve a ver, se lo juro, aunque la voy a extrañar un chingo, verdad de Dios.

—Quédate pues, sirve que nos damos la despedida. Pero mañana sin falta te sales, ¿prometido?

Entre los vapores de la culpa por lo de Vicentita, y el licor fuerte del adiós, esa noche fueron muy felices; tres horas después se quedaron dormidos en el valle del placer. Al día siguiente ella se levantó muy cantadora. Cuando despertó Olegario, le dijo:

—Oye, mi amor. Ya la pensé bien: quédate unos días a ver si en eso se van calmando las cosas. Lo que piense y diga la gente, al final me vale madre. Pero te voy a pedir una cosa, mi rey: Consigue trabajo, ¿sí?

—Claro que sí, preciosa, así será. Te lo juro por esta —y besa la cruz hecha con su índice y pulgar, para reforzar la promesa. Luego de prometer, se metió los tacos de huevo revuelto con bastante salsa del desayuno que preparó Lanny.

Pero Vicentita no se fue en vano, cambió su vida por el florecimiento de la venganza.

Enterrada en el centro de la plaza principal de Villa Hidalgo, donde cae la sombra de la cruz de la iglesia, proyectada por la luna llena de la medianoche de octubre, envuelta en unos calzones rojos con las pecaminosas manchas de la última vez que le fue infiel, hay una fotografía de cuerpo entero de Olegario clavada en una vela negra con un alfiler atravesándole su hombría. Además, también un mechón de pelo que Vicentita le cortó a mordidas mientras dormía sus borracheras. Junto a todo eso hay un pedazo de papel que dice: “Que pierda a todas sus enamoradas.”

Cuando hizo el entierro, debía regarlo con su propia sangre y así lo hizo: se sacó un chorro abriéndose la muñeca. Luego de recitar unas oraciones, se la enredó con un trapo y regresó a su casa, donde se desangró toditita porque además se dio un balazo en el mero corazón.

Después del desayuno y de un intento por el mañanero, Olegario, sintiéndose extraño y desconcertado, se despidió de Lanny y salió a ver cómo cumplir su promesa.

El bochorno de media mañana lo llevó al parque, donde buscó una sombra. Ahí vio pasar las horas y a las muchachas. Nada. Solo el hambre lo puso de pie. Caminaba por la calle Capoulade y vio que la cantina El Siete Leguas ya estaba abierta.

—Tocayo —con una sonrisa saludó Olegario al establecimiento.

Adentro, detrás de la barra, estaba Dámaso Guadalupe, y se dirigió a él.

—Lupe, ¿por qué le pusiste Siete Leguas a tu tugurio? —desenfundó con picardía la pregunta.

—¿Para qué quieres saber?

Nadie había en el local, así que tomaron y platicaron. Después de un rato, Olegario, bebido y hechizado con la idea, insistió:

—¿Por qué le pusiste así? —El alcohol hizo que la pregunta sonara a insinuación. Dámaso Guadalupe, ya con la guardia abajo y las ganas cosquilleándole, contestó:

—Por ti.

Lo que sucedió después fue la culminación de la venganza de Vicentita, aunque distinta a como se la había imaginado.

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