lunes, 25 de agosto de 2014

bipolar

La tristeza sin causa y su otra orilla

Por Jesús Chávez Marín

Esteban es amigo mío desde la infancia y un sábado que duramos horas en el café me platicó su historia de bipolar. De eso nunca le gustaba hablar, unos años atrás yo me había acostumbrado a su vida irregular, a que desapareciera en la bruma, meses sin verlo, y a que de repente llegara exaltado y ansioso a contar un montón de aventuras confusas y proyectos que iniciaba desaforado y mediante los cuales estaban a punto de suceder actos grandiosos, que luego nunca pasaban. A pesar de eso, ahora era un hombre sensato, de diez años para acá había recuperado la estabilidad emocional.

Aquel sábado me contó que en 1985 fue a parar al hospital de la Clínica del Parque, a donde lo llevaron a causa de un insomnio muy agitado que duró tres noches seguidas en las que tuvo una serie de delirios que oscilaban desde el terror hasta la hilaridad: la angustia y la risa en un solo paquete de irracionalidad. La madrugada última, la conducta de Esteban llegó a ser un espectáculo grotesco, hasta que un familiar suyo llamó a una ambulancia. El hombre, ya en el delirio constante, se sentía una especie de prisionero en un derrotero que imaginaba como el fin del mundo.

En el hospital le hicieron preguntas anodinas que él contestaba con certeza, cómo se llama, cuál es la fecha de hoy, en qué ciudad estamos, y al mismo tiempo le inyectaron algo en la vena, nunca supo cuáles medicamentos, y estuvo tres días inconsciente. Eso le contaron cuando despertó, y luego pasaron dos semanas de una convalecencia que le pareció una zona extraña, con imágenes cotidianas mezcladas en una sensación de irrealidad, noches de pensamientos sombríos, rencores y conciencia culpable, días enteros durmiendo, sueños turbios, ojos que lo miraban con dolor y lástima.

Esteban me asegura que nunca antes ni después de aquellos hechos llegó a tener ese tipo de conductas alteradas, y que en los meses que siguieron inició diversos tratamientos psiquiátricos y tomó pastillas de marcas que ahora ya no recuerda. Le dieron explicaciones posibles de aquel trastorno tan violento: que había tenido un brote psicótico, que era maniaco depresivo y lo sería para el resto de la vida; que la causa tal vez fuera hereditaria y era posible también que él mismo fuera otro eslabón de aquella maldición genética; que el origen de esa enfermedad aún no se conoce a ciencia cierta pero que, por otro lado, ese padecimiento tiene tratamientos de control médico con el cual podría llevar una vida completamente normal hasta que se muriera.

Entre los psiquiatras que consultó hubo uno muy agresivo que llegó a decirle: si no sigue al pie de la letra el tratamiento, si no se toma completas y a sus horas las dosis exactas que le estoy indicando, si no viene puntal a las consultas conmigo cada semana, muy pronto lo voy a ver vagando por las calles, se lo advierto.

Con tantas explicaciones, algunas contradictorias, y con la condena vitalicia y hasta milenaria de ser maniático y depresivo, de padecer lo que pocos años después fue clasificado como trastorno bipolar, con meses de tratamientos que no daban pie con bola y lo mantenían adormecido y torpe, Esteban decidió abandonar todo tipo de tratamientos, dejó de consultar psiquiatras que nunca le dijeron claramente para qué servían tantas pastillas ni qué remediaban. Ahora sabe que aquella fue una mala decisión, pero en 1986 parecía esperanzadora la posibilidad de recuperar la que había sido su vida anterior, guiada por la pura voluntad. Enmendar los errores y seguir adelante.

Así pasaron doce años. Quien lo viera vivir no tan de cerca hubiera pensado que Esteban era un hombre como cualquier otro, sin más sobresaltos de los que cotidianamente suelen suceder. Su conducta pública era digamos normal, cumplía con el trabajo, sus obligaciones civiles, frecuentaba a los amigos, manejaba la vida social. Pero los que convivían con él de cerca eran testigos de sus largos periodos de melancolía que llegaban a durar hasta ocho meses, en los que vivía como un hombre triste y apenas con ánimo suficiente para levantarse en las mañanas, comer sin ganas, trabajar sin ambiciones y apenas con el empeño que fuera necesario para cumplir con las tareas diarias. También fueron testigos y a veces víctimas de su lado oscuro.

Dice Esteban que de pronto, sin explicaciones ni aparente causa, desaparecía la tristeza, surgían los días iluminados, la alegría intensa, el gozo a todo volumen, la exaltación de los sentidos y el ánimo, cuando se prendían ideas y disparates que a él le parecían geniales; una energía inagotable. Y el insomnio. Quienes convivían de cerca con él empezaban entonces a preocuparse y su impaciencia llegaba pronto. Eso resultaba intolerable para Esteban, que en pleno acelere ya se sentía el rey del barrio y más listo que cualquiera, tanto que su conducta llegaba a ser agresiva, no como para llegar a lesionar a nadie, pero sí para los gritos y a las justificaciones inverosímiles.

Perdió amigos. Algunas de sus relaciones familiares quedaron dañadas y en breves años llegaron separaciones penosas. Su conducta llegó a afectarlo también en los negocios, en el trabajo, aunque lo salvó su voluntad inquebrantable del deber cumplido y su temor casi rural por las deudas de dinero. Hasta que un día de 1998 volvió a buscar ayuda médica y así conoció a un psiquiatra que además era, según Esteban, una especie de sabio por la claridad y la sencillez con la que desentrañó en solo dos tardes la maraña en la que se le había convertido la vida, con una mezcla de resignación y descuido.

Ese psiquiatra, que se llama Rodolfo Caballero, le dijo que para nada serviría que le contara su pasado, ni la infancia, ni los temores; que eso de muy poco podría ayudarle. Que el problema suyo era bioquímico, de neurotransmisores. Que en su sangre falta un mineral que se llama litio, y el único remedio para su mal era administrar la dosis exacta.

El litio era en ese entonces un medicamento de precio muy bajo y no se manejaba como controlado, se vendía sin receta en las farmacias. En años recientes se volvió más caro, la demanda aumentó por sus buenos resultados. Fue Rodolfo Caballero uno de los primeros médicos en administrarlo en Chihuahua. Es una sustancia que en dosis excesivas puede causar una intoxicación y en dosis más bajas de las necesarias no sirve de mucho. Así que periódicamente hay que estar midiendo los niveles de litio en la sangre.

Desde ese año y hasta la fecha, mi amigo Esteban ha vivido una vida sin sobresaltos; desaparecieron aquellos meses de tristeza en los que se sentía poquito menos que basura y aquellos días vertiginosos y exaltados. A pesar de eso, tuvo que aprender a vivir con un cierto caudal de desprestigio. De árbol caído muchos hacen leña y existe la alegría malvada ante el dolor ajeno.

Nunca logró recuperar la confianza completa de quienes habían escuchado los rumores de su verdadera historia. Solo quienes lo conocemos de cerca sabemos de su recuperación, y le seguimos teniendo el afecto de siempre, el que nos hacía sufrir junto con él sus crisis y alegrarnos de su serenidad y ahora de su buena salud.

Mayo 2011

lunes, 18 de agosto de 2014

gabriela rascón licano


Noviembre 2010

 

Lic. Óscar Quiroz

Director de U.B.R

Maestro: soy profesor de literatura y desde hace tres meses estoy impartiendo un curso de poesía, relato y teoría literaria a la señora Gabriela Rascón Licano, quien es interna en la institución que usted dirige. Como usted está enterado, durante las últimas semanas la clase se realiza todos los sábados, de diez de la mañana a las doce del mediodía.

Como también está usted enterado, ella es autora de la novela Desierto rojo, publicada hace un año. Es muy buena escritora, tiene talento para la poesía y un temperamento artístico notable. Actualmente está componiendo un libro de poemas. Su propósito es mandar esa obra a un concurso literario nacional al que convoca el Instituto Nacional de Bellas Artes. El objetivo central del curso de literatura que ella toma conmigo es la redacción, la estructura y la corrección de estilo de ese libro.

Hace tres semanas me comentó que por una disposición disciplinaria le fue suspendido el uso de su computadora tipo lap top con la que ella trabaja. La usa para sus trabajos de escritora y para las clases que imparte actualmente como profesora.

Ante la necesidad que ella tiene de su computadora, como herramienta de trabajo indispensable en nuestra época tanto para una escritora como para una maestra, quiero interceder a su favor y solicitar a usted y a las autoridades que correspondan, que le sea permitido de nuevo el uso de su computadora.

A su administración la ha distinguido su fina sensibilidad y el empeño en promover la educación de quienes dependen de su gobierno. Apelo a esto para respaldar mi respetuosa solicitud.

Atentamente


Jesús Chávez Marín
Editor y profesor de literatura

lunes, 11 de agosto de 2014

Chuy



El otro

Por Jesús Chávez Marín

23 de diciembre de 1953. Querida Rosa: Como no te voy a ver en Navidad porque me dijiste que andarás con tu gente y no te vas a poder escapar ni un rato, te escribo para decirte que andabas muy bonita el domingo pasado en la plaza; te vi de lejos con tus niños. Y con él. Estoy pensando que para el año nuevo tampoco vendrás, y que todo ya hasta que pasen estos días. Ni modo, mi chinita, así nos tocó esta vida. Quiéreme mucho aunque no me puedas dar el abrazo de Noche Buena, acuérdate un poquito de mí a las meras doce. Yo estaré trabajando a esa hora, pedí cubrir ese turno para que se me distraiga la tristeza de que no estés conmigo. Tuyo, Chuy.

lunes, 4 de agosto de 2014

JChM. Defeños deciden aquí la calidad literaria. Mario Saavedra piensa que ellos son los únicos jueces válidos


Defeños deciden aquí la calidad literaria. Saavedra piensa que ellos son los únicos jueces válidos 

Por Jesús Chávez Marín 

Un curioso caso de centralismo trasnochado, en una región cuyo gobernador ha ganado prestigio de rebelde y crítico frente al aparato federal, sucede en la coordinación de las becas Siqueiros que otorga el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes: son exclusivamente defeños los jueces de ese concurso anual.

Y no solo las becas: también el Premio Chihuahua y el Premio Testimonio, que el Gobierno del Estado otorga cada año a los más distinguidos artistas mediante concurso, tienen como jueces a señores y señoras que moran y trabajan en el Distrito Federal.

El coordinador de los tres certámenes es Mario Saavedra, jefe de áreas del Instituto Chihuahuense de la Cultura. Cuando le preguntan sobre ese asunto, responde: “es para garantizar la objetividad y la justicia de los premios y estímulos, con jurados que no sean de aquí, para que no sepan la identidad de los concursantes”.

Sin embargo, pareciera que no hay literatos en Durango, por ejemplo, en Monterrey o Sinaloa, que pudieran ser tan capaces como los capitalinos para juzgar la calidad literaria de los chihuahuenses.

Y es que a Saavedra le gusta ir al Distrito Federal, con sus efectivos viáticos de gobierno, para que sean los de allá quienes decidan a quiénes, entre los que en esta tierra escriben, habrán de otorgarles ellos una beca, un premio.

A este señor no se le ocurre pensar que a lo mejor los intelectuales del Distrito Federal no comprenden del todo el lenguaje, el habla y las reflexiones de nosotros, fronterizos habitantes de la sierra y el desierto de Chihuahua.

Otra situación grave es que cuando Saavedra anuncia a los ganadores de cada año. Tiene por costumbre mantener en secreto los nombres de quienes integraron el jurado de cada concurso, cuando dar esa información es compromiso establecido en la convocatoria y en la Ley del Premio Chihuahua. Todo esto debería preocuparnos un tanto, cuanto, ¿no creen ustedes? 

Enero 2003