miércoles, 24 de septiembre de 2025

El manantial

 


El manantial

 

Por Jesús Chávez Marín

 

En la aurora de un jueves lejano de 1959, caminé hacia el Cerro Grande a través del arroyo de la colonia Rosario. Mi mamá me dio permiso de ir, pues ese día no tuve clases; estaba yo en sexto de primaria. Mi amigo Martín Márquez no pudo acompañarme porque fue al centro con su abuelito Ramón, a la calle Ocampo y Libertad, el punto donde el señor vendía dulces de leche y pepitorias. Así que me fui solo; a las meras 6 de la mañana empecé a caminar, cuando todavía estaba oscuro.

En la ladera al otro lado del arroyo vi una imagen que se repetía muchos días, pero que siempre despertaba mi fascinación una vez que conseguía vencer la repugnancia de la escena: Julia la loca, una mujer de unos 40 años que vivía en una choza a las orillas de la colonia Dale, situada en una loma, se paraba de espaldas al arroyo a cualquier hora a que se le ocurriera, alzaba su vestido hasta la espalda, se bajaba los calzones y se inclinaba a orinar, o a lo otro, mostrando todas las veces sus espléndidas y saludables nalgas. Como no había nadie a esa hora temprana, no me dio vergüenza detenerme a mirarla con toda la atención y a sentir la inquietante sensación de placentera culpa; el acto duró como 14 minutos y solo después continué mi camino.

En la marcha me fui imaginando algunas estampas alternativas: traslapaba la hermosa figura femenina de Julia la loca en los rostros y los nombres de algunas conocidas que me gustaban y de las que, por supuesto me era inaccesible alguna posibilidad de desnudez con tanta libertad como la que Julia ejercía frente a todo el barrio. De esa manera pude elaborar en mi imaginación el cuerpo completo y sin ropa de una que había sido mi maestra de Kinder, una pelirroja preciosa que tenía rostro de ángel y cuerpo de tentación; mi prima Lucha, una quinceañera de minifalda brevísima como se usaba en aquellos años; Luly, nuestra vecina, que tenía unas piernas espectaculares y a quien algunos muchachos del barrio que teníamos cajón de bolear nos disputábamos el privilegio de sacarle lustre a sus zapatos y atisbar de reojo la abertura intensa por dónde se asomaba la luz de sus minúsculos calzones.

El tiempo de la caminata había pasado tan ligero que cuando menos pensé ya había subido hasta la mitad del Cerro Grande, siguiendo la vereda y trepando en las rocas que se atravesaban; ni siquiera sentí el trascurso por el que había transitado nomás pensando en puras peladeces. Volteé la vista hacia atrás y miré, como siempre, asombrado, el panorama de la ciudad entera que en aquellos años solo se extendía hasta lo que hoy es la avenida Las Américas.

Seguí cuesta arriba con un poco de mayor dificultad, porque en esa parte el cerro está más empinado. Había avanzado como unos 10 minutos cuando en eso escuché a mis espaldas la voz de mi prima Dora, que me gritaba:

—¡Espérame, Chuy!

—¿Qué andas haciendo por estos rumbos? —le respondí, sorprendido

—Anda, te he venido siguiendo desde que pasaste por mi casa; ya sé que te encanta subir el Cerro Grande y de repente me dieron ganas también de caminar. Pero tú ni en cuenta, venías concentradísimo. Eres todo un filósofo.

Dora era prima mía, aunque no era mi prima. Se había criado en la casa de mis abuelos, quienes la cuidaron como a su propia hija. Les recordaba mucho a su hija menor, Bertha, quien había muerto tres años antes, por comer moras, eso dijeron. Sin querer, cuando Lucía, la madre, se las encargó para irse de mojada a los Estados Unidos, y ya nunca volvió, había llenado el hueco insondable que la muerte causa. Así que todos la veíamos como de la familia, y de hecho lo era, hasta más que nosotros mismos, pues era la consentida de mi abuelito.

En ese entonces yo estaba en sexto de primaria y Dora en segundo de comercio en la Escuela Industrial para Señoritas, pues era dos años mayor que yo.

Esa mañana se había vestido muy coqueta, con unos shorts espectaculares y una playera en V que a veces dejaba ver el nacimiento de sus lindos senos. No era muy bonita, pero tenía muy buena figura: alta, delgadita, varita de nardo y un cabello negrísimo que usaba muy corto. Como sabíamos que en realidad no era nuestra prima de sangre, todos nos hacíamos fantasías, y ella tenía muchas maneras de darnos vuelo.

La esperé. Muy pronto me alcanzó y con toda naturalidad me agarró de la mano y tomó la delantera. El contacto fue para mí un cataclismo de sensaciones donde se mezclaban la imaginación más sublime y la respuesta de mi cuerpo completo; disfrutaba un placer desconocido y un vago temor. El movimiento del ascenso me hizo recuperar el equilibrio y avancé junto a ella como si nada; cambiábamos de mano cuando el contacto se humedecía por el sudor, íbamos como dos novios que pasean.

En silencio llegamos a la cima, me dijo que nunca había subido y lo primero que hice fue llevarla a la pequeña fosa donde estaba el manantial; allá había tomado yo muchas veces el agua más limpia y deliciosa que existe. Siempre llevaba conmigo una taza de cristal cortado que me había regalado mi abuelita Herminia, dos meses antes de morir. Con ella saqué un poco de agua y le di a beber a Dora, quien la disfrutó con delicia. Saqué otra poca y se la di. Ella humedeció un poco sus manos y mojó su cabello, su cara. Se arreglaba y sonreía, me miraba fijamente a los ojos.

Luego de que bebí tres tazas seguidas, la tomé de la mano para llevarla a la roca plana donde yo acostumbraba sentarme a mirar el infinito panorama, ese pequeño refugio estaba a la sombra de un arbusto enorme que nos protegía de la resolana, con la ciudad al centro de un valle que pareciera esfumarse al final, si no fuera porque en las orillas aparecían cerros, azules de tan lejanos.

Estuvimos más de media hora sin decir nada, conectados con el silencio de las alturas. De vez en cuando un airecito fresco jugaba con el pelo de Dora y parecía que era parte del fino movimiento de su respiración, que latía casi imperceptiblemente en su pecho.

Luego de compartir tan serena meditación, ella me dijo:

—¿Te gustaría verme encuerada?

Lo dijo sin ningún tipo de tensión, con una leve sonrisa, como quien ofreciera una taza de café o un panecito. Por un buen rato no hallé qué responder. Primero pensé que me estaba vacilando y que me jugaba una broma rara, pero algo en su actitud me dio la seguridad de que hablaba en serio, así que le dije:

—Bueno, si tú quieres…

—Sí quiero. Hazte un poquito más para allá y me miras.

Con movimientos muy lentos y con actitud seria, casi mística, fue desabotonando su blusa; se tardaba como tres minutos para cada botón y luego seguía con el siguiente. Fue apareciendo poco a poco un brasier blanco de olanes que parecían flores de durazno. Cuando desabrochó el de más abajo, deslizó la blusa entre sus hombros, la dobló con mucho cuidado, y la puso en una parte muy limpia de la roca, como si la guardara en un relicario.

Yo la miraba sin moverme; guardaba en la mirada cada detalle de sus movimientos, cada centímetro de su piel, de sus formas.

Luego de permanecer también ella inmóvil un momento, desabrochó el gracioso cinturón que sujetaba su short color de rosa; también, muy quedito el zíper en la parte posterior abajo de su espalda. Como era muy ceñido, lo fue bajando lentamente haciendo leves movimientos de cintura con la misma actitud de seriedad en sus gestos, sin ninguna aparente coquetería. Yo pensaba que esa actitud reflejaba algunos hilitos de pudor, pero no, creo que era un ritual distinto y bien consciente, como quien realiza una tarea milagrosa.

Casi en un solo movimiento aparecieron sus calzones, también blancos y también con olanes; ese tipo de ropa yo solo la había visto escasamente, uno que otro, en tenderos, en los patios de algunas casas.

Con igual cuidado dobló la prenda que se acaba de quitar y la puso junto a las otras. Para entonces había pasado entre los dos un tiempo muy largo y a la vez vertiginoso. Fue ella quien rompió el completo silencio cuando me dijo:

—Y también puedes tocarme.

Durante todo ese tiempo yo había permanecido a la expectativa, me deleitaba la mirada, pero sentía que no había ninguna expresión en mi cara, las manos completamente inmóviles. Era yo una estatua en su homenaje. Así que no hallé qué responderle, me quedé en silencio y a pesar de eso no me sentía presionado a decirle nada.

Ella no esperaba ninguna respuesta. Se quedó muy quieta y, luego de un rato, lentamente dirigió sus manos hacia la parte de atrás de su espalda para desabrochar su minúsculo brasier, lo tomó por el frente y sin el menor asomo de intención mórbida dejó al descubierto sus dos tetas morenas, el espectáculo más hermoso que yo había visto luego de haber mirado tanto mundo.

Enseguida del sencillo movimiento de guardar su ropa con ese maravillo cuidado femenino que ponía en todas sus acciones, se inclinó para quitarse los calzones y así, completamente desnuda, se quedó frente a mí a la misma distancia en la que habíamos permanecido.

Fue un milagro de la vista y también del aroma, porque una fragancia para mí desconocida llegó hasta mi cara, deliciosa y extraña. En ese momento aprendí cómo funciona el sentido del olfato que antes no había tenido para mí la menor significación ni consciencia.

Así estuvimos como quince minutos, muy callados y muy serios, disfrutando la frescura de la sombra, los infinitos detalles de la vista al frente, y el acto de contemplación casi reverencial de su desnudez. Ella caminó un poquito hacia atrás dejándome ver su espalda espigada y sus bonitas nalgas, sobre todo las piernas vigorosas. Luego se plantó otra vez al frente y me dijo.

 —Ahora enséñame tú.

De golpe se me vino toda la angustia de la situación. Durante todo el acto me había ocupado solamente de dos cosas: de mirarla y de que no se me fuera a notar a través de la ropa la erección. Y ahora, de repente, me tocaba mi turno de hacer algo completamente imposible para mí. Ni por un instante se me hubiera ocurrido mostrarme frente a ella y frente a ninguna persona del universo, la vergüenza de nomás imaginarlo me producía un vértigo de escalofrío.

Ni siquiera alcancé a decirle que no, o que sí, o a ofrecerle algún pretexto. Ella esperó un rato y luego me regaló una sonrisa tranquilizadora mientras empezaba a vestirse de nuevo, con gracia y naturalidad.

sábado, 23 de agosto de 2025

Nicotina

 


Nicotina

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Después de los viajes a Europa, a China, a Brasil; de usar automóviles de lujo y habitar en residencias kilométricas de enormes jardines; vida cotidiana donde son naturales las joyas, ropa bien diseñada, perfume de profundas flores; también llega la vejez. Bien cuidada por medicamentos y hospitales, con recursos sin límite, pero llega. El tiempo no perdona ni se detiene con recursos financieros.

Rosa María lo sabe esta noche de fiesta, con los vapores del coñac y entre la humareda de sus cigarros, uno tras otro, que fuma como desesperada.

 ―Tráeme la salsa roja ―le grita a su marido, quien muy diligente va a la cocina por ella. ―Y también mi soda, la dejé en la alacena.

 Cuando él regresa, con mansedumbre pone la salsa sobre la mesa, al lado del plato de la señora.

―¡Te dije que la roja, no la verde! ―le grita ella. Luego, entre broma y de veras, se dirige vagamente a sus hijas, sus nueras, sus jóvenes nietas, que están en la misma mesa: ―Ay, este menso ya no distingue los colores.

―¿Pues de qué color es esta, entonces? ―dice el hombre, con un leve tono de protesta.

Aunque muy bien él conocía que estaba pagando un castigo inevitable. Media hora antes, ella lo había sorprendido mirando, como por reflejo condicionado, el escote elegante y atrevido de una de las invitadas. Cosa que para su anciana esposa era como arder en el infierno.

miércoles, 6 de agosto de 2025

Cíclope


 

Cíclope

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Bartolo bajó la ladera totalmente borracho, como todas las noches. En cuanto terminaba su diario trabajo de estibador de ferrocarriles, acostumbraba meterse a la cantina El siete leguas y embriagarse hasta el cierre. Una idea le había rondado sin aclararse, rayos y centellas destilaban sus pensamientos cada vez que el sotol circulaba en el aire de sus venas. Se le había metido en la cabeza que su cuñado Pablo, por el solo hecho de haberse casado con su hermana, se las tenía que pagar todas juntas con una buena golpiza, nomás porque sí. A golpes tocó la puerta mientras gritaba:

―Sal, si eres tan hombre. Aquí te vas a morir, caballerito.

Carmen despertó asustada y le pidió a su marido que no saliera, que no fuera a golpear a su hermano, que andaba borracho y al rato se iría. Pero a Pablo le preocupaba el miedo de sus dos hijos, que azorados escuchaban los golpes de la puerta y la gruesa voz de su tío Bartolo enloquecido.

Así que tomó una cuerda de ixtle, salió por la puerta del patio, subió al techo y caminó hacia el frente. Desde allí brincó encima del gigante, que no se la esperaba; con rápidos movimientos lo amarró de los pies y los brazos; cinco segundos antes de que pudiera reaccionar ya estaba inmovilizado. Pablo arrastró por media calle a su cuñado hasta el dispensario del barrio, como a un bulto vociferante.

Con aparente tranquilidad, Pablo regresó a su casa, le dijo a su mujer que todo estaba bien, que se fuera a dormir. Ella, en silencio, pero todavía temblando del susto, fue a tranquilizar a sus hijos; con una seña apenas perceptible le agradeció a su esposo la protección y la calma.

sábado, 19 de julio de 2025

Bumerang


 

Bumerang

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Una madrugada de enero, José Dolores decidió matarse. Iniciaba el año 1960, él era vecino de mis abuelos, en la Colonia Rosario. Era joven y extraño, no hablaba con nadie, tenía el pelo albino, complexión atlética, y se vestía con estilo militar. Trabajaba como celador en la Penitenciaría del Estado, la que está en la calle 20 de Noviembre. En el barrio se hizo una conspiración de silencio en torno a su muerte, no hubo velorio y casi nadie acompañó el cortejo fúnebre hasta el panteón municipal donde lo sepultaron.

Años después, alguien me platicó en la cantina Siete Leguas que Lolo, además de su chamba en la Peni, hacía trabajos especiales en el Cuartel de Rurales, el que estaba en el valle del Cerro Coronel. Como tenía una puntería endemoniada, era uno de los encargados de aplicar la ley fuga. Ciertos prisioneros reincidentes o demasiado peligrosos eran señalados por el dedo fatal de algún funcionario judicial, o por el gobernador tal vez, eso nunca se sabe, para ser ejecutados en forma clandestina.

El procedimiento era sencillo, en una forma espeluznante. Consistía en soltarlos desde una celda con la puerta abierta y les daban la indicación de que corrieran hasta la barda del fondo, que no era muy alta, con la promesa de que, si conseguían escapar por allí, quedarían libres. Pero a la orilla de otra barda lateral estaba Lolo: jamás se le peló nadie, su tiro sonaba certero como juicio final.

Los jefes de la judicial fueron los que más lamentaron su suicidio, pues pistoleros con tan fina vista y pulso tan firme, no se dan en maceta.

sábado, 21 de junio de 2025

Millonarios con la pena

 


Millonarios con la pena

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Chunny Barba e Inglaterra Quintana, ejemplar matrimonio de comunistas de los de antes, fueron a Juárez a pasar fin de año con unos amigos en un antro de super lujo, donde una secretaria de Recursos Hidráulicos les había reservado mesa.

A cual más, a cual menos, todos eran héroes de antiguas batallas de la izquierda que tanto buscó, sin resultados ni eficiencia, el advenimiento de La Utopía.

Otros sectores de la sociedad los consideraban triunfadores, pues Inglaterra y Chunny eran típicos nuevos ricos de mansiones, camionetas negras, viajes a Europa; tapizaban las 17 habitaciones de su casa con antigüedades y pinturas de pésimo gusto, aunque originales y caros.

Al principio de la velada todos los camaradas se miraban entre sí un poco avergonzados por andar tan elegantes y enjoyados. Pero a las 12 gritaban alegres la llegada de 2015 así juntos, tan amigos y tan cómplices de toda una vida.

Como a Inglaterra se le pasaban las copas y las pastillas, ya borracha gritó destrampada las consignas de su nueva aventura ideológico/sentimental:

―¡Ayotzinaapa!

―¡Vivos los tomaron, vivos los queremos!

Claro que nadie la escuchaba y ni caso le hacían, acostumbrados a sus desvergonzados excesos.

sábado, 24 de mayo de 2025

Furor

 

Dibujo: Beatriz Bejarano

Furor

 

Por Jesús Chávez Marín

 

En la noche helada, el silencio de la nieve que vuela desde lo alto, hasta posarse suavemente en mi pelo, me evoca la timidez con que llorabas cuando te abandonó tu esposo. A pesar de que han pasado 15 años desde que viniste a la editorial a platicarme aquellos hechos crueles que te marcaron de dolor el cuerpo entero, todavía siento muy viva la confusión de no saber cómo consolarte.

Me reclamabas porque yo sabía parte de la historia y nunca te la dije, nunca te previne de todo lo que luego sucedió. Aproveché ese tema para que te enojaras conmigo y así distraerte del lamento encarnado y lloroso en el que te licuabas frente a mí, literalmente, pero tú volvías a lo mismo, a ese tono de elegía con el que me contabas con lujo de detalles tu amor traicionado.

¿Dónde estarás ahora, amiga, mi estrella rota, presa del amor que jamás declina?

jueves, 1 de mayo de 2025

El box


 

El box

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Los sábados en la tarde, cuando llegaba de la obra, Manuel ponía la hielera con cervezas y hielo; se sentaba afuera de la casa al aire libre, viendo pasar la gente. También miraba a su hijo, quien jugaba en la tierra con sus primos. Le habló:

―Chumel.

―¿Qué pasó, papá?

―Te voy a dar un peso si te das un tiro con Chuy, y le ganas. Y dos, si le sacas el mole.

―No, papá, andamos jugando. Además, no me ha hecho nada; tú me enseñaste a que me defendiera en la escuela, pero Chuy es mi primo.

―No seas rajado, ¿a poco le tienes miedo?

Para nada me tenía miedo. Chumel tenía ocho años, yo era mayor que él y estaba más alto, pero él era ligero y fuerte, más vago y peleonero.

Entre más se emborrachaba, más necio se ponía Manuel con el muchacho. Quería verlo pelear, lo valiente que era, muy hombre como su padre. Lo fregaba cada rato.

―Órale, m’hijo, no le saque. ¿A poco porque es más grande?, entre más altos son, más recio caen. Si no, voy a pensar que eres culey.

Por mala suerte, me tocó ganarle en la rayuela; fue casualidad, porque él siempre ganaba, era más hábil para todo. Pero esa vez le atiné a la lanzada y le partí su trompo en dos, sin querer; uno de encino bien bonito que le había traído su padrino de Guadalajara.

Me dio un empujón contra una barda de piedra, me raspé los brazos y salió sangre. Pero no era suficiente mole, en cuanto me levanté me apañó con un golpe en la cara y, al cruce, con el otro puño. La nariz es escandalosa, mi camisa quedó teñida de rojo y así le hubiera seguido si no llega Pablo, mi hermano, y me aliviana por lo menos a que ya no me siguiera surtiendo.

Cuando terminó el pleito, Manuel se sentía muy orgulloso de su hijo, qué muchacho tan bueno para los trancazos. También vio con tristeza que nada más había dos cervezas en la hielera. Y como le había dado lo del chivo a su señora, ya no le quedaba ni un centavo para las otras.

domingo, 27 de abril de 2025

La educación de los niños

 


La educación de los niños

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Mis primos los grandes me dijeron:

―A ver, Rulis, diga muchas veces la palabra charco.

― Charco. Charco. Charco.

Se reían mucho.

Yo creo que cuando llegué a mi casa quería que mi mamá también se riera y entré repitiendo la misma palabra.

 Mi mamá no se rió.

 Agarró un zapato y me empezó a pegar muy enojada.

―Mocoso malcriado, ahora verás.

Salí corriendo y me metí debajo de la mesa, pero me alcanzó a dar un demoniazo muy fuerte en la espalda.

Me dolió de a madre.

sábado, 19 de abril de 2025

Adiós, hija querida

 

Dibujo: Beatriz Bejarano


Adiós, hija querida

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Me parece que esa noche don José había salido de viaje, así que no se enteró hasta tres días después.

Su señora andaba asustadísima por lo que pasó, y sobre todo de imaginar la manera como reaccionaría él cuando supiera. Le tenía pánico.

Cuando la hija regresó a la mañana siguiente, toda llorosa, apenadísima, pero con una carita de decisión tomada, y de cierta íntima felicidad, ella, su propia madre, no había tenido el valor de apoyarla con su cariño ni tampoco de regañarla. Ya para qué.

En silencio la vio sacar tímidamente alguna ropa, aceptó inmóvil el beso en la mejilla y se quedó muy quieta, viéndola salir.

jueves, 17 de abril de 2025

En el agua clara que brota en la fuente

 

Dibujo: Beatriz Bejarano

En el agua clara que brota en la fuente

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Fíjate que el niño no quiso comer. Es que cometí el error de guisar las mojarritas enteras y de servírselas así en su plato.

Se quedó mirándolas un buen rato, pero yo no me fijé hasta que me preguntó:

―Oye, mamita, ¿por qué están así los pescaditos?, ¿qué les hiciste?

Quise restarle importancia.

―Ándele, m’hijito, es su comidita ―y traté de arrancar un trozo con el tenedor.

Con una vocecita muy triste me dijo:

―¿Y no le duele al pescadito que le piques con el cuchillo?

―No, m’hijito, no le duele.

―¿Y por qué no le duele?

No hallaba qué hacer ni que decir.

― No, no les duele porque ya están…

―¿Ya están muertos? ―hablaba como azorado, como asustadito.

Mejor le retiré el plato. Ya ni yo pude comer; empecé a platicarle de otras cosas, a jugar con él para que se le fuera olvidando.

lunes, 14 de abril de 2025

Palemón


Foto: Pedro Chacón

Palemón

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Empedernida su mente, macerado en alcohol, salió de la cantina y manejó su viejo camión materialista por la carretera de Ávalos.

Palemón no tenía casa, ni familia, ni el menor asomo de amor propio; a los cincuenta y cinco años vivía con su mamá, pero no le ayudaba en nada con los gastos; al contrario, era una carga económica para la pobre anciana, quien, sin embargo, lo protegía como a un niño viejo, como a una criatura sin alma.

Palemón vio venir el carro de frente, pero se iba quedando dormido por la borrachera y la desvelada crónica de insomnio. Entre vapores de sueño pensó, absurdamente: ahorita se desvía, se quita de mi camino; pero él venía circulando por el carril contrario de la carretera, fue inevitable el choque de frente.

El carro Datsun quedó hecho un montón de láminas y fierro como si fuera papel estrujado, el joven que venía dentro salió sangrando, con las piernas rotas. Palemón lo miró sin el menor asomo de pena ni culpa ni compasión; lo único que le preocupaba era echar a andar el motor de su troca para irse de allí.

Después de intentarlo con ansias, logró prenderlo, dio reversa para librar el obstáculo del carro destrozado. El hombre herido ya no se movía. Palemón se fue. Muy apurado por escapar de su responsabilidad, tal como lo ha hecho toda su vida.

Dudé entre auxiliar al muchacho o perseguir al culpable y me decidí por esto último, cuando vi que llegaban otras personas. Lo alcancé más adelante, cuando su troca se detuvo, porque iba fallando. Por suerte pasaba por allí una patrulla de tránsito, a la que le hice señas.

Fue de esa manera como Palemón fue a dar a la cárcel, no por homicidio gracias a un milagro y a los reflejos ágiles de aquel joven, pero sí por lesiones muy graves que requirieron cirugías y varios meses de cuidados.

lunes, 7 de abril de 2025

El mecenas Polo

 

Dibujo: Larissa C V


El mecenas Polo

 

Por Jesús Chávez Marín

 

En Chihuahua están los empresarios más miserables y en cambio se edifican las esculturas más buenotas dijo en 1990 mi examigo Topolobampo Aguirre, en una conferencia literaria, refiriéndose a Polo Mares y luego a las estatuas de La Diana Cazadora que está en la calle Mirador y La Adelita de la avenida Tecnológico.

Lo habían invitado a que hablara de su obra en la Quinta Gameros y leyera algunos de sus poemas en un festival de literatura. A pesar de su ingenua juventud, Topolobampo era en ese entonces el santón de las letras de la región y tenía muchos fans de los que leen poco, pero van a todos los cocteles culturales. Así que Topolobampo aprovechó el viaje para quejarse amargamente, que es el show que mejor le sale.

Ustedes, que son la inteligencia de esta ciudad le dijo a su audiencia, pues siempre acostumbra granjearse la voluntad del respetable público sabrán comprenderme de inmediato.

Resulta que dos semanas antes había tenido la pésima idea de pedir cita con el famoso ex abarrotero, y ahora socio de almacenes globales, para decirle que lo consideraba un prócer de la cultura, mecenas inmarcesible, y que por eso le concedía el honor de invitarlo a que financiara la publicación de su más reciente libro: una novela que hablaba de la grandeza chihuahuense, no sin cierta crítica a la sociedad actual, tan llena de complejos problemas.

―Cómo no, cuente con ello ―respondió el magnate, midiéndolo con la mirada, luego de la solemne alocución de Topolobampo.

―Muchas gracias, señor Mares. No solo se lo voy a agradecer yo sino la sociedad entera, pues la literatura y el arte, como usted muy bien lo sabe, son obra pública, como los puentes y el pavimento, tan necesarios para el alma colectiva de los pueblos.

Un tanto cuanto desconcertado por los repentinos conceptos del conspicuo escritor, el forzado mecenas agregó:

―Puede usted pasar mañana mismo a nuestras oficinas a recoger un cheque de mil pesos. Esa será mi contribución para la hechura de su libro, que estoy seguro será tan entretenido como todos los que usted escribe.

Topolobampo, quien un minuto antes ya había visto completa la película de sus ilusiones donde el libro salía de la imprenta con todo lujo y con vasto tiraje, no se esperaba este golpe de dados que le había dado su interlocutor: aquí tienes mil pesos, muchacho. Aunque no era muy rápido de mente, procuró que no se le movieran tantos músculos de la cara como ya se le habían movido sin control, lo cual resulta fatal no solo en el póquer sino también en los arduos negocios de la literatura. Alcanzó a agregar, aunque ya con el tono de voz un tanto disminuido y desafinado:

―Pero don Polo, la edición de mi obra cuesta setenta y tres mil pesos, precisamente aquí le traía el presupuesto.

―“Señor Mares”, para usted. Pues mire, yo creo es muy justa la cantidad con la que nuestra empresa está dispuesta a patrocinarlo; es muy buen inicio para que usted empiece a juntar la cantidad que necesita. No es poco ni es mucho, me parece una suma razonable de nuestra parte en el apoyo de las letras chihuahuenses.

Topolobampo no lo podía creer. Como se quedó mudo, el astuto empresario agregó:

―Pase mañana por el cheque. Solo voy a pedirle que me consiga un recibo deducible de impuestos, de alguna institución de cultura, o de alguna escuela de educación superior, por la cantidad asignada. Y me despido, buenas tardes, tengo que salir hoy mismo a nuestras oficinas de Ojinaga, me dio gusto verlo.

Topolobampo le dio la mano para despedirse, pues era un hombre bien educado, pero casi murmurando entre dientes un montón de rayadas de madre, literatura más bien demasiado costumbrista.

sábado, 29 de marzo de 2025

Balance

 


Balance

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Una vez que andaba de vacaciones me invitó mi primo Ariel a que lo acompañara a Juárez, a unos asuntos de su trabajo.

Él era contador en Banrural y viajaba mucho por todo el estado, en una troca nueva del banco. En aquellos tiempos les decíamos de último modelo, preciosa la troca; muy cómoda.

Fue un viaje divertido, mi primo es alegre y despreocupado; recorrimos bares de día y noche donde vimos todo tipo de espectáculos; eran los tiempos gloriosos de aquella ciudad alegre y caprichosa.

La comisión de mi primo duró tres días y no dormimos ni dos horas.

Por lo que me platicó, supe que su matrimonio con Martha estaba en ruinas; eso me pareció triste porque tenían cinco hijos y Martha era muy apreciada en mi familia, maestra de primaria, buena persona.

Ariel platicaba todo como si no le doliera, muerto de risa, entre copa y copa. No me cupo la menor duda de que su alcoholismo y su negligencia espiritual eran buena parte del problema.

De repente también me puse algo preocupado pensando en mi propia vida y en aquel espejo que me develaba.

domingo, 23 de marzo de 2025

La dimensión desconocida

 

Dibujo: Beatriz Bejarano


La dimensión desconocida

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Estábamos mi colega Graciela y yo en el bar El Coliseo y me dijo: Cuéntame algo. Le platiqué entonces esta historia: Cuando cumplió 32, a Esteban le tocó en la lotería bioquímica que se le desarrollara una alteración de ánimo que lo subía y lo bajaba en la esfera de las emociones. Para su buena fortuna, en su época la ciencia médica ya tenía muy bien tipificado ese mal, que durante siglos había hundido en el limbo, y a veces en el infierno, a una legión desdichada.

Un médico de práctica sabiduría le recetó la dosis exacta del medicamento con el que Esteban pudiera vivir sin problemas en la dimensión civil, como cualquier persona sana, y así pasaron cinco años sin alteraciones en la convivencia, el amor y el trabajo. Estabilidad divino tesoro.

Pero un mal día que Esteban amaneció vigoroso y alegre, tuvo una infeliz ocurrencia: dejar las pastillas. Total, pensaba, soy dueño de mi cuerpo y a pura fuerza de voluntad controlaré actos y pensamientos, no necesito guajes para nadar.

Todavía pasaron tres meses en los que el tipo siguió viviendo tranquilo, pero al cuarto mes su conducta empezó a cambiar con los antiguos altibajos: de la euforia narcisista a la tóxica melancolía. Él no se daba cuenta de esos cambios que todos los demás notaban de inmediato, seguía muy quitado de la pena creyendo que andaba todavía en la dimensión civil de la convivencia humana. Pero ya flotaba en la dimensión salvaje, la dimensión desconocida.

A los seis meses de aquella irresponsable reincidencia, Esteban era otro: en los hechos y en la intimidad de su conciencia. Amigos y vecinos lo veían como a un fantasma. Quienes lo amaban, trataron inútilmente de sobrellevarlo como a un muerto que camina. Quienes lo odiaban, lo miraban como a un monstruo.

Graciela se quedó pensativa. Luego me dijo: Ay no, tu relato falla en una cosa. Yo creo que quienes lo amaban no lo veían como eso que dices, sino como a un hombre que necesita amor y cuidados.

Claro que no, le contradije: ellos saben esto: lo que sigue es la llegada de uno de estos tres automóviles: la patrulla, la ambulancia o la carroza.

Piénsalo bien, Graciela: cuando te enfermas, tu familia, tus amores, te cuidan un tiempo, pero el único que debe procurar el remedio para ese tipo de males es el protagonista, nadie más puede. Luego de unos meses, y por razones más que comprensibles, los que te aman se van pasando al grupo de los que te odian; nadie aguanta la irritación espantosa que causa la convivencia con un sujeto de conducta alterada, eso sería inhumano para ellos mismos y para el mismo enfermo, porque consecuentándolo solo consigues la autocomplacencia.

Todavía quiso Graciela agregar algunos ejemplos de abnegación y cariño sin límites de alguna gente que ella hubiera conocido, pero poco a poco me fue dando la razón.

Entonces pedimos las siguientes Modelo Especial y cambiamos de tema, para platicar de cosas menos funestas.

lunes, 17 de marzo de 2025

Jardín de niños

 


Jardín de niños

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Había uno que desde el kínder escribía poemas a su señorita de colores Eagle. Aunque era medio simplón, les caía bien a las niñas. Ya más grande aprendió a bailar igualito que Enrique Guzmán y les decía a todas las señoritas en el Parque Lerdo ¿quieres ser mi novia?

Cuando pasaba por ellas para ir al cine, las mamás le preguntaban: ¿Y usted cómo se llama, joven?

Decía Quique Gavilán. Decía Jorge Luis Borges. Decía Carlos Fuentes.

Ay, m’hijito. Si fueras Carlos Fuentes hasta te dejaba casarte con Anya, decía una de las señoras.

Y es que ella, que por cierto se llama Irma, es directora de la biblioteca municipal del parque Lerdo, y lee como cosaca hasta dos libros por semana.

viernes, 14 de marzo de 2025

Sus ojos desde el trapecio


Dibujo: Beatriz Bejarano 


Sus ojos desde el trapecio

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Una tarde Cristina vio llegar a su barrio un circo; de cuatro grandes camiones cargados con carpas, bocinas, un elefante, dos jaulas de tigres y una jirafa, bajó un grupo de hombros animosos que empezaron a clavar grandes estacas sobre el suelo de un terreno muy grande que estaba a mitad de la colonia. Recientemente ella había terminado la secundaria y la algarabía de aquellas personas la distrajo un poco de los pensamientos taciturnos que la habían ocupado en esos días. Había andado dándole vueltas a su futuro; sabía que su familia no tendría manera de ayudarla a que estudiara la preparatoria ni la universidad, al contrario, la presionaban a que consiguiera pronto trabajo y que ayudara en la casa. Y no se le ocurría qué empleo pudiera conseguir una jovencita de quince años, como no fuera de sirvienta, y eso le espantaba.

 Tampoco tenía dinero para asistir a la primera función de circo al día siguiente. Quedó muy impresionada de la rapidez con que trabajaron aquellos hombres fuertes y rudos y aquellas mujeres tan raras que andaban con ellos, por eso es que se fue acercando tímidamente al lugar, y durante todo el día se dedicó a merodear por allí, a mirar los animales, observar el avance de la instalación. Nunca se fijó que ella también era observada. Un muchacho musculoso y atractivo quedó prendado de la incipiente belleza femenina de la jovencita, y procurando no asustarla se acercó a preguntarle:

 ―¿Le gusta el circo?

 Cristina era muy segura de sí misma, sin embargo al ver aquel muchacho tan guapo solo pudo responderle con demasiada timidez que sí.

 ―¿Y va a venir a la función?

 ―No.

 ―¿Y por qué? ¿Pues no dice que le gusta el circo?

 ―Sí pero… ―Cristina se interrumpió; su natural dignidad hacía que ocultara la razón, de que simplemente no tenía para el boleto.

 ―Uy, pues qué mala onda. Yo quería que viera usted mi acto, yo soy el artista del trapecio. Y también corro bien recio en una motocicleta dentro de una esfera; me encantaría que pudiera venir a una de las funciones. O a todas.

 Rodrigo no podía explicarse por qué había dicho esto último, que la quisiera allí presente en todas las funciones; aquella muchachita tan chica lo había conmovido tanto a él que era hombre de mundo, que le llevaba por lo menos 10 años de edad. Pero ese timbre de voz, el pelo negro, largo y precioso, ese aire de libertad, esos movimientos elegantes que eran tan poco comunes en esta colonia de la periferia, su timidez expresiva y delicada, lo tenían fascinado. No escuchó lo que ella le había contestado, solo le dijo:

 ―Mire, le voy a proponer una cosa. Voy a darle dos boletos por cada función de las que vamos a dar en esta ciudad, así usted podrá venir a las que quiera, y acompañada de su mamá o de alguno de sus hermanos, ¿qué le parece?

 ―Ay, pues no sé qué decirle. Me da pena aceptar.

 ―Ándele, no tiene por qué apenarse, acéptelo como un regalo de amistad.

 ―Bueno pues, deme dos boletos para la función de mañana. Y eso porque de veras me gusta mucho el circo, pero no le prometo nada, primero voy a ver si mi mamá quiere acompañarme y si no se enoja de que le haya aceptado a usted tan bonito regalo.

 ―Me pone muy contento que haya aceptado. Mañana voy a estar muy pendiente de verla en la función; aquí entre usted y yo, quiero decirle que le voy a dedicar mi acto, aunque no lo diga por el micrófono.

 Cristina no pudo responder nada, un escalofrío desconocido le recorrió el cuerpo y le ruborizó el rostro. Tomó los boletos, se despidió con un gesto y se fue a su casa procurando que la emoción no entorpeciera ni apresurara sus pasos.

 Al día siguiente asistió acompañada de su hermano menor; oculto al fondo de la carpa y ya vestido para la función, Rodrigo la miró desde su llegada. Le pidió a uno de los mozos que los acomodara en una de las sillas reservadas al centro de la pista y les ofreciera un refresco. Ella aceptó con sencillez y se dispuso a disfrutar el espectáculo. No sería exagerado decir que Rodrigo desplegó esa tarde el acto artístico mejor logrado de toda su carrera; no cabía duda de que aquella tan joven mujer había conseguido conmoverlo.

 Como la joven tan bien educada que era, Cristina esperó a que los artistas salieran de su precario camerino para ver salir a Rodrigo y agradecerle su generosa invitación. El muchacho no pudo ocultar su alegría de verla de nuevo; ella había tenido el cuidado de presentarse sola, le dijo a su hermano que se fuera para la casa y que ella llegaría más tarde. De esa manera no tuvo inconveniente en caminar un rato con él por todo el parque de la Deportiva José Vasconcelos. Platicaron ya más relajados, tomaron una nieve y al final hasta caminaron tomados de la mano con naturalidad. Ella le confió sus preocupaciones de los recientes días, que al terminar la escuela no hallaba que hacer ni a dónde dirigir su vida. Él le contó de sus viajes, de tantas ciudades donde había estado y del vacío que se siente cuando no se tiene una casa a donde llegar. No sintieron pasar el tiempo y parecía que había muchas cosas más que decirse, pero llegó el hermanito de ella con el apuro de que su mamá ya la andaba buscando. Se despidieron con la promesa de que al día siguiente seguirían platicando.

 *

 ―Mamá, quiero decirte algo.

 ―No me asustes, tú.

 ―No se trata de nada malo. Como te dije hace unos días, ando saliendo con un muchacho de los del circo.

 ―Pues sí, y eso me tiene bien preocupada. Tienes que saber muy bien que esa gente no es muy de fiar, andan de aquí para allá, muchos de ellos han de ser pero si bien mañosos. Además, ese muchacho es muy grande para ti, él es un señor y tu eres una niña, apenas acabas de salir de la escuela.

 ―Pues sí, mamá, pero ya te he contado que me trata divino, se porta súper decente y educado conmigo. Pero lo que tengo que decirte es otra cosa y no quiero que te duela nadita.

 ―No me digas que estás embarazada.

 ―Claro que no, pues qué me crees, tú me conoces bien, tú me educaste. Y debes confiar en mí siempre, sobre todo con lo que voy a decirte.

 ―Dime ya, no me tengas con el sucirio.

 ―Mañana se va el circo. Y me voy a ir con Rodrigo.

 ―¡Pero cómo se te ocurre, muchacha! Estás loca si crees que te voy a dejar ir con esa gente.

 ―Rodrigo y yo somos novios y queremos seguir juntos. Él va a juntar dinero para casarnos dentro de un año o dos. Más bien los dos vamos a juntar, porque me consiguió trabajo en la compañía, yo les voy a llevar las cuentas de todo y me van a pagar muy bien.

 ―Pues claro que te va a pagar muy bien ese fulano, si te lleva de su querida.

 ―No, mamá, estás muy equivocada; él me quiere mucho y me respeta, si no fuera así yo no me atrevería a esa aventura tan grande. Por otro lado yo no quiero quedarme aquí para terminar de sirvienta o de operadora de la maquila, no quiero eso para mí.

 ―Seguramente crees que es más divertido terminar de cirquera, pero no sabes lo duro que es esa vida, andar de aquí para allá durmiendo en casas de campaña y en hotelitos de la orilla. Además qué quieres que piense si te vas con un hombre. Te prometió que se casará contigo pero cuántos no dicen lo mismo para conseguir lo que quieren y luego te dejan chiflando en la loma.

 ―Para mí eso no es lo principal, mamá. Sí quiero mucho a Rodrigo, estamos enamorados y tenemos planes. Pero lo que más me interesa es que tendré una vida distinta, y no la que tendría si me quedo; tengo que arriesgarme a buscar otras cosas, otros lugares.

 ―Estás muy chica, Cristina, todavía no sabes que es lo que más te conviene en la vida.

 ―Déjame ir, mamá. Te prometo que voy a cuidarme mucho y te escribiré de todos los lugares a dónde vaya para que sepas que estoy bien.

 *

 Cristina se fue con el circo; durante año y medio fue muy feliz con Rodrigo. Juntos reunieron una buena cantidad de dinero porque tuvieron buenas temporadas y los dos eran muy dedicados. La vida itinerante es dura, sin embargo se compensa con la gran cantidad de sorpresas con las que amanece el día, cada lugar ofrece maravillas distintas y la vitalidad de los cirqueros no puede compararse con nada. Casi todos ellos eran buenas personas y existía una solidaridad que no suele verse entre la gente sedentaria. Cristina y Rodrigo establecieron una pareja muy alegre y feliz, dormían en remolque de él, que era muy amplio y ella lo había arreglado muy bien.

 Además de su trabajo llevando las cuentas del circo, Cristina aprendió algunas suertes y creó su propio número de trapecista. Su belleza y su gracia le procuraron éxito. Todo iba bien.

 *

 Un día, muy de mañana, llegó al campamento un carro que venía de prisa. Era la hermana de Rodrigo; venía a avisarle que su padre había muerto. En Acayucan, Veracruz, el hombre tenía una plantación de vainilla en la que trabajó durante cincuenta años, y labró una modesta fortuna. Rodrigo era el mayor. Su padre nunca había aceptado su profesión de cirquero, le parecía oficio de vagabundos y de gente con malas costumbres; por eso Rodrigo muy pocas veces visitaba su casa, a pesar de los ruegos de su madre que todas las veces lo despedía llorando y que siempre le demostró amor y respeto.

 En cuanto se fue su hermana, quien se hospedaría en un hotel del centro para partir juntos al día siguiente, Rodrigo le contó a Cristina lo que había sucedido y lo que estaba por suceder. Ella conocía al detalle toda la historia, sabía de las dificultades de su novio con su padre, de la forma en que se manejaban los asuntos de la familia; sabía que su hermana estaba casada con un buen hombre y que la madre sola no podría trabajar las tierras ni llevar los asuntos de la labranza, los préstamos agropecuarios, la venta, y todo lo que concernía al negocio. Era inevitable que Rodrigo tenía que establecerse unos años, o para siempre.

 Te propongo que nos casemos y nos vayamos juntos a Acayucan, le dijo. Esperaba que ella le diría que sí de inmediato, porque en todo habían estado siempre de acuerdo. Cristina tuvo el impulso de hacer lo que él esperaba con tanta naturalidad, pero ella le pidió un día para resolverle. Era la primera vez que dudaba, sin embargo esto parecía razonable dado lo inesperado de la terrible noticia y el cambio tan radical que se presentaba.

 *

 Cristina amaba profundamente a Rodrigo, lo admiraba como artista, compartía con él la disciplina física y la vida austera que tenían juntos. No lo imaginaba en una vida distinta donde ambos tuvieran que cumplir otro destino. Rodrigo era la aventura permanente, la cotidianidad suya ocupaba todo el espacio de un país, de otros países, la tierra de los dos era el aire del mundo sin límites ni muros. Con muchos sacrificios habían conseguido juntos la prosperidad y la más abierta libertad que pudiera imaginarse. Como se lo había dicho a su madre desde el principio, ella no se fue al circo por un hombre, sino por una vida que muy pocos podrían entender. Por fortuna entre esos pocos estaba Rodrigo, así que por mucho que habría de dolerle tendría que comprenderla cuando al día siguiente le dijera que no se casaría, que no lo seguiría a otra vida que no fuera la que ahora consideraba su propia, su única forma de existir.