viernes, 21 de noviembre de 2025

Nueve leyendas de Chihuahua

 


Nueve leyendas de Chihuahua

 

Jesús Chávez Marín, compilador

 

Principio de arte:

el canto del que siembra

los arrozales

Basho

 

Introducción

Una de las más persistentes formas de la narrativa popular es la leyenda, ese relato de hechos reales mezclados con fantasía cuyos personajes son conocidos por la gente de una región, por sus hechos famosos o por su conducta extrema en situaciones verídicas que impresionaron fuertemente en su tiempo y que viven en la imaginación y en la memoria colectiva.

Aunque el origen del nombre viene del latín medieval legenda y significa “acción de leer, obra que se lee”, su forma más auténtica es el relato oral que se cuenta en voz alta de generación en generación en tertulias, conversaciones familiares, cartas privadas, y cada narrador le quita y le agrega elementos o secuencias completas conforme a su talento y personalidad. Así cada historia se va enriqueciendo o empobreciendo, según el alcance y la intensidad de las acciones que se relatan o del interés y el ambiente colectivo en el que viven como imágenes. De esa forma resulta que de una misma leyenda suele haber múltiples versiones.

Por eso es la escritura la que da un registro de permanencia a una leyenda nacida en el ambiente de la tradición oral. Porque cuando pasan los años, los recuerdos quedan hechos jirones. Desteñida por el tiempo o pintada con la fantasía, la realidad ya no es la misma cuando la recreamos con las palabras de la conversación y le agregamos las cargas conceptuales con las que elaboramos nuestras expresiones cotidianas. De esta manera, la escritura que sale impresa adquiere una importancia insospechada y penetra con muchos cauces el tejido social. Muchas historias, así como muchas ideas, se perderían si no hubiera escritores y redactores que fijan las versiones de cada leyenda y así contribuyen a configurar el espectro completo de la historia narrada colectivamente.

Otra de las acepciones más antiguas que tiene la palabra leyenda en el Diccionario de la Real Academia Española es la de “relación de la vida de los santos”. Uno de los textos más antiguos, que apareció en la Edad Media, es la Leyenda áurea (Legendi di sancti vulgari storiado), escrita por Jacobo de Vorágine. A la iglesia católica le interesaba difundir las vidas ejemplares de sus propios héroes: los misioneros, los mártires, las mujeres virtuosas, todo ello para extender su ideología. En algunas ceremonias se acostumbraba leer en voz alta esas bondades legendarias.

También algunos gobiernos han forjado sus propios personajes, como el Pípila o los famosos Niños Héroes, que fueron protagonistas de hechos que tienen más de maravillosos que de verdaderos y cuya conducta es “políticamente correcta”. Por otro lado, existen muchas leyendas que jamás se recuperan y llegan a perderse por falta de un registro cuidadoso, tal es el caso de la tradición de las culturas autóctonas, como la tarahumara.

Las versiones escritas de las nueve leyendas que componen este libro tienen su raíz en la tradición popular chihuahuense. Por su lenguaje, por los tipos humanos, por el paisaje, estas historias conservan su frescura y gracia en la escritura cuidadosa de los autores.

La modernidad de los textos y la buena calidad de su prosa son una muestra del vigor de la tradición literaria de los chihuahuenses. La raíz colectiva de estas historias está bien recreada; en su discurso narrativo se reconocen voces de gente de Parral o de la Sierra; palabras del español que se habló en la ciudad de Chihuahua de los años cincuenta cuando solo había ochenta mil habitantes; entierros y aparecidos que en sus ensueños siguen alimentando la esperanza desaforada de hallar un cajón repleto de alazanas; monstruos marinos en pleno desierto y la mujer más hermosa del mundo vestida de novia para siempre en la vitrina de una tienda.

Por supuesto que de cada una de estas nueve leyendas existen otras versiones, escritas por distintos autores, muchas de ellas publicadas en libros, periódicos, revistas. Supongo que todas son válidas y tendrán sus propios lectores afines. Sin embargo, lo que caracteriza las de este libro es su cuidado lenguaje narrativo.

En este pequeño libro de leyendas, los lectores hallarán una ventana de sus propios recuerdos. Armando Gutiérrez Mares, escritor sorprendente cuya percepción está educada en la meditación trascendental, nos escribe de aquella señora que cada Viernes Santo, a la media noche, sigue visitando para siempre los siete templos. Muy elegante, ella recorre en un taxi las calles de Chihuahua y paga con una sortija de oro. El taxista ya no es de este mundo.

César Imerio Salazar Holguín, profesor de muchos años, nos mete a la polvareda de la Revolución Mexicana, misma que se levanta en el puro centro de nuestra propia ciudad. El olor de los cirios y el incienso de la Catedral son un consuelo ante el terror de los disparos, un refugio frente a la muerte.

En medio de la batalla brillan las alazanas; en el fulgor del oro, los personajes del relato se conectan con el más allá, donde se escuchan las voces de unos albañiles cuyo regocijo es inaudito.

Zacarías Márquez Terrazas, cronista laborioso y poeta discreto, escribe sobre las correrías del legendario Chato Nevárez cuyo destino de aventurero trae un poco de esperanza en los atribulados días de nuestra crisis económica, que también suele ser mental y hasta metafísica cuando nos enfrentamos a los cobradores, más fieros que el toro que se llevó entre las astas al famoso bandido de Babonoyaba.

Otras leyendas son: El violín de don Anatolio, escrita por Eva Muñoz, quien es maestra de literatura y dio clases toda su vida en muchas escuelas de la Sierra. El ambiente de este relato es de fina evocación poética. Oro y plata, cuyo autor es René Gómez Esparza, una historia donde se oye el lenguaje castizo que todavía se usa en los pueblos mineros; él es profesor en su natal Santa Bárbara y en San Francisco del Oro. La hija de Pascualita, quizá la más famosa de las que se oyen en esta ciudad, y de la cual existen más versiones escritas; aquí se publica la del ingeniero Jorge Luis González Piñón, quien presenta además un caudal de información muy bien organizada respecto a esta vieja historia.

Óscar W. Ching Vega, el famoso periodista, es autor de El hombre que quedó mal con Dios, donde el charro negro de Santa Eulalia vuelve a encontrarse con uno más de sus cronistas, esta vez en la escritura siempre estimulante de este beduino de las noticias. El Rosario y la sotana sin cabeza la escribe Luis Carlos Arriola Chávez, cuya trayectoria de historiador y cronista lo avalan para convertir en fantasma al padre de la patria. Y para cerrar con broche de oro, Humberto Quezada Prado nos pone frente a frente con La sierpe de Nonoava, una animal que parece de este mundo pero que navega en los ríos del delirio y de las tormentas que nos trajo el niño; se hermana con las culebras que las señoras de antes cortaban con cuchilladas al cielo y con palma bendita y a los terrores que nos causan los ríos desbocados de nuestra bronca región.

Nueve leyendas de chihuahua es un texto que deja un buen sabor de boca, queda en la memoria, estimula el deseo de leer más cuentos de estos autores que, cada uno en su estilo, logran platicar de las cosas más inverosímiles como si fueran lo más natural del mundo.

JChM, junio de 1997

 

La dama elegante

Corría el año de 1940, la ciudad de Chihuahua era una pequeña población. Conservaba un fuerte sabor provinciano, característico de los centros urbanos de aquellos tiempos. Era una ciudad de proporciones caminables. En un letrero colocado a la salida de la carretera a Ciudad Juárez se podía leer: “Chihuahua, ochenta mil habitantes”.

Angelina, una joven mujer, frisaba los diecisiete años, era obediente e ingenua, vivía de acuerdo con los cánones establecidos por aquella sociedad provincial, en la que las familias se conocían. Muchas de ellas vivían en el centro de la ciudad, en viejas casonas de adobe, apenas modernizadas con los muebles y aparatos eléctricos de moda, especialmente los radios de onda corta y larga. Los teléfonos funcionaban con una operadora de la central y cuando uno levantaba el auricular, ella preguntaba: ¿A qué número desea hablar? Se le daba la cifra de tres dígitos y ella hacía la comunicación. Era un mundo de dimensiones profundamente humanas.

 

La joven Angelina había quedado huérfana de padre y madre cuando era muy pequeña. Su familia conformada por ella, su hermana Lilia y dos varones vivían con una tía soltera, que se había hecho cargo a raíz de la muerte de los padres. Los frecuentaba la tía Nina, a quien apodaban así porque era la madrina de Lilia. Cuando llegó a la pubertad Angelina, junto con su hermana y otras compañeras de la escuela, gustaban de ir los domingos a la Plaza de Armas a platicar con muchachos de su edad. Sus parientes no veían con buenos ojos esas libertades en quienes apenas empezaban a ser mujeres, por lo que la madrina de Lilia discurrió que el domingo era un buen día para ir a limpiar las lápidas de sus difuntos y así por la tarde, acompañada de su ahijada y de Angelina, caminaban, desde su domicilio en la calle Morelos 1005, hasta la avenida Ocampo y la recorrían hacia el sur, hasta salir de la ciudad, para llegar finalmente al Panteón de Dolores. Éste se localizaba al cruzar la vía del tren, la avenida se convertía en el camino que conducía a La Fundición, una planta concentradora de metales, propiedad de la American Smelting Co., en el cercano poblado de Ávalos. El Panteón de Dolores era una propiedad privada y colindaba con el Panteón Municipal, ambos circundados por una barda de adobe.

Durante la larga caminata dominical, las muchachas no podían seguirle el paso a Nina, siempre se quedaban atrás observando a las familias que, sentadas en sillas y mecedoras, tomaban el fresco, luego de las calurosas tardes de verano, platicando a la sombra frente a sus casas.

—No se queden atrás —insistía Nina a intervalos regulares y esperaba hasta que las jóvenes la alcanzaban.

Finalmente llegaban a su destino y Nina se iba a la tumba de su progenitora, cargando una cubeta con agua, una escoba y un trapeador que conseguía con el encargado del panteón, y se dedicaba a asear el monumento. Angelina hacía otro tanto con la lápida de su madre, ayudada por su hermana; pasaban las horas en esos quehaceres que para ellas resultaban tediosos. Al oscurecer, las tres mujeres salían del panteón cansadas y presas del miedo de que se fueran a encontrar a La dama elegante.

Angelina recordaba que desde pequeña había escuchado platicar a Nina sobre lo que contaba la gente que vivía cerca del cementerio: Por la vía del tren, que se cruzaba al regresar a la ciudad, se aparecía una señora muy bien arreglada, vestida de blanco.

Una tarde, cuando la joven terminó de asear el monumento de su difunta madre, se acercó junto con su hermana Lilia a donde estaba su tía y le dijo:

—Cuéntanos la historia de la dama de blanco que se aparece por la vía.

—Ahorita no tengo tiempo, no he acabado de asear la tumba de mi madre, será otro día.

Las dos hermanas, a quienes les aburría la estancia en el panteón, insistieron a una voz:

—Ándale, Nina, platícanos de esa señora, no seas mala.

—Bueno, siéntense aquí en la orillita de esta lápida sin subir los pies, acabo de limpiarla.

Nina se arrellanó al centro de la plancha de mármol y pronto las muchachas hicieron lo propio a ambos lados de ella. Angelina la observaba ansiosa, esperando que empezara a hablar.

—Como ya les dije, desde hace algunos años la gente de este rumbo cuenta que por las noches ven vagar a una dama ataviada con un vestido blanco y vaporoso; camina a lo largo de la vía como si buscara algo o a alguien.

—¿Nadie ha hablado con ella? —preguntó con ingenuidad la ahijada.

—¡Cómo crees! La gente la ve y se mete a su casa, pero desde la puerta o por las ventanas la ob-servan pasearse por los rieles. Dicen que es una figura que por momentos se destaca con increíble claridad y luego se pierde, como un fantasma, en la penumbra nocturna.

 

Nina continuó su narración con voz pausada, bajo la luz crepuscular que iba tiñendo con tonos rojizos aquel misterioso ambiente, con sus espigados árboles y tumbas:

—Una noche de primavera, dicen que era un Jueves Santo, transitaba un carro de sitio por la avenida Ocampo; regresaba de llevar un pasaje a La Fundición. Era cerca de la media noche, cuando el chofer vio a una mujer muy bien vestida, parada cerca de la vía del tren, que le hacía señas con un pañuelo en la mano. Acostumbrado a recoger pasaje por donde transitaba, dio un giro sobre la carretera, se acercó y detuvo el vehículo. Ella, sin decir palabra, abordó el asiento trasero y se acomodó con distinción.

—¿A dónde la llevo, señora?

—Tengo que cumplir una manda, necesito visitar siete templos —contestó con voz amable.

—¿A cuál quiere ir primero? —le preguntó intrigado.

 

—Vamos a la iglesia de San Francisco y de allí me lleva a la de El Santo Niño.

El conductor, un poco desconcertado, enfiló el carro hacia la población y procedió a cumplir el deseo de la elegante dama. La observó por el espejo retrovisor. No era de facciones propiamente bellas, su cara no tenía nada de particular, pero su atuendo era muy distinguido, llevaba un bonito sombrero blanco y una pequeña sombrilla, pero sobre todo fue el porte aristocrático de la mujer lo que más impresionó al joven taxista. Notó que con discreción se llevaba el pañuelo a los ojos, pronto se dio cuenta que lloraba en silencio, con sollozos que de vez en cuando afloraban de su pecho.

Llegaron a la iglesia, la dama se bajó del carro y caminó por el atrio. El chofer no alcanzaba a comprender cómo iba a entrar al templo a esas horas, pensó que tal vez sería amiga del párroco. Al poco rato abordó de nuevo el vehículo y se fueron hacia El Santo Niño. Regresaron al centro, a la Catedral, y luego se trasladaron a la capilla de Nuestra Señora de Lourdes. Allí el joven taxista pretendió seguirla, bajó del coche y fue tras ella, escondiéndose entre los cipreses, pero ella se esfumó a media escalinata. El hombre sintió un escalofrío y optó por regresar al taxi. Al poco rato apareció la dama y se acomodóen el asiento; un discreto olor a nardos invadió el interior del vehículo. El cochero la miró a los ojos pero ella esquivó la mirada y le pidió que la llevara al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Más tarde fueron al templo de Santa Rita y finalmente al del Sagrado Corazón, que estaba en construcción.

Se dice que durante el largo recorrido la elegante dama no cesaba de llorar con un llanto contenido, que impresionó profundamente al chofer. Al regresar de su visita al séptimo templo, el conductor le preguntó:

—¿Quiere ir a algún otro sitio?

—No, es suficiente. Era una deuda que tenía que saldar, ofrecí hacer la Visita de las Siete Casas si sanaba de una grave enfermedad. Por favor lléveme ahora al Panteón de Dolores.

El fatigado piloto sintió miedo cuando ella le mencionó el destino, por demás extraño. Sin embargo, acostumbrado a recorrer por las noches los rumbos más insólitos de la ciudad con pasajeros de todas las clases sociales, se abocó a cumplir las instrucciones. Le intrigaba el deseo de la señora de dirigirse al panteón a tan altas horas de la noche, un lugar totalmente desolado en las afueras de la ciudad. No alcanzaba a imaginar dónde vivía su extraña pasajera. Pensó que se alojaría en la casa del ad-ministrador del panteón, sin embargo no se atrevió a preguntar, a pesar de que su piadosa cliente había dejado de llorar y se mostraba más tranquila. Llegaron a la puerta principal, el taxista detuvo el automóvil y, volviéndose hacia ella, le dijo:

—Son cincuenta pesos.

—Le voy a pedir un favor —contestó la dama con voz serena—. Olvidé el monedero y mañana salgo fuera de la ciudad; vaya a mi casa y explíquele a quien le abra la puerta el servicio que me ha hecho, allí le pagarán la cuenta. Le dejo este anillo en prenda —dijo mientras sacaba del anular derecho una argolla de matrimonio—, entréguelo a quien lo atienda.

—¿Cuál es su nombre?, ¿su dirección?

Ella le dio los datos y sin decir más bajó del auto. Caminó hacia la reja del panteón, la abrió, cruzó el dintel, cerró y se perdió en la oscuridad. El joven, sentado al volante, observó la escena sin mover el carro. Se quedó estupefacto por unos minutos, incapaz de creer lo que había sucedido. Todo fue tan sorpresivo y absurdo que solo entonces se percató de que aquello parecía surgido de un sueño. Le invadió un miedo extraño que le paralizó por un momento; finalmente pudo arrancar el vehículo, le temblaban las piernas.

Al día siguiente se presentó en el domicilio que le dio la dama. La casa donde tocó el timbre era de una familia de la alta sociedad chihuahuense de aquellos años. Una joven con uniforme de servicio doméstico salió a la puerta:

—¿Qué se le ofrece? —preguntó en tono educado.

—Anoche transporté a una señora a varias iglesias de la ciudad y me dijo que pasara a cobrar aquí la cuenta, me dejó en prenda este anillo. —Alargó la mano y le entregó a la muchacha un papel en donde había anotado el nombre con la dirección, así como la argolla matrimonial. La camarera se puso pálida como un lirio y sin decir palabra se fue hacia la casa, llevando en el puño cerrado la prenda y el papel. Poco después salió un hombre joven que con voz agitada preguntó al visitante:

—¿Dónde consiguió la argolla de matrimonio de mi madre?

—Ya le expliqué a la señorita que anoche la llevé a varios templos y me dijo que pasara aquí a cobrar, me dejó la sortija para que se la entregara a usted a cambio del pago de los cincuenta pesos del servicio.

El joven, con la cara descompuesta por la angustia y con lágrimas en los ojos, dijo con voz trémula:

—Mi madre murió hace más de un año de un mal incurable.

El taxista se quedó inmóvil por un momento sin decir palabra y finalmente se desplomó en el quicio de la puerta, víctima de un síncope cardiaco.

Versión escrita: Armando Gutiérrez Mares

Nota de Armando: Esta leyenda me la contó inicialmente la señora Angelina de la Garza de Luján, quien además me explicó la forma en que se enteró de la narración, la cual conoció a través de una tía, tal como aparece en el relato.

Esta leyenda es del dominio público desde hace más de sesenta años, muy conocida en el gremio de taxistas de la ciudad de Chihuahua, particularmente entre personas mayores, según pude constatarlo en entrevistas informales con algunos de ellos, por lo que bien podría llamarse La leyenda del taxista y la dama de blanco. Pude comprobar la autenticidad de la leyenda con varias personas, entre ellas los señores Adalberto Sepúlveda y Gustavo Ruiz. Este último trabajó durante algún tiempo como taxista y los compañeros más viejos le narraron la historia identificándola como la Leyenda de la dama elegante, de La señora de blanco o de La dama del medallón de oro.

Existen diferentes versiones de la leyenda, según le ha ido agregando o cambiando la gente, conforme la actualiza al narrarla. Por ejemplo, en alguna de ellas la dama paga al chofer con un cheque y al ir a cobrarlo le indican en el banco que la cuenta había sido cancelada por defunción de la cuentahabiente, con el mismo desenlace narrado en el texto. También se habla de que le dio en prenda al taxista un medallón de oro, o un brazalete, en vez del anillo de matrimonio. En fin, la leyenda se ha mantenido viva por generaciones y aún la narran algunos taxistas, ubicándola en tiempos más recientes, posteriores a la versión proporcionada por la persona que me dio la información inicial.

 

Puños de oro

Del lecho del río Chuvíscar surgió, al compás del clarín de avanzada, la caballería villista. Los soldados federales, ante la sorpresa total en esa mañana, corrían despavoridos por la avenida Independencia, sus oficiales daban órdenes para ofrecer la resistencia tomando las azoteas en las esquinas que miraban hacia el norte, de donde se precipitaban las fuerzas revolucionarias. El sitio que ahora alberga a Plan de Álamos, San Felipe Viejo y Barrio del Palomar, había sido el resguardo de los revolucionarios, pues casi siempre los atacantes usaban el lecho del río para sorprender a la guarnición.

Don Manuel, esposo de doña Vicenta, era electricista y estaba empleado por el gobierno para instalar la electricidad en el kiosco de la Plaza de Armas. Aquella mañana de otoño, cuando iba a tomar su café, había llegado hasta su casa Anselmo García a pedirle trabajo de ayudante, pues tenía diez días de haberse casado y andaba sin chamba. Saborearon el oscuro líquido cotidiano mientras doña Chenta les preparaba algo de comida para la jornada. Luego se fueron platicando rumbo a la plaza.

El silbido macabro de las balas de fusilería, el tropel de la caballería y el ritmo de las ametralladoras los obligó a refugiarse en la Catedral, donde encontraron casa llena. Con el Jesús en la boca las mujeres rezaban, había ancianos, despreocupados algunos y otros angustiados, lloraban los niños y el sacerdote calmaba a unos y a otros, moviéndose por todo el templo. Pasaron largos treinta o cuarenta minutos, la puerta se abrió lentamente y fueron saliendo todos, entre ellos el maistro electricista y su ayudante. Con paso ligero y luego al trote, corrieron por la calle Segunda y doblaron por la Aldama, ubicándose exactamente atrás de lo sería el cine Plaza (donde en aquel entonces solo había casas modestas de un solo piso). Precisamente allí, un soldado les hizo el alto y luego les indicó:

—Mi Coronel los quiere ver, así es que píquenle pa’ dentro.

La actitud y el tono eran para no chistar. Don Manuel y Anselmo entraron a un zaguán y vieron una pequeña caja de muerto; por su tamaño se podría decir que era de un niño.

—Aquí están los dos civiles que pidió, mi coronel.

—Bien. Miren ustedes, necesito mandar este parque a mi General, que se encuentra aquí nomás en la Plaza de Armas. Este cabo y mi asistente les ayudarán a cargar la caja de muertito, está chiquita, pero va cargada de puro plomo para esa chusma revoltosa. Pesa un carajal, así que a cargarla.

Diciendo y haciendo, sufriendo y pujando, los cuatro hombres sujetaron cada uno de los bordes de la caja, apoyada en sus hombros; los dos soldados atrás y los dos civiles al frente. La marcha se malogró, pues al voltear la esquina de Aldama e Independencia para ir rumbo a la plaza, se escuchó un grito, la caja se tambaleó al desplomarse Anselmo. Allí se quedó tirado.

Los otros llegaron como pudieron y entregaron la carga.

—Muchas gracias, muchachos, muchas gracias. Suban lo que traen ahí.

—Sí, señor, mucho parque —contestó el electricista.

—Teniente, abra esa caja.

Cuando el oficial quitó la tapa, relumbraron las alazanas, monedas de veinte pesos de puro oro.

—Agarren un puño y lárguense pronto —dijo el General.

—Señor —musitó el civil— mataron a mi ayudante, él venía con nosotros y, pues, tenía poquito de casado.

—Pos agarra otro puño, llévaselo a la viuda pa’ que cuando se le pase el sufrimiento le dé vuelo a la hilacha.

Don Manuel salió apresurado, iba por el cadáver de Anselmo, pero cuando ya estaba cerca se oyó otro clarinazo, otra avanzada, pensó, así que mejor salió corriendo. Regresó en la tarde por su ayudante para darle sepultura.

Nunca me lo hubiera imaginado, pero dos años después de que me contaron lo anterior, un albañil contratado por mi padre, mientras realizaba su trabajo, me decía:

Lo que le voy a contar es un secreto, aunque ha pasado tanto tiempo... el ingeniero ya no vive aquí, y el capataz, don Chuy, ya se murió. Mire nomás: cuando hicimos el hotel Del Real y excavamos para hacer los cimientos encontramos en una pared una caja de madera bien podrida. Cuando se dio el talachazo, hervía de monedas de oro, puras alazanas, puras alazanas. Entonces el ingeniero nos formó en línea y nos habló. Dijo que aquel era dinero del gobierno, pero que más falta nos hacía a nosotros.

—Agarre cada quien un puño, solo uno. Lo que sobre será mío, pero si no sobra nada, no me toca nada, ¿de acuerdo?

—Claro que sí, como usted diga —dijimos.

Al otro día era domingo, no hubo trabajo. Nadie platicó nada, pues sabíamos que si alguien hablaba haría un mal para él y para todos. Al lunes siguiente la mitad de los hombres no regresaron a la obra. Los demás gastaron poco a poco el puño de oro.

A veces lo dudo, pero es muy posible que aquel oro era el mismo que transportó Anselmo, el recién casado, el ayudante del maistro electricista.

Versión escrita: César Imerio Salazar Amaro

Nota de César Imerio: La información que me sirvió para escribir esta historia la obtuve de la narración que me hizo doña Vicenta Cruz de Monsiváis, fallecida hace poco tiempo, quien fuera viuda de don Manuel Monsiváis Miranda, también finado. Ambos originarios del poblado de Cusihuiriachi, aunque vinieron a vivir a la ciudad de Chihuahua durante la época revolucionaria. A don Manuel también le tocó trabajar en la instalación eléctrica del Parque Lerdo de la ciudad de Chihuahua. Actualmente les sobreviven sus hijos.

 

El Chato Nevárez

En el nombre de Dios, todopoderoso, yo Miguel Aldaca, natural de la Corte de Madrid, digo que: yendo de Babonoyaba para el real de Santa Eulalia, en el punto de la Ciénega, todo el arroyo (...) hallas enterradas diez cargas de barras de plata; encima los aparejos y a un lado los cadáveres de los peones que las enterraron. (...) Si Dios Nuestro Señor te da licencia, te encargo que hagas estas mandas...

 

Y así continúa el fabuloso derrotero que a su hija dejó uno de los compañeros de correrías del Chato Nevárez. En otro documento del mismo tenor, se lee:

 

Si el Señor le da licencia de ir a la casa del rancho último del Chato Nevárez, que está situada en el centro de la misma sierra de La Silla, que son tres piezas de piedra, se encuentra frente a la cocina, tres peroles con pesos y, en la sala frente a la puerta, otras tres y, por si fuera poco, en el cuarto de los aparejos hay ollas con tejas de oro y plata...

 

Y aún siguen describiendo, este y otros derroteros, fantásticas riquezas que el Chato Nevárez dejó enterradas en los sitios más inverosímiles. Estos documentos prolijos en detalles suelen tener fechas posteriores a 1802 o a 1804, advirtiendo que quizá solo se encuentren las tapias de las casas que mencionan pues “ya van para veinte años que el Chato goza de la santa gloria”.

En el de Aldaca, que transcribimos al principio, antes de finalizar advierte: “unidos a todos tus compañeros de Babonoyaba, repártelos –los tejos de plata– en partes iguales y sin ambición, para que Dios nuestro señor te ayude...” aclarando que se anexa un mapa   –que ya no existe– de Severiano Coure.

En fin, que si las extraordinarias riquezas que ocultó el Chato, después de asaltar las conductas de arrieros que venían de Cusihuiriáchic o de Santa Eulalia, se han perdido en la calenturienta imaginación de arrieros y rancheros, lo que aún se conserva vivo es el recuerdo de Jesús Nevárez, versión chihuahuense de Chucho el Roto, el bandido bueno que roba a los ricos para repartir a los pobres.

También es cierto que poca o ninguna atención le han prestado los historiadores al estudio de los bandidos, a excepción de que se les identifique con alguna facción política.

Curiosamente, ahora que se ha hecho lugar común el hablar del fin de las ideologías, podría valer la pena rescatar a estos personajes que solo servían “al bien común”, por lo que incluimos al Chato Nevárez.

 

Nevárez fue miembro de una antigua familia avecindada en los rumbos de Satevó; él personalmente era oriundo de Babonoyaba y, según “contaban los viejos”, muy mozo se metió en una gavilla a merodear los caminos, siguiendo técnicas aprendidas de los apaches. La primera persecución que sufrió el Chato fue durante la comandancia de José Antonio Rengel, cuando se hizo extensiva la campaña de la apachería a los tarahumares infidentes, lo que incluía a la gavilla del Chato. Algunos terminaron en la horca de Chihuahua, pero los de Nevárez aún asaltaban con frecuencia las recuas durante el gobierno de Pedro de Nava en 1794.

Fue precisamente en ese año, durante la fiesta del Señor Santiago, patrono de Babonoyaba, el 24 de julio, cuando una mujer despechada, al darse cuenta que Nevárez vivía con otra, a lomo de mula se trasladó a Satevó para denunciarlo ante las autoridades.

Era un espléndido amanecer de verano; el campo lucía verde y húmedo aún por el aguacero de la noche y el río de Santa Isabel reflejaba en sus meandros la blanca iglesia de Babonoyaba, que florecía en adornos de papeles de colores.

Sin previo aviso, los alguaciles cercaron el cuarto donde dormía el Chato. No tuvo escapatoria, diez arcabuces le apuntaban al pecho. Sonriendo, se acomodó el sombrero y le dijo al Cabo que dirigía el piquete: “No tengo escapatoria; pero solo pido se me conceda la última súplica de un sentenciado a muerte, que consiste en cumplir un compromiso en este pueblo”.

El mismo gentío, que ya se había reunido compungido, informó al mílite del compromiso contraído por Nevárez, que consistiría en lidiar al toro más bravo que se lanzaría al coto en esa tarde. Fama tuvo el Chato, y bien merecida, de ser magnífico jinete y mejor lidiador de reses bravas. Empeñó su palabra el Chato de no huir y se esperó la hora del jolgorio. Al contrario de otras veces, en esa tarde la música calló, los tinglados solo deseaban despedir con respeto a un hombre que realizaría su faena final.

Salió el toro al redondel; en medio de la plaza Nevárez se quitó el sombrero y sonriente saludó a todos. Tomó la capa escarlata, pero en vez de ofre-cérsela al bicho, la arrojó a las tribunas y, en un acto imprevisto, presentó el pecho a las astas del bruto, que lo levantó en vilo. Un grito sordo se ahogó en la multitud, mientras los borbotones de sangre fluían de las heridas.

Así se despidió el Chato Nevárez de su pueblo, en una tarde de sol el día del Señor Santiago.

 

Nevárez murió, pero nació la leyenda y con ella mil derroteros de tesoros, que aún alimentan la esperanza de los pobres que viven en las resecas tierras de Babonoyaba. Dicen también que en noches de luna suele aparecerse en los cordones de la sierra de Los Frailes y en la de La Silla cabalgando un caballo blanco como el de Santiago Matamoros. Dicen que, tiempo después, Francisco Villa recorría los mismos caminos y veredas.

Versión escrita: Zacarías Márquez Terrazas

 

El violín de don Anatolio

Mi abuelo era un hombre ya anciano cuando yo era aún niña. Fue un señor alto y rubio, con barba tupida y larga, ojos azules de mirada franca, su carácter alegre y platicador, aunque algo irónico. ¡Cómo era bueno para caminar! Recorría grandes distancias a pie que lo llevaron a conocer muchos lugares.

Mi abuelo paterno murió por un accidente en un camino vecinal, me dejó tantos recuerdos. Al evocarlo vuelvo a ver cómo era mi pequeño pueblo de Temósachi en ese entonces; sus casas y sus tapias de adobe, sus calles y callejones, su río y los montes cercanos.

Entre los contemporáneos de mi abuelo había un señor ya anciano, de estatura regular, apergaminado, estevado, chacalito (como los elotes deshidratados por la acción del fuego), de ojos negros y brillantes, amante de la música. Años atrás fue sacristán; sabía leer, tocar el violín y cantar himnos religiosos. Vivía solo en un cuarto de adobe, rodeado de un maizal en su solar, donde además había unos cuantos árboles.

La casa de don Tolio, como todos le decían, estaba cerca del río; muchas calles y callejones llegaban hasta los barrancos por lo que la mayoría de las gentes lavaban su ropa, se bañaban y usaban su agua para el uso doméstico.

Don Anatolio mantenía cerrada la puerta de su casa, espiaba a los vecinos por las rendijas de la puerta; vivía pobremente y cuando mi abuelo le preguntaba qué hacía para mantenerse, el anciano le respondía que con poca lucha le bastaba. Oírlo mi abuelo y ponerle apodo al pobre señor fue un segundo. Buenos días, “Pocalucha”, ¿cómo amaneciste?, le gritaba junto a la puerta a don Anatolio, que salía lleno de coraje a coger piedras y tirárselas a mi abuelo.

Dentro de la habitación de don Tolio había una cama alta, o sea dos bancos angostos y largos de madera con unas tablas arriba, una mesa con una o dos sillas y, colgando de una alcayata, un violín; el fogón a ras del suelo y la tronera por donde escapaba el humo de la leña y las jarillas. En el patio se apilaban un sinfín de enseres, desde el viejo arado, la caña de pescar, trastos y los aparejos del burro que encerraba en el machero detrás de la casa. Al burro lo utilizaba para pasar el río, para recoger leña en los montes y con ella calentar el hogar y cocer su frugal comida.

Don Anatolio se bañaba y lavaba su escasa ropa en el río, donde la dejaba de un día para otro apresada con unas piedras; de vez en cuando pescaba bagres que salaba y secaba para consumirlos poco a poco.

La vida solitaria de este señor parecía rara, pero según el decir de algunos vecinos, era un hombre con cultura, le gustaba leer arcaicos libros, sabía tocar el violín, así como muchos cánticos sagrados; a veces se le oía cantarlos en latín. Era temeroso, anteriormente esos pueblos con escasos pobladores eran asaltados por gavillas, se llevaban a las mujeres y al ganado; por eso las gentes en cuanto se metía el sol ya estaban dentro de sus casas.

También don Anatolio se recogía temprano y no le abría la puerta a nadie.

Don Tolio, me decía papá Lolo, o sea mi abuelo, estaba lleno de cierto misterio. En lo profundo de la noche se ponía a tocar el violín (aquél que descolgaba de la escarpia) para ahuyentar al malo, al demonio, porque este instrumento se tocaba en cruz, decía, y de esas notas salían melodías y armonías muy bellas.

Don Anatolio tendía el cuello nervudo y seco, con sus manos sarmentosas tocaba y tocaba y tal parecía que en esos momentos su espíritu se libera-ba con la música de aquel violín que subía en el aire nocturno en las horas de silencio profundo, mientras en el cielo las estrellas brillaban, parecía que chispeaban como pedernales. Eran tan densas las tinieblas que no se veía la palma de la mano. En ese tiempo no había en los pueblos luz eléctrica.

Los vecinos ya estaban acostumbrados a oír a don Tolio tocar el violín; pero aun así se santiguaban temerosos. Y había que escuchar qué voz tenía aquel viejo cuando cantaba himnos muy antiguos, envueltos todavía entre las sombras que preceden al alba, poco antes del canto de los gallos que anunciaban el amanecer.

Después, cuando cesaban los cantos, don Anatolio removía el rescoldo para rescatar las brasas y encender el primer fuego del día, recogía la ceniza que guardaba para tapar las goteras de la azotea de su vivienda. Ponía a hervir agua para el café y en las brasas doraba las tortillas para desayunar; después salía a darle agua al burro, lo llevaba al río que estaba cerca y allí se lavaba la cara y las manos. ¡Cuidado, Pocalucha!, le gritaba mi abuelo desde el barranco, estás tan flaco que la corriente te puede arrastrar. Viejo lengón, le contestaba don Anatolio, y mi abuelo se retiraba muerto de risa.

Así fue pasando la vida don Tolio, entre oscuras noches y claros amaneceres; solitario, pobre y conforme con lo que tenía.

 

Papá Lolo me dijo un día: Ya se murió Poca-lucha, que Dios lo haya perdonado.

Pasado algún tiempo me contaba lo que decían los vecinos: Que después de que había fallecido don Anatolio, algunos trasnochadores que pasaban por ese rumbo escuchaban en la tranquilidad de la noche la música del violín, que salía del maizal; era como si una mano invisible arrancara aquellos arpegios que se iban apagando en el espacio. A quienes los oían se les ponían los pelos de punta, santiguándose apresuraban el paso para llegar pronto a sus casas. Además, los perros de las cercanías aullaban lastimeramente en esas horas de la medianoche. ¡Ave María Purísima!, exclamaban las gentes y metían la cabeza debajo de las cobijas, para no oírlos.

Otros, los madrugadores, decían que de la casa abandonada de don Tolio se escuchaban cantar himnos que parecían salir del fondo de los tiempos. Eran los cantos del alba para disipar las sombras de la noche: “Ya viene el alba, ya viene el día, daremos gracias, Ave María”.

 

Hace muchos años que murió mi abuelo; pero yo cada vez lo recuerdo y me pregunto: ¿Qué sería de aquel violín y de su música que la gente escuchaba? Los cantos impregnados de humo escapaban por la chimenea al clarear el día. Mucho tiempo después las gentes se contaban unas a otras haber oído aquella música y aquellos himnos de alguien que ya había muerto.

Diré como decíamos antes: “Que mis palabras no le hagan ruido”.

Versión escrita: Eva Muñoz

Nota de Eva: Este relato me lo contó mi abuelo, don Alfonso María de Ligorio Muñoz. Su leyenda pertenece al pueblo de Temósachic, Chihuahua.

 

Oro y plata

Esta leyenda está basada en la vida real y se ubica en el tiempo en que los trabajadores mineros alcanzaron sus primeras conquistas y prestaciones sociales. En 1934 el salario del minero era de un peso con setentaicinco centavos por jornada de trabajo, de ocho horas en el interior de la mina.

En 1935 se fundaron las secciones 9 de Parral, 20 de San Francisco del Oro, 11 y 50 de Santa Bárbara, que junto con las demás secciones del país formaron el Sindicato de Mineros Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana. Ese mismo año se realizó el primer congreso minero en la Ciudad de México.

No era mucho lo conseguido por los mineros, si se compara con las prestaciones actuales, pero en aquel tiempo era una gran conquista si se consideran las condiciones infrahumanas en que trabajaban los mineros durante las primeras décadas del siglo XX. Era muy bajo el pago por incapacidad, pero en los años de los que hablamos era una pequeña fortuna, como la que obtuvo el protagonista de esta singular leyenda.

 

En las calles de Santa Bárbara, ciudad minera, el ir y venir de las gentes formaba una abigarrada multitud que parecía alegre. Era sábado, día de pago, vulgarmente llamado de raya, y además día de bono, una especie de premio de sobresueldo.

Los grupos de mineros, reunidos aquí o allá, discutían animadamente o entraban en alguna de las numerosas cantinas, que en estos minerales, a reto y paciencia de la constitución, solapadas por autoridades demasiado venales, se multiplican indefinidamente.

En una de las empinadas calles de un barrio de la ciudad, desde la puerta de uno de esos envenenaderos populares se escuchaba un grupo de cantadores que entonaban corridos del pueblo. Y cada vez que por las medias puertas de la cantina asomaba la cabeza de Macario Contreras, un minero al que acababan de pagar, se oían los gritos de “¡Viva el Mueganito!”, provenientes de un montón de chiquillos pendientes de él. Era entonces cuando el Muégano hacía brincar sobre las cabezas de la chiquillería una lluvia de billetes. Desde los democráticos pachucos, con valor de un peso, hasta los allendes con valor de cincuenta y los hidalgos, los de cien de aquel tiempo.

Penetremos en este antro para oír al Muégano platicar alegremente con el Bofes, su mejor amigo:

—Hombre, Muégano, tú ya ni la retuestas. Apenas te acaban de dar los veinte mil pesos de tu incapacidad, por la maldita silicosis con que te enfermó la mina, y ya los estás repartiendo. Así muy pronto andarás pidiendo limosna.

—¡Ah que mi Bofes!, y ¿pa’ qué me sirven estos miserables veinte mil pesos? Ya sé que me los dieron por lo que queda de mi vida inútil, que habrá de tragarse la silis. Esa es la vida del minero; se come las entrañas de la tierra hasta que a ésta le da su gana y le dice: Vente, chiquito, eres m’ijo y, ¡cuas!, pa’dentro. ¿No es cierto, Bofes?

—Sí es cierto, Muégano, pero guarda tus centavos ahora que siquiera los dan, parece mentira que te olvides de tiempos pasados. ¿Te acuerdas del amigo Solisombra? ¿Recuerdas cuando lo sacaron de la mina Las Catitas, que estaba por el camino a Minas Nuevas, hecho pedazos y sin más movimiento que el que podían hacer dos dedos de su mano derecha?

—¿Pero cómo diablos no me voy a acordar, Bo-fes? Trabajé junto con él en las minas de Veta Grande y Sierra Plata, allá por Minas Nuevas. De esa desgracia tuvo la culpa el jefe gringo que le ordenó que pegara en una frente que se estaba derrumbando; Solisombra se negó y el gringo lo insultó diciéndole que tenía miedo; aquél se le echó encima con uno de los candeleros que ensartábamos en las rocas pa’ alumbrarnos. El gringo salió huyendo y Solisombra, pa’ mostrar que no tenía miedo, entró a trabajar a la frente con los resultados que ya sabes.

—¡Pobre Solisombra! Cómo debe de haber sufrido su familia en el tiempo que estuvo tirado en la cama, no sé cómo pudo seguir viviendo hecho pedazos.

—Siguió viviendo porque en donde todo falta, Dios asiste con su santo poder. Diariamente íbamos a verlo varios amigos; quién le dejaba dos reales, quién le dejaba cuatro, y así. Entonces los mineros no teníamos médicos ni medicinas, ni sueldo cuando nos golpeábamos, menos íbamos a tener zapatos o cascos de seguridad, como ahora. A las seis de la mañana entrábamos a la mina sin más ropa que un cotense enrollado a la cintura, sin más zapatos de seguridad que unos guaraches y sin más luz que una vela de sebo, por eso teníamos tantos muertos. A las compañías mineras qué les importaban que se mataran los hombres en el trabajo. Entonces sí que se necesitaba valor pa’ ser minero. Pero ¡ah qué, Bofes!, ¿pa’ qué te acuerdas de cosas tristes? ¡Vengan las otras!, yo pago. Ora, músicos encanijaos, aviéntense el corrido del minero. Tengan pa’ que se cobren —y les arrojaba billetes sin contar.

Los músicos cantaron:

 

Pobrecito del minero, ¡cómo tiene qué sudar!

en un triste agujero donde se va a trabajar

durante todo el día entero en aquella oscuridad,

solo tiene la alegría de sentir la luz del día

cuando sale a descansar.

 

¡Ay!... ¡Ay!... Y tener que trabajar.

¡Ay!... ¡Ay!... Sin poderse ni quejar,

arranca su tesoro a la roca dura y cruel,

relucientes oro y plata de la mina que lo mata,

que tan ingrata es con él.

 

Los músicos siguieron cantando esa y otras canciones, mientras el Muégano y el Bofes continuaban platicando.

—Ya lo ves, Bofes. Es la historia de nuestra suerte. Y como te digo, mano, ¿pa’ qué me sirve esto? —y mostraba los billetes— si no es para emborracharme. Ya está pagao mi entierro.

—¿Y si no te mueres pronto, Muégano?

—¡Cómo no, Bofes! Si en las radiografías que me sacaron pa’ que me pagaran esta mugre, crioque ya no se me ven ni pulmones. Yo no vivo dos meses más, me lo aseguraron en el hospital.

—Pero piensa, Muégano.

—Qué piensa ni qué ojo de hacha. A tomar todo el mundo, que lo demás no me importa nada, que vengan las otras, yo pago, hasta aquí nomás me llega l’agua —y enseñaba sus bolsillos repletos de dinero, sin importarle que aquel dinero fuera el precio de su propia vida. Él ya había pagado su entierro, lo demás era para emborracharse, por eso le daba duro a la hilacha, música, vino, alegría. ¿La muerte? La muerte ya llegaría, descarnada, felona, tan mala como es.

 

Dos meses le duraron los fierros al Muégano. Luego la familia se vio sin dinero, y el Muégano nada que se moría. Ni porque lo había asegurado el médico. La tos de la silicosis complicada con tuberculosis le aquejaba continuamente, las bocanadas de sangre que arrojaba eran más seguidas. Pero y ahora ¿qué haría?

Amargado de esta perra vida y maldiciendo a la muerte por no hacer su pronta aparición, encorvado, amarillo y en los puros huesos, sentábase a la puerta de su humilde casa y allí permanecía horas y horas, recibiendo los rayos del bendito sol que caían como una caricia sobre los despojos de su cuerpo que, tose y tose, lanzaba escupitajos sanguinolentos en su derredor.

En sus oídos sonaban voces burlonas: ¿Qué haces, infeliz Muégano? ¿Qué haces ahora sin trabajo, sin dinero y sin poderte morir?

Entonces un rugido salió de su garganta:

—¡Oro!, ¡quiero oro!, ¡plata! quiero plata para embotar mi vida y así no sentir este infeliz cuerpo —lanzaba un grito hacia el aire—. Doctor tal por cual, ¿pos no dijo que me iba a morir luego luego?

Se levantó trabajosamente, entró al jacal gritando:

—¡Vieja!, ¡oye, vieja...!

La mujer lo miró inquieta con sus ojos negros y hundidos. Tres criaturas desaliñadas interrumpieron los juegos infantiles. El Muégano le dijo a ella:

—Alístame mi cachumba y también mis otras garras.

—¡Tas loco! ¿A dónde vas, Macario?, ¿a dónde vas?

—Voy a trai’ oro y plata.

—¿Oro y plata? —murmuró la mujer moviendo la cabeza—, como si el oro y la plata se hallaran tiraos. ¡Tú sí que has tirao todo!

—Cállate —gritó el Muégano—. No los encontraré tiraos, pero se los quitaré a la tierra como lo hice tantos años.

—Pero si ya no tienes trabajo en la Compañía. Y además ya no puedes trabajar.

—¿Que no puedo?, ya lo verás. No me esperes, no volveré hasta que lo consiga. Ponme todo lo que tengas de comer, y por vía de Dios santito que he de trai’ oro y plata.

Y así el Muégano, agarrando su cachumba y su morral, subió el cerro. Su mujer se quedó contemplándolo desde la puerta hasta que lo perdió de vista.

Las sombras de la noche fueron cayendo hasta el jacal, envolviendo piadosamente con un oscuro manto sus harapos y miserias.

 

Muchos días pasaron sin que se supiera del Muégano. Se habrá quedado por allá muerto el pobre y se lo habrán comido los animales, decía para sí la pobre mujer. Pero todas las tardes, llena de secretas esperanzas, sentábase a la puerta del jacal y solamente abandonaba su sitio hasta ya entrada la noche, cuando ya no se veían por ningún lado las lucesitas de las cachumbas que traían los mineros que bajaban del cerro.

Una noche, la luz vacilante de una cachumba llegó hasta su puerta; la mujer ahogó un grito y, a pesar de que ni un solo día dejó de esperar a su marido, la vista de aquel esqueleto la hizo estremecer. Era el Muégano, encorvado bajo el peso de un enorme zurrón que cargaba en sus espaldas; apenas tuvo tiempo de atravesar el umbral y cayó de bruces con aquel peso tremendo sobre el cuerpo.

Con trabajos, la mujer logró echarlo sobre el jergón que les servía de cama. ¿Por qué pesarán tanto los huesos? Un estertor salía de la garganta del hombre, interrumpido por palabras incoherentes, golpes de tos y flujos de sangre:

—Te lo dije, vieja, te lo dije. Que iba a trai’ oro y plata. Y ahí‘tá, vieja, ¡ahí‘tá! Prende la luz, que no veo.

—Está prendida, Macario, y ya está entrando la luz de la mañana.

—No veo, vieja, ¡no veo!, arrímame el zurrón.

Así lo hizo la mujer, y el Muégano, con manos temblorosas y con brotes de locura, empezó a sacar los pedruscos y, ensalivándolos, los arrimaba a sus ojos, gritando:

—Oro, vieja, ¡es oro!, ja, ja, jai. Y solo yo sé dónde hay más. ¡Mucho más! Somos ricos, vieja, ja, ja, jai. ¡Oro y plata! ¡Oro y plata!...

Un golpe de tos, seco, cortó sus gritos. Cayó sobre el metal arrojando una bocanada de sangre. El Muégano había muerto sobre las piedras de oro y plata que lo hicieron vivir y lo hicieron morir.

Al entierro fueron todos sus compañeros de trabajo. Su esposa y sus hijos, así como sus amigos, no se explican dónde encontró el Muégano el filón de oro y plata que esa mañana llevara cargando hasta su casa, para dejar a su familia algo con que vivir.

 

Todavía hoy los mineros y gambusinos cuentan la desventura de Macario, La leyenda del Muégano, como se le conoce en la jerga popular de estos pueblos mineros.

Versión escrita: René Gómez Esparza

Nota de René: Esta leyenda pertenece al pueblo de Santa Bárbara, Chihuahua. La cuentan algunos mineros, trabajadores asalariados de la empresa minera local, y algunos gambusinos dedicados a extraer mineral de los fundos mineros abandonados. Para tener mayor información al escribir este relato, entrevisté a los señores Jesús Chavira Ubiña, Gilberto Seáñez, Marcelino Astorga, Brígido Gómez, Simón Morales y Humberto Heredia.

 

La hija de Pascualita

Un 25 de marzo, día de la Encarnación del año 1930, llegó a la ciudad de Chihuahua, hasta el aparador de La Popular, La Casa de Pascualita, un maniquí que conmocionaría a toda la ciudad. Propios y extraños se sorprendieron con él por tener una imagen viviente y por el asombroso parecido con su propietaria, la señora Pascualita Esparza Perales de Pérez, y con su hermana Cuca. La influencia de las películas de misterio que se proyectaban en aquella época influyó en el impacto causado.

Se decía que era el cuerpo embalsamado de la hija de Pascualita. Ella nunca desmintió tales versiones, mismas que luego de ser difundidas de boca a boca, fueron publicadas por los diarios de la ciudad. Estas publicaciones eran afanosamente buscadas por la misma Pascualita, quien las exhibía en el aparador de Chonita, como originalmente bautizaron a la figura, por haber llegado el día de la Encarnación.

 

En un auténtico imán se convirtió la leyenda de Chonita o Pascualita, como muchos le llamaban. Fueron en verdad multitud las personas que, de la ciudad y de diferentes partes del estado, en el transcurso de los días se aglomeraban en la acera para analizar cada detalle de la figura femenina, la cual   más que artesanía era una obra de arte. Hubo días en que se reunió tanta gente frente el aparador que el tráfico vial de la calle Libertad, lugar donde inició La Popular, llegó a suspenderse en varias ocasiones.

Pascualita recibía numerosas acusaciones por teléfono, la señalaban por ir contra la moral; también hubo visitas a la tienda que, aprovechando el menor descuido, clavaban las uñas en el rostro del maniquí, dejándole huellas que durarían por décadas. Ante este comportamiento Pascualita optó por hacer público que no se trataba de un cuerpo embalsamado.

Por ser un maniquí de cera, con cabello, cejas y pestañas naturales insertadas una por una, Chonita requería una serie de cuidados especiales, entre los que se cuenta el baño con champú. En una ocasión llegaron a la tienda, ya ubicada en la esquina de las calles Ocampo y Victoria, unos agentes judiciales con una orden para hacer una investigación. Pascualita pidió a los policías que regresaran después, porque Chonita se encontraba en su baño; con es razón los investigadores acumularon más dudas e insistieron en el caso. Tanta fue la insistencia, que el maniquí fue sacado, envuelto en una bata y con una toalla cubriendo su cabello. Se les permitió revisar solo el rostro de cera donde brillaban sus perfectos ojos de cristal. Sin una prueba para perseguir un delito se marcharon, aunque dudosos. El hecho se difundió por los medios, lo que acrecentó la leyenda.

 

Con el paso del tiempo han surgido nuevas historias, como la de que el día de la boda de la hija de Pascualita un animal ponzoñoso le cayó en la corona de novia, lo que provocó que muriera en el mismo altar. Transida de dolor Pascualita, queriendo inmortalizarla, la embalsamó para tenerla con ella en la tienda, vestida para siempre de novia. Se dijo que camina por las noches y que se cambia sola, e incluso que derrama lágrimas en cierta época del año.

 

En el libro El comercio en la historia de la ciudad de Chihuahua, publicado por la Cámara Nacional de Comercio en 1990, se da la versión de que, en uno de los viajes de Pascualita a la Ciudad de México, acudió a la prestigiosa tienda El Puerto de Liverpool, donde adquiría telas, azahares y ramos. Al salir del establecimiento, unas personas estaban arreglando un maniquí cuya belleza la cautivó, por lo que se devolvió para hablar con el gerente para que se lo vendieran. El funcionario de Liverpool se excusó arguyendo que su venta sería imposible, pues la escultural dama acababa de llegar de Francia y era la novedad por su rostro y sus manos de cera. Pascualita insistió y casi suplicó, pero la respuesta en cada ocasión fue cortés aunque firme: “No está en venta el maniquí”. A la tesonera Pascualita le quedaba un último y desesperado recurso para llevarse a Chihuahua el hermoso objeto: amenazó a su interlocutor con no volver a surtir más telas de El Palacio de Liverpool si el maniquí no le era vendido. El gerente hizo un rápido balance mental de todo lo que adquiría Pascualita en cada temporada y en su decisión pesó más lo relacionado a ventas que la belleza escultural, y además ganaría con la venta del maniquí. Así Pascualita trajo a La Popular a su modelo profesional para cautivar a los chihuahuenses.

 

El libro Leyendas bárbaras del Norte dice que Chonita fue traída de París a pedido exprofeso de Pascualita y se convirtió en punto de admiración entre los chihuahuenses que curiosos día con día contemplaban aquel escaparate. Entre la admiración que causaba entre el público se cuenta a un poderoso gurú que llegó de tierras lejanas, el cual cuando pasó por el aparador se enamoró de inmediato de Chonita: con sus vibras positivas y magia dio vida al maniquí. El gurú vivió dos meses en la ciudad de Chihuahua y todos los días, al llegar las diez de la noche, esperaba a Chonita en la calle Victoria para hacerse acompañar de tan incomparable belleza. La llevaba del brazo y visitaban los mejores lugares de entonces, lo mismo el Hotel Hilton que la Cafetería de la Esquina o el Casino de Chihuahua.

 

Por el año de 1988 acudió a La Popular una mujer que platicó cómo hace años ella estaba en la esquina de la Ocampo y Victoria frente a la figura, en ese momento llegó su novio, que era extremadamente celoso, y le disparó. Lo último que vio ella al ir perdiendo el sentido fue el rostro de Pascualita, como llamó al maniquí. Despertó después en el hospital con la certeza de que había sido ella quien la había salvado, por lo que desde entonces le reza en gratitud por milagro.

Un sábado por la tarde en el año de 1993, se oyeron frente al aparador los acordes de un conjunto norteño que un admirador de la bella figura le llevaba para que no se sintiera tan sola. La música duró más de dos horas, lo que provocó la aglomeración de muchos curiosos quienes acompañaron al enamorado en su serenata.

 

De la leyenda de Pascualita se han realizado reportajes televisados a nivel local y nacional, como el que se trasmitió el 25 de febrero de 1997 a nivel nacional en el programa Primera edición, de Televisión Azteca. También ha aparecido en periódicos mexicanos e internacionales, como el reportaje publicado por El Sol Latino de Santa Ana, California, en su edición del día primero de noviembre de 1989.

Actualmente los alumnos de las escuelas de la ciudad y del estado acuden a La Popular para pedir una copia de La Leyenda de Pascualita, la que es estudiada al tocar el tema de las leyendas en la materia de Español.

Los familiares de Pascualita hablan del particular sin que les moleste siquiera que la gente continúe murmurando sobre lo que podría ser un acto antirreligioso de Pascualita. Ante ello dicen: “Es una leyenda bonita, que tiene poco de base en la realidad”. Para ellos es una gran satisfacción que se recuerde a su tía Pascualita.

Pascualita Esparza de Pérez ha pasado a mejor vida y a casi siete décadas de la llegada del maniquí la leyenda forma parte de la vida diaria de los chihuahuenses, que la trasmiten de padres a hijos.

Versión escrita: Jorge Luis González Piñón

Nota: Para escribir esta versión, el ingeniero Piñón acudió a las siguientes fuentes de información:

Pueblo de la ciudad de Chihuahua, Chih., México.

Personal de La Popular, La Casa de Pascualita, tienda ubicada en la esquina de las calles Ocampo y Victoria de la ciudad de Chihuahua.

Reportaje realizado a familiares de la señora Pascualita Esparza Perales de Pérez, publicado en el periódico El Norte, ciudad de Chihuahua, miércoles 20 de abril de 1988, página 1, sección C.

Reportaje publicado en el periódico El Sol Latino, Santa Ana, California, miércoles primero de noviembre de 1989, páginas 1 y 12.

Reportaje publicado en El Heraldo de Chihuahua, Chihuahua, Chih., México, miércoles 24 de octubre de 1990, páginas 1 y 2, sección B.

El comercio en la historia de Chihuahua, Cámara Nacional de Comercio, Servicios y Turismo de Chihuahua, Consejo Directivo 1898-1990, año de edición: 1991, páginas 321-324.

Parra Orozco, Miguel Ángel: Leyendas bárbaras del Norte, Servicios Informativos del Norte Editores, Chihuahua, México, 1995, segunda edición, páginas 60-64.

 

El hombre que quedó mal con Dios

Cuando aquello sucedía otra vez, las ancianas de rostro arrugado y largas faldas negras lanzaban un rosario de jaculatorias que, emanadas de la fe cristiana o confeccionadas en su imaginación, no dejaban fuera del juego a ningún santo; encendían veladoras y hacían ofrendas de palma bendita.

Los hombres dejaban de lado el machismo y los temblores de la cruda para pedirle a San Pedro que su sombra bendita los cobijara y a la Virgen de Guadalupe, por mexicana y valiente le rogaban los acompañara en su caminar nocturno por los cerros y veredas de Santo Domingo, a donde iban para sumergirse en los fosos y socavones que en su duro trabajo les reservaban horas de calurosa humedad y peligrosa penumbra.

Por su parte, los niños emocionados o confundidos ante lo que escuchaban y veían, también realizaban curiosas señas y pronunciaban conjuros mágicos, aprendidos en sus pandillas o tomados de las narraciones, que a manera de cuentos les elabora-ban sus madres o abuelas con una mezcolanza de hadas, duendes, dragones, cuevas encantadas, gigantes y fantasmas.

Aquello, que en público o en el seno hogareño se abordaba en voz baja, con terror o con respeto casi religioso, ya constituía parte de la vida comunitaria. Y aunque se le aceptaba como real e inevitable, también tenía el repudio general, pues hasta se aludía a familias que, incapaces de soportar tal tipo de experiencias calificadas como diabólicas, habían abandonado el pueblo.

La situación horripilante estaba en el ambiente sin que nadie pudiese explicarla. Pero no era cosa nueva, pues todos los habitantes, en diferentes épocas, ya la conocían por boca de padres y abuelos. Había testimonios tangibles, como las tumbas en el viejo camposanto, que aun en las visitas del dos de noviembre eran esquivadas o contempladas con recelo porque en ellas reposaban los restos de algunos que habían tenido la osadía, la temeridad, el valor o la peligrosa intención de resolver el caso.

Se hablaba de un tal Federico Castañeda que logró salvar la vida, pero quedó postrado y mudo por el resto de su vida en un desvencijado camastro. Y de Fructuoso Gutiérrez, a quien antes de aquello se le tenía como un campeón en eso de beber sotol y seducir vecinas. Perdió la razón y tuvieron que llevarlo al manicomio del Hospital Civil en la capital del estado, lugar del que ya nunca saldría.

 

Aquiles Serdán, población minera que originalmente tuvo el nombre de Santa Eulalia de Mérida, está situada a poca distancia de la ciudad de Chihuahua. Sus ricos yacimientos de plata, plomo, zinc y algo de oro fueron descubiertos, según una de varias versiones, por los gambusinos Juan de Dios Barba y Cristóbal Luján, quienes se desplazaron desde la franciscana Nombre de Dios hasta los pelones y filosos cerros de Santo Domingo, región en donde localizaron ricas vetas de plata.

Otras crónicas históricas señalan que en 1652 el fabuloso hallazgo lo hizo el capitán español Diego del Castillo, quien poco pudo lograr en la apertura de minas y explotación, por causa de las rebeliones indígenas.

En octubre de 1653 el también capitán Pedro del Castillo, hermano de Diego, reanudó las labores, pero las abandonó al poco tiempo.

Existen testimonios históricos de que finalmente Nicolás Cortés de Monroy fue quien, en febrero de 1707, en sociedad con Eugenio Ramírez Calderón y Juan Holguín, hizo los denuncios definitivos y estableció labores en grande, teniendo como centro la mina que llamaron Nuestra Señora de la Soledad.

Santa Eulalia de Mérida con sus bonanzas en diferentes puntos que fueron conocidos como Chihuahua el Viejo, San Antonio el Grande, Galdeano, Mina Vieja y otros, originó la necesidad de una localidad estratégica que fuese asiento de las autoridades necesarias para el control laboral, así como la regularización de los servicios públicos. Con ello surgió la famosa polémica que finalmente resolvió con su voto de calidad el gobernador de la Nueva Vizcaya, don Antonio Deza y Ulloa, y con ello parió a la ciudad de Chihuahua, antes denominada primero Real de Minas de San Francisco de Cuéllar y luego Villa de San Felipe El Real, hasta que el 19 de julio de 1823 obtuvo el título de ciudad.

A más de doscientos años de iniciada la explotación minera de Santa Eulalia (hoy Aquiles Serdán) sus yacimientos no se rinden. La población está encerrada en un embudo formado por cerros notoriamente rocosos y de vegetación rala. Lo que puede considerarse el área urbana está dividida por un río que solo en tiempo de lluvias registra un caudal digno de atención. Casas de diversos estilos, tamaños y destinos se comprimen en las riveras, pero el crecimiento de la población obligó a que las construcciones fueran escalando las laderas para configurar una comunidad muy semejante a otros centros mineros.

 

Y es dentro de la realidad histórica y el campo de la leyenda donde surge la figura de ultratumba, el fantasma de El Curro, aparición cuyos orígenes suelen situarse en los albores de la población con los indiscutibles amos españoles; o tal vez por 1890, o más recientemente, en la posrevolución. El personaje corresponde a la primera época y las apariciones se inician mucho después. Lo cierto es que la leyenda prosigue. Y a pesar de que aquello ha perdido continuidad y fuerza, permanece como una leyenda hermanada con fuertes lazos al famoso mineral de Santa Eulalia. Por lo mismo aún en la actualidad hay ancianas que lanzan rosarios de jaculatorias, encienden veladoras y queman palmas benditas. Y hombres que le piden a San Pedro los ampare con su sombra protectora y a la Virgen de Guadalupe los libre de verse frente al personaje macabro, quien solo acarrea muerte, invalidez o demencia.

Esta leyenda alude a las esporádicas apariciones de un extraño personaje que fue nombrado El Curro, sin que pueda precisarse la época de su primera presentación ni quién fue su primera víctima. La tradición lo remonta a muchas décadas, quizá a fi-nales del siglo pasado o aún más recientemente hasta los años cuarenta del siglo XX.

Elegidos para tan poco deseable experiencia, según la leyenda, han sido los mineros que cubrían los turnos de segunda y tercera, ya que por el horario que les correspondía, caminaban rumbo a Santo Domingo o regresaban a Santa Eulalia en horas nocturnas. Y era a su paso por las curvas de las empinadas veredas, en los recovecos del camino o al cruzar los lechos de arroyos secos, donde El Curro aparecía para proponerles un trato.

 

El relato alude a un acaudalado minero español, quizá descendiente de alguno de los caballeros que tomaron parte en la votación mencionada, cuando se decidió dónde sería el asiento de lo que hoy es la hermosa ciudad de Chihuahua.

Imposible saber nombre o apellido de El Curro, pero sí –y con detalles– su pecado.

El apodo de El Curro surgió de las descripciones y relatos que hicieron quienes después de la terrorífica experiencia tuvieron vida y alientos para hablar antes de morir, enmudecer o perder la razón. Hablaban de una figura masculina, alta; un hombre vestido con traje y capa negra, la tez fosforescente, la barba canosa, usaba un sombrero raro sin ningún pare-cido a los que se usan aquí, y como detalle muy notorio, sus piernas con botas acha-roladas no tocaban el suelo, levitación o flotamiento que resultaba prueba irrefutable de que era un ser del más allá.

Voz cavernosa, pausada, pero con tonos alternados de súplica y mandato: “Yo pecador arrepentido que ha fallado ante Nuestro Señor Dios Jesucristo, por lo cual sufro castigo de continuar penando en la tierra, ruego a vos que me escuches y ayudes, hagas por mí lo que yo descuidé, corrijas el error que mi vanidad y soberbia causaron. A cambio te revelaré dónde guardé gran parte de mis riquezas cuando sentí que la muerte se acercaba. Yo, ayer hombre ingrato y hoy alma en pena, juré a Dios Nuestro Señor enviar al Santo Padre de Nuestra Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana un donativo, si Su Santidad intercedía ante la Divina Providencia para recobrar mi salud. Dios me concedió tal gracia. Pero cuando a los pocos días me sentí fuerte, sin dolores, sin temores, agobios ni angustias, reanudé mis trabajos y dejé correr el tiempo, pues no es lo mismo el sufrir que el gozar. Por sentirme bien, falté a mi palabra y merecí castigo, pues los males, que antes comenzaron con aviso corporal y avanzaron lentos, regresaron fulminantes y en minutos cortaron mi vida. Muchos años ha ten-go esta pena y este vagar que impide el alcanzar mi alma la gloria y el reposo. Dame tu ayuda, cumple por mí y tendrás mis riquezas hoy ocultas”.

 

En los años 1943 y 1944 revivió el rumor de nuevas y frecuentes apariciones de El Curro. Sin embargo, los efectos no fueron tan impactantes. El miedo era menos sólido y con brotes de incredulidad, escepticismo y hasta burla. La leyenda perdía fuerza y dio paso a juegos y aventuras de chamacos. Numerosos muchachos que cursaban los grados quinto y sexto de las escuelas El Ranchito y las conocidas como De Arriba, De Enmedio y De Abajo comenzaron a formar grupos armados con piedras, palos, resorteras y uno que otro rifle de municiones y les dio por hacer incursiones nocturnas por las veredas, hondanadas y arroyos para invocar a gritos y con palabrotas, “¡Ven, pinche Curro!”. Muy seguros de que ellos podrían enfrentar al fantasma, de que ellos sí tendrían valor para atender la petición del alma en pena, arremangar con la fabulosa riqueza y darse por muchos años una vida placentera a la salud de aquel español, quien por su vanidad y soberbia olvidó su promesa hecha al Eterno y sin más quedó mal con Dios.

Versión escrita: Óscar W Ching Vega

Nota de Ching Vega: Esta leyenda ha sido trasmitida por varias generaciones entre los habitantes de Aquiles Serdán (Santa Eulalia). Durante mi niñez la escuché muchas veces y con variaciones, contada por mineros y gambusinos que formaban la clientela fija o esporádica de la tienda de abarrotes que mis padres tenían. El tema era muy socorrido en todo tipo de reuniones. Muchos ancianos mencionaban nombres de personas (todas ya fallecidas) a quienes se les había aparecido El Curro, antes temido y luego solo famoso.

En Aquiles Serdán cursé hasta el quinto año de primaria. En la escuela, los maestros nos encargaban composiciones con el tema de El Curro y luego nos explicaban lo que eran las tradiciones, las consejas y las leyendas.

Como es fácil suponer, no hay testimonios históricos sobre este asunto. Quizá el acaudalado español existió y, como suele suceder a la muerte de personas prominentes, surgieron del suceso historias de diversa índole, mismas que se fueron transformando para dar lugar a narraciones fantásticas. De cualquier forma, la leyenda de El Curro está arraigada desde hace muchas generaciones a las crónicas y a la historia del famoso mineral.

 

El Rosario y la sotana sin cabeza

Aquella tarde polvorienta de abril, en el año de 1811, hizo su funesta entrada a la Villa de San Felipe El Real de Chihuahua el batallón dirigido por el brigadier don Nemesio Salcedo, que conducía los desafortunados pero heroicos insurgentes. La noticia corrió por los barrios de la población, como lo eran los de La Hacienda de Torre, el de Nuestra Señora de Guadalupe, barrio de Obrade y Loma, La Canoa y Loma, barrio de los señores Urangas y Carnicería, así como la calle del Diezmo y Del Correo. Todo este era el entorno del que se componía aquella Villa de San Felipe, pero vinieron curiosos de San Gerónimo, del pueblo de Nombre de Dios y de otras rancherías cercanas.

Desde Acatita de Baján, lugar que se encuentra cerca de Monclova, Coahuila, los traían a pan y agua bajo torturas continuas, después de que fueron traicionados por un individuo de apellido Elizondo. Junto con el presbítero Miguel Hidalgo y Costilla venían también prisioneros Ignacio Allende, Mariano Jiménez, don Mariano Hidalgo, hermano de don Miguel, y unos cuarentaicinco hombres más, sin tomar en cuenta que en el lugar de los hechos fueron sacrificados algunos sacerdotes y otros hombres que ofrendaron su vida por la independencia nacional.

La prisión se encontraba en donde estuvo ubicado el Colegio de Jesuitas; en ese lugar estaban la iglesia de Nuestra Señora de Loreto y el Hospital de la Villa. Tenía dos patios con pasadillo y en medio de ellos una capilla llamada de San Pedro Apóstol. Todo esto se hallaba en lo que hoy son el Palacio Federal, el de Gobierno, el de Justicia y la Plaza Hidalgo, antes llamada Plaza de los Ejercicios. En ese patio fueron ejecutados los más de cuarenta hombres, que compartieron ese ideal de libertad, entre mayo y julio de 1811. En ese lugar, por intrigas de la Santa Inquisición y malos manejos del Santo Oficio, murió mucha gente inocente.

Entraron a la Villa de San Felipe como si fueran viles delincuentes, llevando grilletes y cadenas en sus pies. El ruido de los eslabones rompía el silencio sepulcral aquella tarde en que llegaron, además se percibían los discretos murmullos que eran como un grito ahogado en la desesperación. A la población en su totalidad se le prohibió mostrar la más mínima expresión de piedad y simpatía, quien lo hiciera sería considerado traidor a la Corona Española y sufriría las consecuencias.

El nefasto Salcedo, servil e incondicional de los gachupines, condujo a los prisioneros hasta el interior del patio del lugar ya mencionado. Los recibieron un español de nombre Juan José Ruiz de Bustamante, el abogado Rafael Bracho y otras personas de muy desagradable memoria. En la prisión también fueron recibidos por el capitán Pedro Armendáriz, quien dos meses después habría de dirigir el pelotón de fusilamiento que ejecutaría al Padre de la Patria. Armendáriz a su vez los entregó a un cura de apellido Irigoyen y a un señor que en ese tiempo tenía mucha fuerza política, de nombre Alejo García Conde. Este fue el breve diálogo entre García Conde y el capitán Armendáriz:

—La gracia de Dios sea con vos, la Virgen os guíe en el juicio de estos insensatos, infieles e impíos prisioneros que dejo en vuestras sabias manos.

—Buena y excelentísima misión de valerosos hombres y caballeros la de hacer presos a ese puñado de traidores.

Estas fueron las palabras de los serviles de la Corona. Al escuchar esto, el padre Miguel Hidalgo aga-chó la cabeza y contuvo el impulso de vomitar ante tanta desvergüenza.

Entre aquellos hombres se encontraba un joven servidor de la iglesia parroquial (el templo que actualmente es la Catedral de Chihuahua), Justo María Chávez Aguilar, seguidor silencioso de los ideales del benemérito sacerdote. Al ver a don Miguel Hidalgo, Chávez Aguilar se acercó lleno de admiración y respeto, en su mano derecha depositó un Rosario sevillano de carey con un crucifijo de oro. El cura de Dolores lo recibió agradecido y le dijo:

—Gracias, hijo, por ser un hombre de buena voluntad.

Justo María Chávez Aguilar, en el fondo de su noble alma, tenía la esperanza de que el gobierno de la Nueva España, en vía piadosa, mandara un mensaje perdonando la vida a Hidalgo por su investidura sacerdotal.

Justo María llevaba una entrañable amistad con don Melchor Guaspe, bondadoso caballero español. Don Melchor había sido navegante y por ello se le había comisionado para subir las campanas de la iglesia parroquial. Acostumbrado a elevar grandes cañones en los navíos, además de ser campanero encargado de dar la hora y colaborador cercano del alcaide mayor, también fue el alcaide responsable del cura Hidalgo en la cárcel. Con estas amplias referencias, don Melchor tenía todo el acceso a don Miguel Hidalgo, por lo que le daba oportunidad a Justo María de visitar al Padre de la Patria.

Contaba Justo María que siempre que lo iba a ver, encontraba a Hidalgo orando en silencio, en actitud de contemplación, con su Rosario entre las manos. El rostro del sacerdote reflejaba una paz absoluta, aunque para don Miguel fueron meses de un gran dolor al saber cómo los malditos sicarios iban eliminando a sus amigos y fieles seguidores. Cada día lo torturaban en su corazón diciéndole con todo cinismo a quién habían fusilado y hasta describiéndole la expresión de dolor de la víctima y la cantidad de balazos recibidos en su cuerpo.

Un domingo, Justo María, al salir de la misa que ofreció el padre Granados, se encaminó hacia la cárcel, ocultando entre sus ropas unos dulces envueltos en papel. Eran unas melcochas que le gustaban mucho al padre Hidalgo. Era quizá el domingo más triste en las páginas de nuestra historia nacional, por ser el último en la existencia de Hidalgo. Batallando y arriesgando su vida, Justo María Chávez Aguilar llegó hasta la celda de don Miguel y estuvo con él hasta la madrugada, en una larga conversación. Al entrar Justo María, el cura Hidalgo lo recibió con un emocionado y fraternal abrazo, y luego le dijo:

—¿Cómo te arriesgas de esta forma a venir hasta donde estoy como un convicto? Estoy condenado a morir. Al estar aquí conmigo corres la misma suerte, si llega a saberlo el brigadier Salcedo.

Más adelante, habló con las siguientes palabras: “Estoy seguro que tú, Justo María, hubieras sido uno de los más valientes oficiales de nuestra causa. Tal vez si te fueras al sur con el padre Morelos. Pero es difícil, porque el mismo padre Morelos está rodeado de traidores que tarde o temprano lo conducirán a un destino igual que el de mis compañeros y mío. Mira, Justo María, tu causa no ha de ser las armas, tu causa ha de ser la cultura y el despertar de todos nuestros hermanos esclavizados por los gachupines desde hace tres siglos”.

El 27 de julio de 1811, Miguel Hidalgo fue degradado, el acto se llevó a cabo en el Hospital Real, el padre franciscano José María Rojas fue su confesor. El lunes 30 de julio, a las cinco de la mañana, Hidalgo tomó su último desayuno, una taza de chocolate y pan duro, estuvo orando y a las seis fue llevado a la capillita de San Pedro Apóstol y luego al lugar donde habría de ser fusilado. Antes de su cruel ejecución, se dirigió a donde estaban los soldados del pelotón y les repartió los dulces que un día antes e llevara Justo María Chávez Aguilar. Enseguida le cubrieron los ojos y fue fusilado a las siete de la mañana. El pelotón fue dirigido por el capitán Pedro Armendáriz, quien después le ordenó a un tarahumara, quien vivía en aquel lugar, que le cortara la cabeza al cuerpo de Hidalgo. Este fue sepultado en la capillita de San Antonio de Padua, ya cercenado de la cabeza.

El Rosario de Sevilla anduvo en manos de muchos clérigos, hasta que fue recuperado por el Archivo Histórico del Estado, de donde se extravió durante el incendio del Palacio de Gobierno en 1940, un sábado a las tres de la tarde.

 

El Rosario fue toda una leyenda. Dicen que José de Jesús Ortiz, primer obispo de Chihuahua, lo encontró en su buró extrañamente y lo conservó con mucho cariño, sin conocer su origen. Después al obispo Nicolás Pérez Gavilán le apareció en su lecho, una vez que se encontraba muy enfermo. Luego un fraile franciscano lo encontró en el lugar donde estuvieron, hasta 1823, los restos sin cabeza del padre Hidalgo.

 

Entre las calles 17 y Juárez, junto a donde hoy está la casa mortuoria de Funerales Hernández, se encontraba una panadería en los años veinte y treinta. La panadería se llamaba La Espiga de Oro y era propiedad del señor Ruperto Rubio. Cuenta Roberto Licón Rubio, sobrino de Ruperto, que cuando él era niño se veía por las noches salir del Templo de San Francisco una sotana negra muy lúgubre que se deslizaba hasta los patios de la panadería, donde estaba la cochera. Allí los animales que jalaban los coches se ponían frenéticos, muy asustados, pues veían que atravesaba las paredes la sotana de un cura sin cabeza. De niño no comprendía lo que pasaba, pero ahora que hemos conversado me cuenta que algunas señoras que iban a misa muy temprano decían que la noche anterior, en las márgenes del río Chuvíscar, no pararon de ladrar los perros y hacía un viento muy feo. La razón era que el alma en pena de un sacerdote vagaba por las noches, durante los meses de julio y agosto. Hoy es solo una leyenda. Hoy la modernidad se ha llevado a los fantasmas al lugar donde quizá en paz descansan.

Versión escrita: Luis Carlos Arriola Chávez

 

La sierpe de Nonoava

El río bramaba embravecido después de haber aumentado sus aguas en un cuatrocientos por ciento. La gente que vivía a la orilla, allá por el barrio de Los Moros, como Neto Sáenz y el Chapo Aureliano, Quica Gutiérrez y Poldo, Chando Lozano y otros de más allá, como los de las familias Caro, de la tierra blanca hacia arriba, sabían que tendrían ya listas las sogas y preparados los ganchos para arrebatar al torrente, desde esa misma noche, trozos, leña, canoas, postes y cuanto de utilidad trajera arrastrando a su paso desde Bahuara, Santo Cristo y otros lugares. De esta manera estaría asegurado por un buen tiempo el abastecimiento de la leña, combustible para las estufas de uso casi generalizado en esos tiempos.

Era uno de tantos días lluviosos en que los arroyos descargaban furiosamente en el río las aguas recogidas de otros arroyos y éstos, a su vez, de los más pequeños, hasta lograr que crecieran en forma considerable; formándose así las ya de por sí grandes olas, admirables montículos que se formaban, retadores, principalmente en la otra banda del arroyo, San Lázaro, El Arco y La Tenería.

El caudal del río Serrano, Humariza o Nonoava, según sus diferentes denominaciones, se une en La Junta en perenne alimentación al Conchos. Y la historia de la recolección de leña se repite quizás en Río Grande, en Agua Caliente, en Plan de Álamos y en quién sabe cuántos lugares más. Pero este no es el punto ahora.

 

Don Jesús “Chu” Moreno, hombre ampliamente conocido por los lugareños debido, entre otras cosas, a su gran estatura, que competía en esto con el finado Fano Martínez o con Tino Largo, habría de ser testigo de lo que en el pueblo fue motivo de comentarios, a partir de una fecha perdida ya en el tiempo.

Esto sucedió en Río Grande, en la loma de Prisciliano Hernández o en alguna otra, no se sabe con exactitud, a finales de los sesenta o a principios de la siguiente década del siglo XX.

Un buen día –o una regular mañana o una mala tarde, como usted guste tomarlo– don Chu admiraba lo que tantos años había llamado su atención a lo largo de su vida, es decir, el río crecido. Con la vista zigzagueante hasta donde alcanzaba a apreciar, buscaba reconocer alguna forma en el furioso raudal. De pronto fijó atónito su mirada en un retorcido y relativamente grueso troncón, huésped momentáneo en el trecho del río, fugitivo que había sido arrojado de algún lugar irreconocible.

Con sorpresa, pero también con un escondido regocijo por ser el único testigo ocular, alcanzó a ver cómo una serpiente con características poco comunes daba vueltas sobre sí misma, juguetona, y cómo se situaba a veces delante y a veces detrás, persiguiendo y esperando en algo así como una divertida carrera contra el palo. Aquella bestia acuática fue denominada desde entonces, hasta donde se alcanza a recordar, como La Sierpe.

Pero no era aquélla una serpiente común; no, señores. La Sierpe medía como veinticinco metros de largo y cuarenta y tantos centímetros de grueso. El color de su piel, antes de cambiarla como la mayoría de las serpientes, podía apreciarse entre verde, amarillo y café con unos puntitos blancos, lo cual la hacía aparecer como algo único en el reino de la naturaleza nonoavense y tal vez de lo más intrincado de las alejadas selvas del mundo.

Añadía don Chu a su historia que en sus remolineados movimientos La Sierpe arrojaba agua a diestra y siniestra. Este detalle habría de provocar –en las vespertinas tertulias del billar del Chapo Gilberto, en las resolanas de la esquina y aún en los reservados mientras se celebraban interesantes partidas de malilla– acaloradas discusiones acerca de si el extraño ser era sierpe o cocodrilo.

El argumento de unos era que el agua arrojada solo podía ser posible porque el animal tenía patas; otros defendían la hipótesis de los coletazos por sobre la de las patas; unos terceros se atrevían a proponer la presencia de ambas características. Y no faltaron unos últimos que aclaraban parsimoniosamente que era necesariamente un chan, animal conocido solo por los que se dedican a la poco productiva actividad de la pesca, al norte y al sur del río.

Por sí o por no, ni tardo ni perezoso y obedeciendo a un rasgo instintivo de su personalidad, echó mano don Chu de su cachalota con calibre cuarenta y cinco, y vació un cargador y medio en el punto exacto de la aparición. Nunca supo, ni el día de su infortunado deceso, cuántos plomos logró incrustarle a la sierpe.

 

Extraño adefesio, dirán los estudiosos de lo estético y partidarios de lo bello en Nonoava; horripilante criatura, según el refinado gusto de los niños. Lo cierto es que hasta el momento de escribir estas líneas La Sierpe no ha acumulado el suficiente historial como para catalogarla de mala. Es más: a su paso río abajo rumbo a Los Ciríacos no ocasionó daño alguno, para desaliento de morbosos y beneplácito de la mayoría.

Dicen que La Sierpe fue vista en esos mismos días cuando salía del agua a tomar el sol. Quienes la avistaron pudieron constatar que efectivamente era muy larga, dando pie a especulaciones acerca de su origen. Una primera tanda afirmaba que siempre ha habitado en los grandes y profundos charcos. Los que siguen en número contaban que llegó con la creciente, gracias a que fue desalojada violentamente por el repentino aumento de las aguas en aquella temporada de lluvias.

Una vez que el caso fue difundido por don Chu, pudo comprobarse que ese día hubo otros testigos para corroborar el suceso. Los datos fueron más o menos los mismos, lo que intentó ser una exclusiva pronto anduvo en boca de todos. No obstante, la autoría del relato siempre le ha sido respetada a don Chu Moreno.

Desde entonces, cada que el río crece y la gente de la rivera se apresta a lazar o ganchar la leña que va a servir para el uso doméstico, la historia es recordada.

Y más de uno escudriña constantemente en el horizonte del río, allá por la casa de Nato Villalobos, con la esperanza de ver aparecer la impresionante largueza de La Sierpe, que por cierto nunca ha vuelto a ser vista, mucho menos por don Chu, quien descansa ya en los eternos jardines.

Versión escrita: Humberto Quezada Prado

Nota de Humberto: La información acerca de esta leyenda fue recogida de fuentes orales en el pueblo de Nonoava, al suroeste del estado de Chihuahua. El protagonista del relato se llamaba Jesús Moreno, señor ampliamente conocido en el poblado. Los nombres de las personas y de los lugares son los verdaderos, los sitios en realidad existen, lo cual puede corroborarse. En cuanto a las personas mencionadas, algunas ya han fallecido.

 

Notas sobre los autores de estas nueve versiones escritas

 

Luis Carlos Arriola Chávez nació en la ciudad de Chihuahua el 11 de mayo de 1952. Pertenece a la Sociedad Chihuahuense de Escritores y ha publicado ensayos y relatos en la revista Letras y algo más. Tiene dos libros inéditos, uno de cuentos y otro de poesía.

 

Óscar W. Ching Vega nació el 21 de marzo de 1933 en la ciudad de Chihuahua, estudió el bachillerato en el Instituto Regional e inició una brillante carrera como periodista en 1950. Trabajó en todos los periódicos del estado de Chihuahua y fue corresponsal en Europa para dos agencias internacionales de noticias. Es autor de cuatro libros: La última cabalgata de Pancho Villa (1976), Un beduino en las noticias (1979), Brigadier Felipe de Neve, ilustre y olvidado fundador de Los Ángeles, California (1983) y Los perros de Creel (1991). El famoso reportero murió en a finales de enero de 2001.

 

René Gómez Esparza nació en Santa Bárbara el 28 de mayo de 1944, es profesor de historia en la secundaria de San Francisco del Oro y fue maestro en la Normal Superior de Durango. Ha colaborado como escritor en El Sol de Parral y es autor del libro Monografía de Santa Bárbara. Tiene inédito el libro Historia de Santa Bárbara.

 

Jorge Luis González Piñón nació en la ciudad de Chihuahua en 1961, es ingeniero agrónomo administrador, egresado del Tecnológico de Monterrey con dos maestrías, una en administración y otra en finanzas. Ha ejercido su profesión en los sectores financiero y comercial.

 

Armando Gutiérrez Mares nació en Chihuahua en 1934, es ingeniero químico egresado de la Unam, tiene un posgrado en administración de empresas. En 1988 se inició en la literatura escribiendo para La Gaceta de Tequisquiapan, en Querétaro. En Radio Universidad produjo un programa titulado Área vital, escribió cada semana durante dos años en un periódico de la ciudad de Chihuahua una columna sobre naturaleza y salud. Es maestro de yoga, consultor en administración de negocios y autor del li-bro No era el mar, publicado en febrero de 2001 por la Universidad Autónoma de Chihuahua.

 

Zacarías Márquez Terrazas nació en Teméychi, un pueblo del municipio de Guerrero, Chihuahua, el 5 de noviembre de 1933, estudió secundaria y bachillerato en el Instituto Regional y es egresado de la Escuela de Filosofía y Letras de la Unam; durante 30 años fue profesor en escuelas de varias partes del país. De 1983 a 1989 fue cronista de la ciudad de Chihuahua. Es autor de 14 libros, entre ellos Chihuahuenses ilustres (biografías, dos tomos), Terrazas en su siglo, Satevó, periodo colonial, Memoria del Papigóchic, Origen de la Iglesia en Chihuahua y Pueblos mineros de Chihuahua.

 

Eva Muñoz nació en Temósachic, Chihuahua, es maestra de primaria, ganó el Premio Nacional de Literatura que otorga la Secretaría de Educación Pública, ha escrito en Novedades de México y en revistas del Imss. Es coautora junto con Aída Samaniego del libro de relatos Del mismo árbol, publicado en 1999 por la editorial Doble Hélice.

 

Humberto Quezada Prado nació en Nonoava en 1959, es profesor, ha dado clases en escuelas pri-marias, en la Normal Superior y en el Centro de Actualización del Magisterio. Ha escrito en el periódico Novedades de Chihuahua y es autor de tres libros: Nonoava, historia desde lejos, Trilla de leyendas e Interpelación a mis maestros.

 

César Imerio Salazar Amaro nació en Delicias el primero de junio de 1938, estudió en el Instituto Científico y Literario, en la Normal del Estado, en la Normal Superior José Medrano y en la Universidad Pedagógica Nacional. Ha sido profesor de primaria, secundaria y preparatoria y fue director de la Escuela Luis Pasteur.

 

Índice

Introducción

La dama elegante

Puños de oro

El Chato Nevárez

El violín de don Anatolio

Oro y plata

La hija de Pascualita

El hombre que quedó mal con Dios

El Rosario y la sotana sin cabeza

La sierpe de Nonoava

Notas sobre los autores de estas versiones escritas



Jesús Chávez Marín es editor de Estilo Mápula revista de literatura

No hay comentarios:

Publicar un comentario