V. Traición
Por Jesús Chávez Marín
El mejor montaje de 1991 es la versión escénica que hizo Mario Humberto
Chávez de Traición , pieza de Harold
Pinter, importante dramaturgo contemporáneo, cuyo texto tradujo aquí Carlos
Ayala.
Al público le encantaba levantarse de sus sillas y asistir a cada escena
siguiendo a los actores, quienes se desplazaban por los bellos espacios de la
Quinta Gameros hacia distintos escenarios de Londres y Venecia, donde sucedía
la acción, el drama.
Al inicio, vemos a una pareja platicando en la mesa de un coqueto
restaurante: ella es Ema (Laura Lee) y él es Jerry (Bernardo Robles). Ella es muy
guapa y se muestra preocupada; él tiene varios kilos de más y se le nota
incómodo, tenso: está frente a quien hasta hace dos años fuera su amante y
luego se convirtió en una movida peligrosa. Además ella es la señora de Robert
(Oscar Erives), el amigo y socio de Jerry en los buenos negocios de la
industria editorial (inglesa).
Los diálogos, muy bien tramados, expresan la peripecia cotidiana de los
personajes, sin grandes revelaciones ni aspavientos van trazando una tensión
dramática y una intriga que de inmediato involucran al espectador. Luego Emma
le confiesa a su examante que va a divorciarse, pues ha descubierto que su
marido (también) le ponía los democráticos cuernos, así que ella se disponía a
mandarlo por un tubo. Ah, y además anoche se lo dijo todo sobre su aventura con
Jerry.
―Pero, ¿cómo fuiste capaz de contarle lo nuestro?
―Tenía que decírselo.
La obra está padre. Con la actuación espléndida de Laura Lee, su
presencia escénica maravillosa y sensual es un bello espectáculo. Erives hace
un personaje interesante, el bello timbre de su voz cautiva al respetable. Hay
escenas donde él solito tiene al público entero en su puño, en una
mirada. Fue memorable aquella parte donde Robert se retira abrazando a
su esposa, con un tejido muy fino de sentimientos donde se enlazan la ternura y
la tristeza; una energía bien sutil se proyectó a los espectadores, quienes los
siguen emocionados con la mirada hasta que ellos desaparecen tras una puerta.
Bernardo Robles no está nada bien para el papel de Jerry; se nota que le
faltaron ensayos y recursos. Salir cayéndose de
borracho en el cuadro 9, donde debió ser un dechado de galantería y seducción,
fue un error evidente. Además le anda urgiendo un curso de expresión corporal,
su rigidez hace a veces que los otros actores lleguen a parecer adustos y
sentenciosos, actitudes que no corresponden al texto en este drama de
costumbres posmodernas.
Lo que ya de plano queda fuera de lugar es el hecho de que el mesero del
restaurante italiano (Andrés Mendoza), se suelta echando tremendos rollos y
sonríe irónicamente frente al público. Una estorbosa intromisión que vende
interpretaciones y sugiere hipótesis cínicas, a veces hasta se burla del
espectador y damitas que lo acompañan. Bueno, algunos de sus parlamentos son
interesantes, muy bien escritos, y Mendoza es un buen autor; pero
estructuralmente su personaje no funciona, hace trizas la tensión dramática y
casi logra convertir el drama en simple chisme.
Por otro lado, el escenógrafo Lomelí no supo aprovechar los espléndidos
espacios teatrales que ofrece con tanta naturalidad la Quinta Gameros y se
conformó con sacar los silloncitos de siempre, cortesía de La Mueblería del Pueblo.
La música estuvo, más o menos, a veces algo melodramática y con demasiado
volumen, pero pasa.
A pesar de esos detalles el montaje es plenamente disfrutable. Y el
público aplaudía con entusiasmo y largueza en todas las funciones.