La guerra de los pobres
Por Jesús Chávez Marín
La cosa se le puso del carajo al gobierno mexicano en Chiapas: el
ejército zapatista de liberación nacional (EZLN) le declaró la guerra, ni más
ni menos, en un manifiesto donde llama dictador al presidente Salinas
con estas palabras:
Conforme a esta declaración de guerra pedimos a los otros
poderes de la nación se aboquen a restaurar la legalidad y la estabilidad de la
nación deponiendo al dictador.
En los últimos noticieros de diciembre los locutores de la televisión
habían festejado sonrientes que faltaban pocos minutos para que entrara en
vigor el tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, que según ellos
habría de ser casi el paraíso. Optimistas a huevo, enumeraban el montón de
mercancías con las que entraríamos por la puerta grande a la modernidad y al primer
mundo (en el inventario estábamos todos incluidos en calidad de mano de obra
barata). En su mundo feliz no existían lacandones ni desempleados, niños
tarahumaras muriendo de frío, ni desnutridos o ignorantes.
Pocas horas después la televisión habría de trasmitir imágenes de
guerra en territorio nacional.
Todo empezó a las 0:30 horas del día primero del año 1994. Un numeroso
grupo de hombres y mujeres, integrantes del autodenominado EZLN tomaron por medio de las armas cuatro
ciudades de Chiapas: San Cristóbal de las Casas, Las Margaritas, Altamirano y
Ocosingo. La acción fue simultanea y sorpresiva en los cuatro lugares y
realizada con disciplina y habilidad táctica. En Ocosingo la batalla por el
palacio municipal, defendido por la policía, duró hasta las cuatro de la tarde.
En la madrugada los sublevados tomaron las presidencias municipales de
las otras tres ciudades y destruyeron algunos edificios del poder. Luego
pegaron en las paredes más visibles de las calles un documento, una declaración
de guerra contra el ejército federal mexicano. En el texto se sujetan a las
leyes de la convención de Ginebra como fuerzas beligerantes y manifiestan que
se atienen al artículo 39 de la Constitución mexicana.
Somos producto de 500 años de luchas, dice
el documento, hombres pobres como nosotros a los que se nos ha negado la
preparación más elemental para así poder utilizarnos como carne de cañón y
saquear las riquezas de nuestra patria sin importarles que estemos muriendo de
hambre y enfermedades curables, sin importarles que no tengamos nada,
absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni
alimentación, ni educación; sin tener derecho a elegir libre y democráticamente
a nuestras autoridades, sin independencia de los extranjeros, sin paz ni
justicia para nosotros y nuestros hijos.
La tarde del sábado 1 de enero, el comandante Marcos [todavía no
se le ocurría la sangronada de llamarse subcomandante] salió al balcón de la
presidencia municipal de San Cristóbal para entablar un diálogo público ante 400 personas que llenaban media plaza. Apareció vestido con el uniforme
rojo y negro del EZLN y cubirto el rostro con un pasamontañas. De viva voz
respondió las preguntas que se le hicieron. Dijo que decidieron levantarse en
armas como respuesta a la entrada en vigor
del tratado de libre comercio (TLC), ya que “este representa un acto un
acta de defunción para las etnias indígenas de México, que son prescindibles
para el gobierno de Carlos Salinas de Gortari”.
En la mañana del domingo empezó a avanzar el ejército federal y hubo
enfrentamientos en las carreteras. Desde el sábado helicópteros y
aviones habían sobrevolado la zona del conflicto con simulacros de ataque. Las
imágenes de la televisión y las fotos de los periódicos mostraron la presencia
inquietante de los guerreros del EZLN al momento de ocupar alcaldías. Una
gran mayoría de ellos eran indios lacandones y tzotziles con el rostro cubierto
y portando uniforme militar negro y rojo. Después vimos soldados federales
corriendo en las carreteras con armas aparatosas, disparando. Heridos
desangrándose en las calles, tanques que se desplazan. Al día siguiente,
helicópteros y aviones bombardeaban a ciegas.
La televisión presentó fragmentos de entrevistas: indios
chiapanecos que apenas hablan español declaran que se lanzaron a la guerra
“para no morir de hambre”. Jóvenes mujeres, guerreras, de voces frescas, hablan
ante las cámaras; traen su cara cubierta con pañoletas ferrocarrileras.
Cuerpos del ejército federal avanzan hacia Chiapas desde varios estados
de la república con un despliegue impresionante de fuerza, erizados de equipo
militar. Para el martes, hay en la región diez mil soldados y cien vehículos de
guerra.
Ese martes 4 de enero el ejército mexicano lanzó un amplio ataque; al
final del día el gobierno anunció que se recuperaron en su totalidad los
municipios tomados. Sin embargo los enfrentamientos siguieron en
algunas zonas ubicadas en los alrededores de las cabeceras municipales y en las
carreras aledañas.
Para entonces la cifra oficial de muertos por ambos bandos suma 93.
Fuentes eclesiásticas de la diócesis de Chiapas dicen que la cifra real llega a
400.
Los rebeldes se replegaron a la sierra y a la selva lacandona. El
ejército bombardeó al sur de San Cristóbal, región densamente poblada de
civiles. Sonaron detonaciones de grueso calibre y el tableteo de las
ametralladoras modernas con las que los soldados atacaban a un ejército popular
pertrechado con armamento endeble: palos, machetes, rifles de utilería, pistolas
antiguas y unos cuantos AK-47 con los que, sin embargo, habían sostenido ya
cuatro días de batallas regulares.
La confusión de la guerra: las imágenes de la sangre se mezclan con la
perorata de los locutores y con las voces razonables que desaprueban la opción
violenta. Se insiste –y con razón– que ese no es el mejor camino para resolver
problemas. Sobre todo porque el costo de vidas sería altísimo. La guerra
moderna es fría, oscura y extremadamente sangrienta; la tecnología pertenece a
los poderosos y ellos usan la guerra cuando se ofrece, en medio de ciudades y
llanuras.
Sería criminal que el ejército federal le diera vuelo a sangre y fuego
al monumental despliegue de fuerza y recursos que en pocos días ha concentrado
en Chiapas. Diez mil soldados son un cabronal, el espectáculo es pavoroso.
La historia da lecciones, Chiapas es una brusca enseñanza: se puede
jugar con todo pero no con la dinamita ni con el hambre.Se pueden barajar ideologías y cifras, se manipulan comicios,
estadísticas y medios de comunicación, pero es un extremo desafiar como factor
la miseria del pueblo.
Se va a seguir pagando propaganda de lujo en la prensa
internacional pero es imposible borrar la presencia de millones de hombres y
mujeres que en México viven en condiciones de penuria, quienes en un momento
cualquiera pueden prepararse y tomar decisiones colectivas tan dramáticas como
tomaron en Chiapas un numeroso grupo de mexicanos que decidieron jugarse su
destino y su vida en un movimiento armado.
5 de enero de 1994