jueves, 27 de septiembre de 2012

tierra adentro


En la foto Leticia Ortega Máynez y Héctor Jaramillo

El ángel gris

Por Jesús Chávez Marín

Ellos flotan en las librerías, revisan palmo a palmo títulos, nombres de autores, precios. No tienen dinero para comprar novedades editoriales, se conforman por lo pronto con un volumen de “Sepan cuántos” o algún libro viejo en oferta.

Desprecian a quienes compran novelas de Irving Wallace, ya no se diga Og Mandino. Sienten lástima por los gustadores de Gibrán, Lobsan y Castaneda. Llegan con Saúl Guerrero y sacan fiados los volúmenes de Alianza y Seix-Barral: el derroche total. Poco a poco llenan sus casas de libros, puros “buenos” libros.

Al atardecer asisten a conferencias, recitales, exposiciones de fotos y pinturas, platícame un cuadro, ciclos enteros de películas “de arte”.

Van a funciones teatrales vestidos de mezclilla y desdeñan profundamente a los caballeros elegantes de ocasión, a las damas que se cuelgan las joyas de la familia y se enfundan en pieles para ir al teatro; se burlan por los aplausos fuera de tiempo: qué público tan ignorante, caray, muy emperifollados pero muy “incultos”, educados por televisa en comedias gringas dobladas al español donde saludan con aplausos a la estrella principal cuando sale a escena, quien interrumpe la secuencia para agradecer con una sonriente inclinación el homenaje “espontáneo” del disco de los aplausos grabados. Ellos no. Ellos saben el momento exacto del aplauso, no hacen el ridículo; critican, se sienten defraudados por la obra, escépticos bostezan.

Toman un café en la fonda de cero estrellas, platican con sus semejantes mientras fuman perfumados cigarros, ahora ya tan caros, hablan mal de medio mundo, discuten de literatura, filosofía, política y demás cosas trascendentes. Se quejan de la incultura ambiental que los tiene arrinconados en aulas soportando alumnos burlones, en oficinas sobrellevando jefes oligofrénicos, en bibliotecas lidiando lectores necios.

Cierto día escriben algún poema, algún cuento, publican uno que otro artículo en el periódico, participan en concursos literarios (a veces como jurados). Leen a su novia un poema de regalo del que después habrán de avergonzarse; empiezan a escribir una novela  y leen fragmentos a todos los amigos que, desde entonces, dejarán de visitarlos. Reúnen un volumen de sus textos y gastan los ahorros en una edición privada de quinientos ejemplares que ocuparán un gran espacio en el cuarto de los tiliches. Se quejan de supuestas “mafias” capitalinas que controlan los espacios editoriales y no toman en cuenta ni tomarán jamás a los valores de “tierra adentro”.

Si los viéramos solamente a ellos, parecería que en Chihuahua cualquier persona que tenga interés por la literatura, el arte, la filosofía, está condenada a la frustración. La melancolía andando. Flotan los ángeles grises en espera de un milagro, la fama que ha de venir, el premio, la medalla, la gloria.

Mientras, llegan con humildad a las salas de redacción de los periódicos locales y dejan allí sus queridos textos, a ver si un día cualquiera les hacen el favor de publicarlos. Cuando en cualquier página se abre un hueco por la cancelación a última hora de algún anuncio de publicidad, el apresurado jefe de redacción mete de emergencia aquel olvidado poema, o cuento, o reseña. Al día siguiente habrá un autor feliz que recortará cuidadosamente el pedacito de papel periódico que contiene su obra. Mi obra.

Junio 1982   

jueves, 20 de septiembre de 2012

ivonne


Autora de la foto Raisa Pizarro
Ivonne Gordon was here

Por Jesús Chávez Marín

Eventualmente diversos misioneros culturales llegan a estas lejanas tierras para sacarnos de la oscuridad. Son gente interesada en rescatarnos: llegan en avión y se hospedan en el Hotel Victoria con gastos pagados por diferentes presupuestos oficiales, universitarios y hasta extranjeros. Estos misioneros audaces cobran por hora y tienen un olfato de lo más aguzado para detectar dónde está la lana, dónde el subsidio y los viáticos y a quiénes hay qué decirles: órale, muchachos, ya nos dimos cuenta de que no están tan tapados por acá, lléguenle, tráiganos sus escritos porque vamos a hacerles una antología que se llamará Antología de la frontera, o Parteaguas regional: odas al queso menonita, o Corral de poetas del mero norte, o alguna cosa así; esperemos que entiendan la oportunidad que se les brinda.

Así llegó en marzo de 1982 Ivonne Gordon, una puertorriqueña residente en tierra imperial, profesora de San Diego State University, casi doctora en literatura “iberoamericana”. Usaba el pelo teñido de amarillo y hablaba mocho el español para que pensáramos que en una nada era gringa, aunque tenía por lo demás la estampa de nuestras mujeres latinas: chaparra, nalgoncita. Buena gente esta Ivonne Gordon, nos dijo que andaba preparando una antología para nada menos que Gustavo Sainz, imagínense, y que se publicaría en la editorial Grijalbo, qué esperan para traerme, pero ya, todo lo que tengan escrito y contéstenme unas preguntitas para perfilar sus datos “biográficos” y tenemos que apurarnos porque aquí en Chihuahua nomás voy a estar tres días y el libro tiene que publicarse pronto, en septiembre de este año, a más tardar.

En tres días intentó conocer “a todos” los escritores de la ciudad. Se levantaba a las seis de la mañana y llegaba corriendo a los domicilios de los susodichos. A las cabañas bajó, a los palacios trepó.

Llegaba despertando gente y preguntándole que cuáles eran sus influencias literarias, lugar y fecha de nacimiento, dónde estudió (si es que), si era o no sindicalizado. ¿En qué trabajas? No, pues en nada, escribo ¿no?, el ocio creativo y todo eso, si quieres llévate estos cuatro poemas, son los únicos que me quedaron después de mi incendio autocrítico de la semana pasada, porque has de saber lo riguroso que soy.

Así llegaba con todos, o se los encontraba en la cafetería de la Escuela de Filosofía y Letras. Les conectaba un micrófono en la boca y empezaba a preguntar, luego se oía un zumbido y le decía al entrevistado: espérame, ya se descompuso esta chiva, y se ponía a golpear discretamente la grabadora para que siguiera jalando. ¿Qué “obras” tienes publicadas, Jaramillo? No, pues ninguna, aunque sí, acabo de publicar cien ejemplares mimeografiados de mis cuentos, aquí los vende Quetita en la biblioteca ―contestaba Héctor―, si quieres te regalo un ejemplar, toma. Cómo se me hace que eres de la CIA, le dijo muy mula José María Piñón cuando vio la grabadora. Ella se reía nerviosa, pero seguía preguntando muy seria.

Grabó cuatro casetes con entrevistas y recogió un montón de papeles llenos de poemas y cuentos y cuanto hay. Luli Uribe le llevó tres kilos de poemas de amor y una canción desesperada. Raúl Sánchez Trillo entregó los originales de su Crónica del cinematógrafo en Chihuahua: jamás los volvió a ver y, como nunca usa papel carbón, desde ese entonces hasta la fecha anda tratando de reconstruirlos de memoria.

Enrique Servín, que jamás enseña sus textos a nadie, le dio algunos a Ivonne porque ella prometió mandarle cuatro diccionarios modernos de griego. Luli Carrillo le entregó la colección completa de la revista Palabras sin arrugas que en aquel entonces era de siete números. Aún no aparecía en escena el laborioso Rubén Mejía, quien después fue director de la revista.

Y así siguió la búsqueda veloz de escritores locales. El bulto de papeles crecía: Arturo Rico Bovio le dio tres haikús. Luis Nava intentó venderle unos números atrasados de la revista Metamorfosis. María Esther Quintana y Dolores Gómez le dieron un poema y un cuento respectivamente; Gumaro Orozco, un disco autografiado de sus poemas en la voz de Alfonso Varona; Rogelio Treviño le dio varios textos y la dejó vivamente impresionada: parece un sabio hindú, decía Ivonne Gordon, haciendo gala de exotismo cosmopolita. Enrique Macín le enseñó los borradores de su más reciente pieza teatral a la que todavía le faltaban diez años para que apareciera la palabra fin; Manuel Talavera la invitó a que vinera a ver La verdadera historia de Juan, que en ese entonces estaban ensayando. José Pedro Gaytán, que es muy zorro, no le dio nada, primero le preguntó que a cuánto andaba pagando el haikú, y luego le dijo: no te creas, ahi después te mando unos cuentos. A Gabriel Ortiz no pudo localizarlo porque andaba en la sierra, perdido en profundas meditaciones de marxismo zen. Víctor Bartoli le entregó quinientas cuartillas: un fragmento de su novela que trata de una muchacha que trabaja en una maquila de Juárez y todos los fines de semana se la pasa bailando con su novio en el Malibú.

Ivonne Gordon andaba fascinada. Todavía a las doce de la noche seguía haciendo entrevistas, recopilando cuartillas, bebiendo café, té, coñac, tequila. Una vez la llevé a bailar al Robin Hood, una discoteca que andaba muy de moda.

Al día siguiente gasté ochenta pesos en unas fotostáticas de mis ejercicios escolares con los que el año anterior había acreditado con ocho y medio la materia taller de redacción dos con el maestro Luis Nava Moreno, que fueron mi aportación para tan magna obra.

Todavía es hora de que no se publica la mentada antología. Año y medio después de aquella frenética aventura, Ivonne me habló por teléfono: diles a todos que me disculpen, que he andado muy atareada, que ya merito. También me contó que se había casado con un griego. Luego le llamó a José María Piñón para pedirle permiso de publicar uno de sus poemas en una revista marginal medio gringa y medio chicana que se llama El último vuelo.

Junio 1984

martes, 4 de septiembre de 2012

un destino oscuro


Autora de la foto Raisa Pizarro 
Libertad

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

El hombre estaba sentado sobre un sucio camastro, único mueble del pequeño cuarto; el olor de la sofocada habitación era intenso, desagradable, y todo parecía oscuro, a pesar de que sus cuatro paredes estaban pintadas de blanco y el sol llegaba desde una ventana con rejas. Habían pasado quince días desde que lo llevaron a ese hospital, donde el hombre permaneció recluido, contra su voluntad, en aquella habitación miserable. “Yo no estoy loco, ¡no me dejen aquí!”, les había suplicado, cuando ya no pudo impedir, con todas sus fuerzas, que lo metieran a la ambulancia entre cuatro camilleros. Nos dijeron que al principio protestaba a gritos por su cautiverio y se quejaba, exagerando, de los golpes que le habían dado al llevarlo; pero luego fue entrando en esa tristeza cada vez más profunda, donde su voluntad fue doblegándose y su angustia se transformó poco a poco en una ansiedad casi inmóvil. Así fue como lo vimos la primera vez.

Cuando entramos, nos miró con indiferencia, sin reconocernos. Con las quijadas casi trabadas por los efectos de tantos medicamentos que le habían aplicado en inyecciones y pastillas tragadas a la fuerza, con su voz alterada por la rigidez de la lengua y de los músculos de la cara, nos preguntó con dificultad:

—¿Ya me puedo ir de aquí? ¿Ya me van a dejar salir?

—Primero tiene que terminar su tratamiento. Está usted enfermo, tiene qué recuperarse.

—Yo no estoy enfermo. No necesito medicinas. Tengo que irme. ¿Quiénes son ustedes?

—Somos sus vecinos. Yo soy David, el que vive enfrente de su casa.

—Y yo soy Antonio, el del taller mecánico. Le trajimos algo de comer.

Sus ojos enrojecidos se avivaron por primera vez, con manos temblorosas recibió la cocacola y la torta y comió con prisa, con avidez, con un apetito penoso, como de animal hambriento. Sin embargo, no dejaba de insistir:

—Tengo que salir. Estoy aquí contra mi voluntad. Esto no es legal.

Habíamos traído cinco tortas, dos refrescos y un pedazo de pastel y todo lo devoró con una fruición apasionada que no disminuía ni con la cantidad anormal de comida que iba consumiendo.

—Les agradezco que me hayan traído esto. Aquí nunca se llena uno, nos dan muy poquito, y además la comida es asquerosa. Mucho más les voy a agradecer si me ayudan a salir de aquí. No se imaginan ustedes lo que es este lugar. Aquí uno vive en peligro las 24 horas del día. Aquí hay asesinos. Drogadictos. Y gente que verdaderamente está loca. No como yo. Yo no estoy loco. Yo no tengo por qué estar encerrado. Díganselo a los doctores. A las enfermeras. A los vigilantes. Que me dejen salir. Yo no estoy loco. Estuve un poco nerviosos en días pasados, pero ya me tranquilicé. Ya me quiero ir. Necesito salir. Ya no puedo aguantar un día más. En las noches se oyen gritos. Mujeres que lloran. Se sienten golpes. A mí me han golpeado tres veces. Los otros locos. Y también los celadores. Yo no tengo por qué estar aquí.

La ansiedad del hombre iba creciendo, pero no dejaba de comer y de expresar con gestos casi grotescos el confuso placer de masticar y de tragar los alimentos. Sacó una torta y luego otra y nos ofreció, invitándonos a comer junto con él, se mostró muy complacido de que lo acompañáramos. El rito de compartir el alimento, le dio confianza. Pero no hablaba de otra cosa que de su terca insistencia.

—No está eso en nuestras manos, vecino. Solamente el doctor podrá decidir cuándo lo da de alta. Tenga paciencia. Piense que todo esto es por su bien, para que recupere su salud.

—Cuál salud voy a recuperar en esta sala de torturas. Usted ni se imagina lo que sucede en este hospital. Además yo no estoy enfermo. Y si estuviera: tenga la seguridad de que en este lugar nadie se cura.

Una mujer de gesto agrio, vestida con un vestido blanco de lona percudida, nos indicó que la hora de visita había terminado. La angustia de nuestro pobre vecino se transformó en terror.

—No se vayan. No me dejen aquí, por favor.

Le prometimos que vendríamos a visitarlo cada semana. Que le traeríamos fruta y pasteles. Pero nada podía calmarlo. Dos celadores tuvieron qué sujetarlo para que pudiéramos salir, porque en cuanto abrían la reja del cuarto, se impulsaba con fuerza para salir junto con nosotros. Sus escasas fuerzas, disminuidas por el efecto fuerte de los medicamentos de quince días, se concentraban en lo único que parecía importarle en la vida: su desequilbrada libertad.

Marzo de 2002