Por Jesús Chávez Marín
Una madrugada de enero, José Dolores decidió
matarse. Iniciaba el año 1960, él era vecino de mis abuelos, en la Colonia
Rosario. Era joven y extraño, no hablaba con nadie, tenía el pelo albino,
complexión atlética, y se vestía con estilo militar. Trabajaba como celador en
la Penitenciaría del Estado, la que está en la calle 20 de Noviembre. En el
barrio se hizo una conspiración de silencio en torno a su muerte, no hubo
velorio y casi nadie acompañó el cortejo fúnebre hasta el panteón municipal donde
lo sepultaron.
Años después, alguien me platicó en la cantina
Siete Leguas que Lolo, además de su chamba en la Peni, hacía trabajos
especiales en el Cuartel de Rurales, el que estaba en el valle del Cerro
Coronel. Como tenía una puntería endemoniada, era uno de los encargados de aplicar
la ley fuga. Ciertos prisioneros reincidentes o demasiado peligrosos eran
señalados por el dedo fatal de algún funcionario judicial, o por el gobernador
tal vez, eso nunca se sabe, para ser ejecutados en forma clandestina.
El procedimiento era sencillo, en una forma
espeluznante. Consistía en soltarlos desde una celda con la puerta abierta y
les daban la indicación de que corrieran hasta la barda del fondo, que no era
muy alta, con la promesa de que, si conseguían escapar por allí, quedarían
libres. Pero a la orilla de otra barda lateral estaba Lolo: jamás se le peló
nadie, su tiro sonaba certero como juicio final.
Los jefes de la judicial fueron los que más lamentaron su suicidio, pues pistoleros con tan fina vista y pulso tan firme, no se dan en maceta.
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