domingo, 27 de diciembre de 2015

César Edgar Rivero Sáenz



Amor con amor se paga


Por César Edgar Rivero Sáenz y Jesús Chávez Marín


El vuelo de las palomas me salvó de mis recuerdos; a mi paso salieron despavoridas de sus nidos del acueducto y me sacaron de aquel trance. La histórica construcción provocaba en mí remembranzas que, a pesar de atormentarme, eran las que me mantenían vivo.

Desde chico, cruzar por arriba del acueducto era camino obligado; se había convertido en mi lugar preferido para jugar, brincaba entre los arbustos y nadaba en las tinajas de la presa Chuvíscar.

Yo vivía en la Martín López, a un lado del acueducto; dicen que por allí se inició su construcción. Era la única pasada hacia las otras colonias: la Alfredo Chávez y la Campesina; se tenía que cruzar por donde un día, ya antaño, corrió el agua a borbotones; de otra forma habría que atravesar el río Chuvíscar, con el peligro de caer y terminar empapado.

En el acueducto conocí a mi primer amor, Dianita; esa maravillosa construcción colonial me la recordaba; con una piedra filosa tallamos en sus arcos nuestros nombres: “Diana y Ramiro por siempre, 18 de septiembre de 1968”. Teníamos 12 años.

La familia de Dianita se mudó ese invierno a los Estados Unidos. Nunca la volví a ver.

A los 18 conocí a mi verdadero amor, el cual hasta hoy perdura. Pero sea por Dios o por azares del destino, nunca se consumó.

Todo pasa tan rápido. Fue en una ocasión frente a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, por la avenida Zarco, que una muchacha me invitó al grupo de jóvenes; no le pude decir que no y a partir de entonces jamás dejaría de asistir cada lunes. No supe cuándo ni por qué, aquella jovencita angelical dejó el grupo; pero no me importó, pues había puesto mis ojos y mi corazón en un anhelo mayor: sentí que Dios me llamaba para ser sacerdote.

Fue duro para todos aquel llamado, sobre todo para mi madre, soltera y único sustento mío y de mis dos hermanos menores, fruto de un romance con quién sabe quién, nunca lo supe. Yo le ayudaba con el sostenimiento del hogar trabajando en un modesto taller mecánico, aunque me hubiera gustado estudiar una carrera universitaria.

Jamás le pregunté a mi madre por qué todos mis amigos tenían papá y yo no; ella como pudo me había sacado adelante y lo mismo seguía haciendo con mis hermanos. A pesar de sus reclamos, parecidos a los de una madre a la que se le ha muerto un hijo, entré al Seminario. Años después me dieron una beca para concluir mis estudios de teología en Roma. Estaba tan emocionado que no podía esperar a ver a mi madre para contárselo... jamás lo pude hacer.

Aquel sábado salí corriendo del Seminario, y aunque mi casa estaba algo retirada, me fui caminando. Era tanta mi euforia que el camino recorrido a paso veloz me pareció poca cosa. Crucé el obligado tramo del acueducto hacia mi casa en la Peñas Blancas; un frío espantoso se dejaba sentir y parecía rezumar desgracia; a la distancia vi nuestra casita, bastante modesta y desprovista de lo indispensable para las inclemencias del tiempo. Me daba tristeza, pero ¿qué podía yo hacer? En el interior encontré a mis hermanitos llorando desesperados junto a la cama de mi madre. No había resistido.

No tuve a quién acudir: ni padre ni parientes, tampoco a mis amigos, muchos de ellos en la misma situación. La generosidad de los vecinos rebasó mis expectativas, de forma modesta pude darle cristiana sepultura a mi madre. Había olvidado que quería darle una gran noticia y sobre su tumba desprovista de flores, descargué mis penas: no solo me había quedado sin la persona más importante en mi vida, ahora no sabía qué hacer, ¿quién cuidaría de mis hermanitos para que pudiera yo viajar a Roma?

Me dieron un tiempo de receso para arreglar las cosas de mi viaje; verdaderamente no sabía qué hacer, si continuar con mi preparación sacerdotal o sacar adelante a esos dos pequeños. Creí que el deber para con mis hermanos estaba primero. No tuve valor para hablar con el padre rector; solo mandé una carta renunciando al viaje y al sacerdocio.



Tuve muchos trabajos, nunca fijos; varios por día y algunas veces en la noche para poder dar casa, vestido, sustento y educación a mis hermanos; con los años me sentí orgulloso de ellos, aún más cuando ambos culminaron sus carreras universitarias en la ya prominente UACH.

Pero la vida había sido cruel conmigo, porque a pesar de ser un hombre de 50 y tantos años, parecía de 80.

Volaron de nuevo las palomas, ahí estaba yo con mi costal de botes de aluminio que recogía diario para poder comer algo. Mis hermanos, oh sí, mis hermanos, ya con un estatus de vida diferente cada quien tomó su camino. Nunca regresaron. Todos los días recorro el portentoso acueducto donde aún están las marcas que hiciéramos Dianita y yo un día; desde la parte superior contemplo esos árboles maravillosos de mi infancia y el empantanado arroyuelo que queda del Chuvíscar. No he dejado de rezar al Creador, pero ya no le frecuento tan a menudo como cuando seminarista; esos recuerdos y la idea de haber hecho lo correcto me mantienen vivo, aunque ya no tenga nada por qué vivir.

Tantas veces que con ilusión escuché la canción de “Amor con amor se paga”, pero ahora me da un poco de risa. Si algo me toca del amor que di a mis hermanos, le cedo los derechos a la vida, que ella les cobre lo que yo nunca recibí.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Javier Corral en el Sunion

El show y los videos de Javier Corral

Por Jesús Chávez Marín

El feis da para todo, durante los siete días recientes me llegó invitación para el informe del brioso Javier Corral: Hotel Mirador a las 9 del sábado, acompaña a tu senador que sí te representa, no faltes. Al cinco para las nueve subí la escalinata y me formé en la fila para registrarme y que una edecán bonita me pusiera esta pulsera azul que se asoma mientras escribo en la computadora de Melissa, en la sala de redacción de Exprés.

Como la vista es muy natural, me le quedé viendo a una jovencita despampanante vestida de lujo con pantalones ceñidísimos y curvilíneos encantos, pero solo un instante, como debe ser el protocolo en este tipo de miradas. Al voltear la vista me saludó el caballero que la acompañaba, muy sonriente: ¿Cómo le va, Chávez? Era Miguel Riggs, esposo de la súper modelo que muy seria se registraba en las mesas.



―Bieen ―le contesté―. Me sorprende que se acuerde de mí, si solo nos saludamos en su campaña para presidente municipal cuando visitó usted mi barrio casa por casa.

―Pues ya ve.


Como ya había llegado mi turno, me registré: Nombre, teléfono, correo electrónico y las opciones de si era yo militante o simpatizante.

―Periodista ―le dije con un poco de pena, porque nada más soy un articulista, a quienes los periódicos llaman “colaboradores” no sin cierto desdén.

Al entrar vi el salón lleno de mesas y en la atmósfera muy denso el olor de los huevos revueltos, los chilaquiles y el café que con fruición los comensales disfrutaba junto con la charla de los viejos amigos y el saludo a Las Grandes Personalidades que pasaban saludando mesa por mesa; los políticos panistas se daban vuelo y se veían contentos de circular entre el populacho invitado.

Cuando entró Javier Corral sonó un aplauso como el que se les brinda a los rockstars; tenía razón Enrique Macín cuando decía muerto de risa que nadie tiene más capacidad de convocatoria que quien invita a una cena, que en este caso sería el almuerzo. Con paso ágil y saludando a quien se le topara enfrente llegó a hasta una de las mesas del frente del Sunion. Diez minutos después entró por la puerta grande Jaime García Chávez y se dirigió a una mesa del ala izquierda que ya le tenían reservada algunos de sus fieles seguidores. Caminaba como siempre con la vanidosa humildad que lo caracteriza.

Al final del desayuno prendieron la tele, es decir, las dos enormes pantallas que se alzaban al fondo, sobre las seis banderas que en sus astas de caoba se habían sujetado: dos del PAN, dos mexicanas y dos con el escudo de Chihuahua. En la transmisión y con perfecto sonido aparecía el héroe del evento: Con ustedes el aguerrido, el papacito, el valiente representante de Chihuahua que sí representa a Chihuahua: Javier Corral.

Durante una hora y cuarto que al principio parecía buen show y luego una vil trasmisión del canal del congreso, Corral votaba en contra, en otra toma replicaba, diez sesiones más adelante pasaba lista, luego lanzaba mensajes de su ronco pecho con el buen arte de esa oratoria gritona que seguramente aprendió desde la prepa y poco a poco algunas de las personas se fueron saliendo con suma discreción, como se abandonan las salas de teatro cuando la obra es mala o dura más allá de lo que aguantan las nalgas en el asiento, los riñones en el vientre y la imaginación ya en la plena atrofia.

Cuando por fin apagaron las pantallas, se puso al micrófono la muy guapa diputada  Ana Lilia Gómez Licón que habló maravillas del susodicho y se despachó con la cuchara grande cuando dijo: Corral es el mejor senador que la república ha tenido en los últimos 20 años. Su discurso fue breve, pero no levantó gran aplauso. La gente ya estaba harta con la hora y cuarto de videos obligatorios y didácticos. Mucho menos despertó entusiasmo el correctito y apagado senador Juan Carlos Romero Hicks, típico panista bien peinado y lustroso.

Y ahora sí, la estrella del show. Javier Corral es un orador de los de antes, aunque ha ido mejorando, su voz antes sonaba autoritaria y mamona, se ha ido puliendo en las lides parlamentarias. Los únicos dos excesos fueron poner como el gran héroe a Jaime García Chávez por la ventolera que ha despertado su demanda contra Duarte con el asunto del Banco Progreso. El otro exceso fue ya de plano levantar su voz de panista patronal y pedirle al gobernador de Chihuahua su renuncia, y hasta darle una fecha tope: 15 de enero de 2015. Como usted ve, magnánimo, le permitió el periodo completo de vacaciones.

Al salir muchos viejitos se amontonaron en el baño de caballeros y no dejaban pasar; tuve qué esperar mi turno, mientras el director de Exprés me apresuraba a través del celular. Ya eran pasadas las 12 del mediodía.

Diciembre 2014