jueves, 31 de marzo de 2011

sergio juárez

El Van Gogh de Sergio Juárez en el Café de la Ciudad

Por Jesús Chávez Marín

En el costado izquierdo del Teatro de la Ciudad hay una cafetería muy simpática, atendida por jóvenes diligentes y atentos. El jueves 21 de noviembre de 2002 se presentó allí la función número 400 del Autorretrato de Van Gogh, uno de los monólogos del actor más solitario de Chihuahua, Sergio Juárez.

Llegué al lugar quince minutos antes y me trajeron de inmediato un tarro de cerveza oscura. Al fondo del Café, donde hay un pasillo que comunica con el vestíbulo del Teatro, Federico Márquez y Claudio Sergio Juárez Chávez preparaban la escenografía: pusieron una mesita con objetos en desorden, un candelabro con una vela roja, una pistola calibre 45, pinceles, lápices; colgaron unos cuadros bastante maltratados con algunas reproducciones de pinturas famosas, en un caballete el autorretrato a medio terminar, sobre el piso otros lienzos con pinceladas feroces.

Desde atrás de las candilejas se asomaba a veces Sergio Juárez, ya caracterizado en personaje: maquillaje de sombras, un saco negro y raído, pantalones de lona con manchas de pintura. Andaba algo nervioso, pues desde el teatro se escuchaba el ruido y la agitación de mucha gente que esa tarde había asistido a la conferencia de uno de esos predicadores de la buena onda, la neurolingüística y las inyecciones de autoestima que venden toneladas de libros “de superación personal” en cuanto terminan de su ceremonia ilusoria.

Por eso Federico Márquez se vio obligado a anunciar que la función del monólogo se retrasaría unos quince minutos, mientras los catecúmenos terminaban de comprar en el vestíbulo los libros y casetes con las verdades de la excelencia individual.

Dos cervezas después, sale a escena Vincent como la imagen viva de la derrota, ansioso parlotea fragmentos de discursos y luego se tira al suelo, convulsionado, con una mirada de lumbre en sus ojos: la voz del actor es oscura y firme, el gesto de su rostro es impresionante. La expresión corporal también es buena, aunque a la hora de hacer mutis sale de escena con brinquitos de María Candelaria en las películas del Indio Fernández: ese trotecito quiebra el ritmo, intensamente dramático, de la excelente versión escénica de Sergio Juárez.

Otros defectos que podrían señalarse es que nunca vemos pintar al personaje, cuya vida trascendió precisamente porque fue un artista original y portentoso: a veces sale dibujando en una carpeta pero más parece un niño de kínder decrépito y enloquecido que traza garabatos sin ton ni son, que un dibujante creando apuntes para sus óleos. Además aparece el lugar común del maniático que se corta la oreja como clímax y el balazo final, sin haber expresado la grandeza de este autorretrato escénico.

A pesar de esos pequeños defectos, más de dirección que de actuación, el Van Gogh de Sergio Juárez es un espectáculo artístico muy disfrutable: a uno se le pone chinita la piel cuando él circula entre las mesas en estado catatónico y la mirada encendida de furor mezclado con un profundo desaliento, muy bien expresados en el rostro, en las manos y en la acción dramática.

Noviembre de 2002

miércoles, 30 de marzo de 2011

elko vázquez

Flores, frutos y otras yerbas del paisaje interior
Presentación del libro Jardín de luna, de Elko Omar Vázquez Erosa

Por Jesús Chávez Marín

Entre los discursos propios y ajenos que diariamente dan forma a los pensamientos, el texto poético es el más destilado, el más denso y el de armónica sonoridad. Entre la masa de información que nos llena la mente individual y colectiva de asesinatos sangrientos, aviones que estallan, fraudes financieros y políticos, borracheras terminales, kilómetros de anuncios agresivos y frivolidad descarada, existe también un libro de poemas como un acto de fortaleza y purificación.

Es cierto que mucha gente puede pasarse la vida sin leer poemas, aunque su vida será limitada porque nunca habrá de entender que en el sonido de las palabras se halla el aroma y la luz que rebelan aspectos de la propia existencia de cada persona y que el sentido pleno de las palabras, su significación más precisa, solo se realiza en el poema.

También es cierto que en cada época hubo quienes se atrevieron a navegar en su propia identidad para expandir la percepción y escribir este tipo de textos tan íntimos y a la vez tan universales, donde los lectores pueden reconocer como propias las voces inesperadas, sorprendentes, las que dejan la sensación de que ya las habíamos pensado nosotros mismos en alguna situación especial donde sucedió el amor, o el dolor, o el miedo y el presagio de la muerte, o el misterio de una mirada o la belleza de un rostro o un paisaje o un aroma o el milagro sereno de la amistad.

Un escritor profesional, como lo es Elko Omar Vázquez Erosa, quien tiene tres libros publicados y además se dedica todos los días a escribir notas periodísticas para televisión; estudió la carrera de ciencias de la información y se dedicó en un tiempo a escribir a destajo todo tipo de textos escolares y académicos por encargo en una pequeña empresa que tenían él y su mamá... un escritor profesional tiene la capacidad técnica para redactar cualquier tipo de texto que se proponga.

Excepto el poema.

Para escribirlo no basta solo la destreza y el uso correcto de las reglas gramaticales y la preceptiva. También hace falta que el poema llegue, que abra por un instante la ventana de la poesía. Y que en ese instante el poeta haya estado alerta y vigoroso para resistir la iluminación que sucede y pueda entonces iniciar el acto de la verbalización, de la escritura.

Nadie duda que los poetas son personas distintas a los demás. Incluso los hombres torpes que se burlan de los poetas y piensan que son locos, que están chiflados y que están fuera de la realidad, saben que ellos son diferentes al común de la gente. Que son sensibles. En esencia son más fuertes. Saben mirar con exactitud y mayor ángulo el territorio material y el territorio imaginario. Elko Omar Vázquez Erosa es uno de esos hombres.

En este nuevo libro suyo que hoy se presenta, editado bellamente por el Instituto Chihuahuense de la Cultura, reconocemos de inmediato el estilo Elko: versos de imágenes muy sutiles, volátiles; un lenguaje refinado y difícil donde se asoma un lector muy activo, en las referencias a muchos códigos culturales, mitología, metáforas y símbolos, pero sin recargamientos librescos ni culteranos; un tono leve de romanticismo bohemio y castizo; una reflexión filosófica y una línea estética de la tristeza y el dolor; una paisaje bien descrito donde la naturaleza aparece con todos los colores, olores, sonidos, en el canto emocionado de una contemplación y una esencia íntima, y donde también existen los automóviles y otras máquinas.

En este libro la voz poética habla en primera persona y dirige su discurso a una protagonista, o quizá podrían ser varias pero pareciera que en las tres partes que forman su estructura la mujer es la misma, en la mayor parte de los textos. En la primera estrofa se expresa claramente de qué trata el libro completo, desde sus muy diversos ángulos:

Motas de polvo
suspendidas en el aire
que rabiosas de luz como tus ojos,
vienen a adueñarse de lo oscuro.

El texto se propone desde el inicio corporeizar con palabras lo inasible: la luz, la mirada de los ojos azules de la protagonista, el fulgor del sol en el color de su cabello, el gesto de un rostro en la despedida, el recuerdo en las marcas del propio cuerpo o en el humo del cigarro.

Rocío, agua lustral,
lluvia que se estrella
en los cristales

La presencia de la mujer puede forjarse con ingredientes concretos que alcanzan cualquier distancia y que le dan a la vida un sentido:

Un sorbo de vino turbio,
volutas de humo azul
que escapan por los hoyuelos del granero
y el paisaje que habla de recuerdos,
de luchas y conquistas, de viajes por el mar.

Todo esto puede suceder en un ambiente hostil y despiadado, como algunos días del invierno:

La lluvia como púas de hielo

La crueldad de la naturaleza, metáfora de ausencia, irrumpe en el propio cuerpo y cala muy hondo:

Aire helado que desea formar parte de los huesos

Una característica del formato con el que este autor suele componer su escritura es que el primer verso de cada poema funciona a la vez como título y como frase inicial del texto, pues lo presenta subrayado en itálicas y con tinta más fuerte. El autor le da a ese primer verso esa doble significación y logra de esta manera una fuerza muy concentrada y sintética, que ilumina el sentido de los demás versos. Como ejemplo se transcribe el siguiente texto:

Desde entonces te inventaba
en el juego ocioso y en las líneas de mis libros,
en el barro que está en la orilla del arroyo,
en los juguetes y en los mitos.

En las noches tenebrosas, cuando faltaba la luna,
entonces te creaba en la flama de las velas,
con el sonido familiar del viento en las rendijas.

En solo siete versos el punto de vista recorre distintos paisajes y sensaciones: los libros, el río, el juego, la imaginación, la noche, el recinto apenas iluminado en el que vibra la fuerza del viento. En todos esos ámbitos se va inventando la ilusión de una presencia anhelada.

El autor tiene habilidad para expresar sensaciones telúricas y concentrarlas en una acertada mezcla de imágenes, como en estos dos versos:

Se carga el cielo de humedad
y se vuelve perfume el adobe de las ruinas

Sin perder el tono de estoica serenidad que la caracteriza, la voz poética se inclina a veces hacia la ternura, como puede oírse en esta estrofa del poema que se llama "Para llevarte lejos":

Para que seas una niña,
para que estés segura,
para mantenerte abrigada
en un lecho de seda

A veces el autor hace referencia a leyendas y lecciones de la tradición, y atribuye algunos de sus relatos y sus ideas a un personaje colectivo a quien nombra “los viejos”, como en esta estrofa que es también ejemplo de su capacidad de concentración y densidad:

Dicen los viejos que hace mucho
vinieron las hijas de la luna
a robar los frutos del edén,
y al tocar la tierra...
se les cayeron las alas.

Resulta muy dinámico en la lectura ese juego textual donde se mezcla un diálogo con la mujer, esas cartas que se van escribiendo desde la distancia y la evocación, los ecos de su recuerdo sonando en viejos muros o en el campo abierto y también la acción de perseguirla y darle vida en las palabras, en tomarla como fuente del poema:

Transformas los rincones en poesía,
te pierdes entre resonancias

Todo el libro puede leerse también como una historia de amor en el que el protagonista está dispuesto a perseguir a la protagonista en todas las dimensiones, hasta fundirse con ella en la tierra y en la muerte:

Voy a llevarte hasta la tumba,
voy a ponerte ofrendas
y luego abrazaré la tierra
y me secaré, junto a las flores.

Amor constante más allá de la muerte, amor aferrado en las palabras y en el propósito de trascendencia.

En la tercera parte del libro, que se titula “Estudios y fragmentos”, hay una variedad de temas, aunque se sigue sosteniendo el diálogo con el personaje femenino que silenciosa escucha o ausente lee las palabras que se pronunciaron o se escribieron para ella. Un ejemplo es este poema que alude a esas imágenes y estructuras que se van derritiendo en la pantalla de una computadora por una falla de sistema, ante la angustia del que aterrado mira la desaparición:

Dudas en la agonía del milenio:
¿y si los dioses regresan por sus fueros
y la realidad se ve, de pronto,
desdibujada en sus contornos?

¿Y si acechan formas
de tiempos extraviados y blasfemos
y desaparece nuestro mundo, sin dejar siquiera
huellas en el polvo que sobrenada el cosmos?

O de este otro que es vivo retrato del vino y de su conexión con el sueño mezclado en el delirio y la lucidez intensa y efímera. Su primera estrofa es esta:

Nada como el vino:
tiene el perfume,
tiene el color,
la suave textura
que se va adueñando
de los sentidos.

Este poema cierra brillantemente en su estrofa final:

de las flores fantasma
que proyectaba la copa,
de la sigilosa mirada
que sorprende un instante
—un mísero instante—.

En la desolación, el personaje protagonista de la voz poética desciende a veces al abismo de la soledad y la tristeza, la de la falta de sentido de la vida que se halla en las sensaciones elementales del cuerpo, como puede verse en el siguiente poema:

¿Será el olvido que hallan los lotófagos
el fin último de la existencia?

¿Será la mirada estúpida de la satisfacción
la gloria de que hablan los profetas?

¿Será la falta de ilusiones la que corona
los sueños, las fatigas y todos los afanes?

¿Serán tus ojos un cigarro, tal vez dormir,
o la embriaguez metódica?

No queda más que reconocerse en estos versos cuando hemos sentido que ya se fueron todos los trenes, cuando parece que ya solo ha quedado la cotidiana dosis de comida, trabajo, dinero, licor semanal y una cajetilla de cigarros que se consume como el cuerpo en el tiempo inútil.
Sin embargo el poeta no se deja vencer. Cuando todo ha pasado y la vida ya no tiene sentido, quedan los recuerdos como el polvo enamorado del que habló Quevedo:

En los vasos rabiosos te recuerdo,
en las cenizas compactadas,
en el fluir del automóvil;

en efímeras flores que de esquirlas
nacieron en el muro,
en el grito que tronaba por las calles,
en el borde que me sacudió
todos los huesos,

y en las prendas íntimas
que asomaron
por un velo de cristal.

En estos poemas se percibe una atmósfera bien definida. Se trata de un libro notable en su claridad, en el vuelo de las imágenes y en la expresión exacta de sentimientos colectivos. Para terminar solo me queda recomendarles la lectura de este autor, Elko Omar Vázquez Erosa, quien escribe para este tiempo, y con su obra define, inventa y consigue que los sueños queden bien armonizados en las palabras, en su exacta escritura.

Vázquez Erosa, Elko Omar: Jardín de luna. Editorial Instituto Chihuahuense de la Cultura, México, 2002.

Agosto de 2002

jueves, 3 de marzo de 2011

césar francisco pacheco loya


Trabajos y pensamientos de un joven médico en la Sierra Tarahumara

Por Jesús Chávez Marín

Los visitantes de la Sierra Tarahumara quedan impresionados para siempre por la imponente belleza de su paisaje, el frío despiadado en el invierno más oscuro, la dignidad serena de los indígenas y también la pobreza material de su vida, acechada desde el siglo 17 por la codicia sucesiva de mineros, madereros, comerciantes, fotógrafos, políticos, narcotraficantes y promotores de turismo que vinieron a este lugar de montañas, abismos y planicies a imponer por la fuerza y por la invasión de una cultura agresiva y ajena, un idioma distinto y el desorden de unas ideas superficiales sostenidas solamente por el sueño de una riqueza fabulosa.

A lo largo de cuatro siglos esa tierra se fue poblando de historias, algunas tan crueles como el código violento de los asesinatos naturales que restablecen la honra y recuperan con la venganza el equilibrio social en comunidades neuróticas y aisladas. Otras son de heroísmo y nobleza, comunican serenidad y alegría de la vida que imaginamos como destino, donde los personajes vencen las adversidades con la claridad de las ideas, la constancia saludable del trabajo y el amor.

Podemos asomarnos a la sierra Tarahumara por medio de algún viaje que incluya largas caminatas y conversaciones donde voces y relatos nos deleiten con recuerdos y con sueños colectivos.

También podemos asomarnos por medio de algunos libros, que por cierto no abundan los que tratan de la Sierra Tarahumara, cuya extensa región y larga historia siguen a la sombra del misterio y la ignorancia.

El libro que hoy se presenta, escrito por César Francisco Pacheco Loya y editado bellamente por el Instituto Chihuahuense de la Cultura, será sin duda uno de los textos más deleitosos para conocer algunas de las historias de la sierra de Chihuahua. Inscrito en el género de novela de no ficción, esta obra tiene la estructura de un libro de memorias, el tono de un relato de ritmo cinematográfico, con habilidad para retratar paisajes y ambientes, para recrear el habla y las voces auténticas en los diálogos de los personajes y para reflexionar sobre los hechos que se narran, manteniendo un lenguaje sobrio, de gran efectividad.

El autor relata un año en la vida de un joven médico que en 1972 se fue a vivir a Guachochi, lugar donde habrá de cumplir su servicio social y a iniciar su vida profesional. Al inicio aparece un personaje ocupado en preparativos y pensando en sus nuevas responsabilidades, su hija recién nacida y su hijo primogénito que recientemente había cumplido tres años. A pesar su juventud, es un hombre precavido y cuidadoso: en su jeep, perfectamente equipado para el camino escabroso y el clima inclemente del invierno en la sierra a principios de enero, carga víveres, medicamentos, equipo quirúrgico y las herramientas que pudieran hacer falta en un viaje difícil. A las cinco de la mañana del siguiente día, inició su camino.

Por esos días habían sucedido aquellos tres asaltos bancarios simultáneos en la ciudad de Chihuahua, así que los caminos y carreteras estaba erizados de retenes militares. Hacía poco que había salido por la carretera a Cuauhtémoc, cuando un grupo de soldados lo obligó a detenerse:

Irremediablemente llegué hasta el sitio en donde me marcaban el alto; en cuanto frené el vehículo, dos militares se acercaron apuntándome con fusiles y con extrema agresividad me ordenaron con voz tonante:
—¡Bájate con las manos en alto o te apeamos a culatazos!
Sin chistar obedecí y después me exigieron a gritos:
—Pon las manos sobre el cofre del vehículo y no vayas a hacer ningún movimiento en falso porque te tronamos.

El joven doctor no había tenido tiempo de enterarse de los asaltos que traían tan nerviosos a los soldados, ocupado en esos días con el nacimiento de su hija y los preparativos para su residencia médica, así que no se esperaba aquel encuentro con gente armada. Tuvo que enfrentar el acoso de varios retenes, de los cuales solo pudo salir bien librado con su nombramiento oficial del Instituto Nacional Indigenista, documento que luego de un diálogo a gritos y malas razones, los soldados leían con dificultad. Luego de horas de camino, lo detiene otro grupo:

Un individuo de piel blanca, aunque enrojecida por el frío, me preguntó:
—Quién eres tú?
Sin responderle saqué de una de las bolsas exteriores de la chamarra el sobre que contenía mi oficio de presentación y extendí mi brazo para entregárselo.
Callado y con su gesto endurecido lo tomó en sus manos; pero a pesar de hacer sus mejores esfuerzos no logró su objetivo. Evidenciando su aterradora ignorancia le ordenó a su segundo:
—A ver, Gulmaro, qué chingaos dice este papel que me acaba de intregar este cabrón.
Después de una lectura propia de un niño de segundo de primaria, le dijo:
—Va pa’ Guachochi a prestar un servicio.
El jefe, pasando su mano sobre la cacha de la pistola en señal de que dejaba clara su autoridad, me preguntó con voz gutural:
—¿Qué clase de servicio vas a prestar tan lejos?
Sin moverme del lugar en que me encontraba, le respondí:
—Soy médico. Voy a cumplir mi servicio social.

Con ingenio irónico, el autor le da un contrapunto burlón a su relato tan dramático, llamando al piquete de soldados casi analfabetos “guardianes del orden y la razón”.

Tan accidentado inicio solo es el presagio de aquella aventura vital. Pasa por San Javier, su pueblo natal, donde saluda a sus tíos y a sus primos, quienes pensaron que andaba de guerrillero y que había logrado escapar. Pasa con ellos la noche, refugiado en el ambiente cálido y alegre de la familia, y al día siguiente muy temprano sigue su camino, a pesar de que una lluvia tenía signos de convertirse en tormenta de nieve:

A las siete de la mañana continué mi solitario camino por brechas aún más descuidadas que las recorridas el día anterior. El frío intenso formó una capa de hielo en la superficie de la brecha por la que transitaba, los deslizamientos del jeep eran frecuentes y en muchos trayectos sumamente peligrosos.

A las diez de la mañana, al cruzar el río Balleza, comienza a nevar fuerte, pero nada detiene la determinación del viajero:

Con la esperanza de llegar temprano a Guachochi, continué avanzando por un sendero que a veces se perdía en el espesor de la nieve. Piedras y hoyos quedaban ocultos por el blanco velo que la tormenta acumulaba en la cordillera, muy probablemente desde la noche anterior. El desconocimiento del terreno y mi inexperiencia para afrontar tan aciagas condiciones originaron que golpeara el jeep cada metro que avanzaba. En la planicie, que si mal no recuerdo es conocida como Mesa de Agostadero, una de las llantas delanteras cayó en un hoyo y los estruendos que se produjeron evidenciaron que el vehículo había sufrido un daño considerable. Cuando bajé a revisar el desperfecto me di cuenta que el muelle maestro derecho se había quebrado, la flecha delantera se salió de su ensamble con la transmisión y la rueda se encontraba atorada entre la defensa y en chasis.

Como no pasaba ni un alma, el joven se prepara con valentía a pasar la noche más larga de su vida. Toma su hacha y corta leña de un pino derribado quizá por un rayo a veinte metros del jeep, con habilidad prende una fogata mientras escucha a lo lejos el zumbido del viento en la tormenta y muy cercano el aullido de dos manadas de lobos, desde dos orillas distintas. La acción es narrada con tanta habilidad que el lector siente angustia por aquel hombre de veinticuatro años de edad, en la soledad oscura y helada.

Dos días después el hombre pudo llegar a Guachochi. A la mañana siguiente inició con energía sus actividades de médico, en un medio de recursos escasos donde muchas veces se acostumbraba esperar la muerte de los pacientes graves, cuando no había manera de trasladarlos en avioneta hacia hospitales de Chihuahua. Pero el recién llegado nunca se conformó con aquel destino fatal: con inteligencia y empeño se enfrentaba a la adversidad y al dolor hasta vencerlos y conseguir que su ciencia y su trabajo forjaran un oficio hábil y apasionado, sus manos se acostumbraron a lograr prodigios con toda naturalidad, todos los días, en un medio donde la higiene no formaba parte de la cultura cotidiana y la pobreza y la desnutrición causan estragos.

Con igual habilidad narrativa, el autor relata las peripecias del doctor, de sus escasos ayudantes y de sus muchos pacientes.

A los pocos días de llegar, mandó traer a su familia y desde entonces su joven esposa fue la más cercana de sus colaboradoras, compañera natural y entusiasta de todos los empeños y los viajes por lugares lejanos de la sierra, en los alrededores de la cínica de Guachochi, donde tenía su plaza.
A los pocos días de llegar, le había tocado organizar sin previo aviso el apoyo médico para el Séptimo Congreso de los Pueblos Tarahumares. Se esperaba que al congreso habría de llegar Luis Echeverría, presidente de la república, así que los dos hoteles del poblado se llenaron de políticos, funcionarios del gobierno; también locutores y camarógrafos de televisión que llegaron en grandes camiones equipados con antenas, que muy pronto agotaron la comida disponible. También se esperaba la llegada de cincomil indígenas que muy mal se refugiaron de la nieve en una plaza rodeada de pinos. Todo eso representaba un problema médico serio, que se había esperado sin precauciones. El recién llegado paso noches sin dormir, atendiendo a pacientes con la respiración destrozada por el frío.
Como esa historia, en el libro se cuentan muchas otras en un ambiente narrativo que a veces llega a ser delirante.

A pesar de que el texto se mantiene el estricto realismo, los hechos a veces son tan extremos que parece una novela de fantasía. Como cuando el doctor se vio obligado por las circunstancias a utilizar equipo de anestesia que venía de los tiempos de la primera guerra mundial y que había estado arrumbado en una bodega; o el niño de un internado que murió de anemia literalmente vampirizado por los piojos mientras el maestro que estaba a cargo se rascaba la cabeza en un gesto de resignada fatalidad; la mujer que casi se muere en un parto múltiple ante la indiferencia molesta de sus hermanos, cinco gigantes indolentes, y su furiosa tía; el médico arrebatado, colaborador del personaje principal, que muere en una carretera enmedio de un incendio de paja y gasolina.

En su relato, que alcanza muchas significaciones y simbolismos con solo narrar con naturalidad las acciones y los diálogos, el autor jamás se ocupa de aplicar juicios ni de dar lecciones simples, ni morales ni políticas. Sin embargo la novela entera, a cada página, es una lección de profunda humanidad y traza una silueta bien pensada del destino, el amor, la vida y la muerte. En el texto hay también pasajes de buen humor, de una ironía ingeniosa y fina, de la que ya dimos una sola muestra. Al narrar, el texto refleja también los pensamientos de un escritor habituado a reflexionar, a pensar y recordar. Hay un pasaje donde se cuenta la costumbre de muchos indígenas que se resisten a acudir a los médicos y a las clínicas, hasta que lo avanzado de su enfermedad los obliga a emprender febriles caminatas en busca tardía de auxilio. La secuencia relata que uno de ellos no alcanzó a llegar, y murió a medio camino acompañado de su familia:

Junto al lugar en que la muerte había vencido a aquel miserable, una mujer lloraba en silencio; sus hijos pequeños aterrorizados por el llanto de su madre se aferraban con sus manitas a las amplias enaguas. Tal parecía que los chiquitines entendían que la materia inerte que formaba el cuerpo de quien había sido su padre ya pertenecía a otra dimensión, inalcanzable para ellos.

Novela de aventuras, novela de ideas, autobiografía estricta y testimonio atento de los hechos, este libro resulta una grata sorpresa de lectura por su texto tan ágil y ameno, su punto de vista muy firme, fincado en el narrador personaje que al contar los hechos con su visión de médico, mezcla de joven idealista de veinticuatro años en el presente del relato, el tiempo de la acción, y de pensador y humanista profundo en el tiempo de la escritura y la memoria, logra una visión original, una coloración y un tono que enfoca ángulos de la realidad que solo pueden ser posibles en el arte de esta novela, en la textura de su prosa, en los diálogos de sus personajes y en la expresión narrativa que el buen oficio de César Francisco Pacheco Loya ha conseguido.

Espero que estos comentarios hayan logrado el impulso de leer este libro que, sin duda, habrán de disfrutar mucho, donde habrán de hallar varios niveles de lectura como suele suceder con los buenos libros. En sus páginas tendrán ustedes un inolvidable encuentro, tal como lo tuvo el personaje de esta novela. Conocerán muchas expresiones del dolor, pobreza, furia, muerte, y también la dignidad del trabajo, valentía y honradez de quienes aprenden a pensar, a viajar, a sonreír y a enfrentar las adversidades de la existencia.

Pachecho Loya, César Francisco: Encuentro con un medio desconocido. Editorial del Instituto Chihuahuense de la Cultura, México, 2002.


Junio 2002.