viernes, 21 de febrero de 2025

Madame Clochard

 

Dibujo: Beatriz Bejarano


Madame Clochard

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Ella guardaba las cosas y siempre recordaba dónde. Su esposo la quería mucho, según decía él; los niños jugaban a la casita sin miedo. En ese tiempo ella alzaba la mirada, unos grandes ojos caninos donde enterraba ese paraíso. Una de esas veces en que el dueño del hogar llegó perdido de borracho, vio que esos ojos indagarían hasta desenterrar lo que él creía tapiado en el secreto. “¡Ramera! ¡Eres una ramera!” Pasó durante meses toda una vida de golpes e insultos hasta que no pudo más. Tuvo que huir para protegerse, en cuerpo y mente, y para salvarse de una muerte estadística. Malvivió en un puente del Ferrocarril Chihuahua al Pacífico hasta que, como Dios le dio a entender, construyó en el derecho de vía una cabaña mínima. Allá la volví a ver, en otra ciudad. Luego de tantos años ella, mi amor, no me reconoció: “Hola, guapo... ¿Tienes un cigarro?” No traía, pero le dije que iría al Oxxo a traerle uno. Volví pateando memorias de nuestro pasado hasta la casita de madera y cartón. Al oír mis pasos salió, encorvada por el dintel tan bajo de su puerta. Levantando apenas su vista, volvió a decirme: “Hola, guapo... ¿Tienes un cigarro?” No me reconoció tampoco en el presente inmediato. Tampoco todas las veces que regresé a verla.

domingo, 16 de febrero de 2025

Escudo

 

Dibujo: Larissa C V

Escudo

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Un cuervo en la espesura de la noche se desplazaba en silencio volando a poca altura. Había perseguido durante horas a una víbora pequeña que a la luz del atardecer lucía apetitosa. Pero era escurridiza, rápida y astuta: miraba con claridad las intenciones de su enemigo en el vuelo de la sombra proyectada en el valle. Escurridiza vino también la noche y entonces ninguna silueta se agitaba por el suelo porque ya todo era sombra. Desde el aire, escurridiza también, vino su muerte.

miércoles, 5 de febrero de 2025

Un zumbidito

 

Dibujo: Larissa C V

Un zumbidito

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Laborio circulaba contento con su carro nuevo. Venía de la agencia donde había dejado sus ahorros en el pago inicial y activado un crédito bancario a cuatro años; un dineral, pero este precioso KIA Niro, SUV híbrido color azul profundo por supuesto que valía el montón de firmas que había desparramado al calce de todos los documentos que le pusieron enfrente.

Ágil demente a pesar de la edad, es decir, ágil ‘de mente’, conducía disfrutando el silencio del motor y el desplazamiento sedoso que tienen los carros bien construidos, aunque las calles de la ciudad sigan igual de irregulares desde el siglo pasado.

La desincronización de los semáforos lo detiene cada rato, y al llegar a los cruceros más congestionados, su gozosa calma desabrocha el cinturón de seguridad e inicia la marcha hacia la neurosis en la marea del tráfico. La impaciencia entonces se le encaja como nube de abejas directamente en los ojos, los oídos. En su jubilado cerebro vuelve a ser el profesor maltrecho por tantos años de lecciones repetidas, toneladas de exámenes revisados, aburridas academias, burocracia escolar, gritos, burlas de estudiantes malditos, y ahora los imbéciles que circulan copando dos carriles y el de la troca roja blindada de atrás que se le echa encima.

A Laborio no le gusta ladrar insultos ni sonar el claxon con rabia, pero la furia le hormiguea en la punta de los dedos y sube por los brazos hasta quedársele atorada en el pecho. Siente cómo se le anuda la garganta de coraje mientras el desgraciado tráfico se vuelve más denso. Baja la velocidad y circula a vuelta de rueda por la ineptitud del de adelante de ir lento en el carril de alta velocidad.

“Órale, viejo pendejo, dale” le gritan. “Hace calor”, piensa a gritos Laborio. Luego un escalofrío y el mareo se suman al enjambre. “Muévete, buey”, pasa el insulto al de adelante emitiendo apenas un zumbidito.

“Ya. Ya quiero llegar”. Acelera. Los 146 caballos de fuerza y las 5700 revoluciones por minuto del motor de su bella camioneta lo elevan por encima de los demás automóviles. “¡Claro, compré un híbrido!”. Vuela. Se desliza con una calma celestial, su ánimo se empieza a serenar. “¿Cómo no se me ocurrió antes?” Todos han quedado atrás. El enjambre deja poco a poco el panal.

sábado, 1 de febrero de 2025

Belén


 Dibujo: Larissa C V

Belén

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

La esposa de un amigo nuestro murió el 30 de noviembre. Fueron 23 años de vivir juntos. Lo visitamos. Su mujer había decorado la casa de Navidad, dejándola hermosa, como cada año, con el buen gusto y la alegría de un corazón vivaz. En ese decorado, el hombre parecía un árbol sombrío en medio de un vergel tintineante.

Embalsamador embalsamado

 

Embalsamador embalsamado

 

Por Alejandra Hernández Figueroa

 

Se detuvo el aire, estoy lleno de ruido hecho polvo, los ojos opacos miran la nada. Siento frío cuando unas manos con guantes tocan mi cuerpo.

Reposo en la plancha helada, tengo el rigor mortis, oigo el ruido del ventilador y las manos engomadas empiezan a lavar mi cuerpo con germicidas, sustancias muy frías. Estoy temblando. Este procedimiento yo lo hacía, pero no sabía que helarse se sintiera. Me limpian nariz y boca, me colocan algodones en las cavidades para evitar escurrimiento de fluidos. Me suturan la boca. 

Siento ahogarme, no puedo gritar. Me “fijan los rasgos”, o sea, me cierran los ojos y la boca. No puedo ver, tampoco murmurar. Empiezan a tocar mi ombligo, me hacen una incisión en el plexo solar. Me duele. Nunca pensé que hubiera tanto dolor. Si lo hubiera sabido antes. habría sido más delicado con los que atendí.

Me vacían la sangre con una bomba. Aspiran para que los gases y fluidos del abdomen y de la zona pectoral sean remplazados por soluciones de embalsamamiento. Utilizan un trocar para inyectar en el cuerpo un líquido compuesto con varias sustancias y tinta para que no esté descolorido y me dé un tono vivo a la piel. Siento que me muero del dolor y no puedo gritar. El drenado me llena el cuerpo. Me cosen la incisión sin ponerme anestesia, pensarán que para qué, si ya soy un muerto.

Luego me maquillan. Eso me da más coraje, me ponen ridículo. Se les dificulta vestirme con el traje negro con el que me casé. Solo el saco. Lo cortan por la espalda, me quedaba chico. Me peinan y supuestamente me ponen muy guapo.

¿Qué hacer con los recuerdos? Siento algo adentro, en torno a todo lo que fui. Es un sabor a ceniza, infalible muestra de carroña.

Meten mi cuerpo al ataúd. Mi cabeza reposa en una caja acojinada. Oigo voces, rezos, lloriqueos. Percibo el olor de las flores destinadas a morir en el aire de la muerte.

¿Por qué siento, huelo, pienso? ¿Por qué estoy paralizado?

¿Cuántos cuerpos pasaron por mis manos?

El primero fue un anciano desdentado, le puse un postizo y pañal porque se orinaba mucho y pensé que podría inundar la caja. No dormí varias noches, después no recuerdo cuantos cuerpos fueron. Tantos que me acostumbré al olor de la muerte.

Los niños y los suicidas jóvenes nunca dejaron de impactarme con tanta vida por delante; los accidentados y los asesinados que morían con la sangre espantada me daban mucha angustia, para maquillarlos tenía que quitarles la cara de susto, y eso tiene su gracia. 

También pasarles el drenado es complicado, hay que darles masaje en cuerpo y extremidades para que fluya.

Se batalla mucho con quienes no se querían ir, aferrados a sus bienes materiales; a esos tienes que darles mucho masaje y consolarlos para que se vayan tranquilos

Exhumar es otro asunto. Se tienen que contar los huesos, que no falte ninguno. A veces encontraba entre la tierra falanges descarnados con anillos, tantos que me dio por coleccionarlos. Ya no eran de ellos, sino míos.

El olor a formol se me impregnaba por varios días.

A veces oía la camilla ambulatoria atravesar desde la entrada de la funeraria y pararse junto a la plancha, se ha acostumbrado a tanto ir y venir, a transportar cadáveres, que se le ha hecho costumbre y muchas de las veces me engaña porque viene vacía como si trajera un cuerpo, pero era nada más un suspiro.

Siento frío y no sé qué ponerme por dentro de la muerte ¿qué pedazo de tierra será el mío?

¿Por qué no pregunté? Tanto he tratado con ella. Desde que nacemos, su sombra camina a nuestro lado. Trato de gritar y no puedo emitir sonido, a través del cristal veo desfilar un sinnúmero de curiosos, algunos lloran y otros dicen: era tan buen, pobrecito.

Me trasladan a la iglesia, escucho rezos y lloriqueos. Pero, mmmh, ¿qué hacer con los recuerdos? Todo lo que fui. En los labios siento el bocado de ceniza, esa infalible muestra de carroña y solamente mi espantada alma me guía y me acompaña al más allá.

Olfateo flores destinadas a marchitarse en el aire de la muerte. Me llevan en una carroza, un desfile de conocidos y familiares sigue el cortejo.

Al fin veo dónde voy a quedar, en un pequeño espacio del panteón está hecha la fosa, me bajan cuidadosamente con cuerdas para colocarme en el fondo, después escucho el ruido de paladas y paladas de cemento, después me vacían la tierra hasta que me voy. Siento que me muero.

 


Alejandra Hernández Figueroa estudió en el Colegio Palmore y en Community College. Escribió y publicó los libros Tiempos de viento y humo cuentos, Hojasen poemas e Hilvanando cuentos. Publica habitualmente en revistas jurídicas y literarias.