sábado, 23 de agosto de 2025

Nicotina

 


Nicotina

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Después de los viajes a Europa, a China, a Brasil; de usar automóviles de lujo y habitar en residencias kilométricas de enormes jardines; vida cotidiana donde son naturales las joyas, ropa bien diseñada, perfume de profundas flores; también llega la vejez. Bien cuidada por medicamentos y hospitales, con recursos sin límite, pero llega. El tiempo no perdona ni se detiene con recursos financieros.

Rosa María lo sabe esta noche de fiesta, con los vapores del coñac y entre la humareda de sus cigarros, uno tras otro, que fuma como desesperada.

 ―Tráeme la salsa roja ―le grita a su marido, quien muy diligente va a la cocina por ella. ―Y también mi soda, la dejé en la alacena.

 Cuando él regresa, con mansedumbre pone la salsa sobre la mesa, al lado del plato de la señora.

―¡Te dije que la roja, no la verde! ―le grita ella. Luego, entre broma y de veras, se dirige vagamente a sus hijas, sus nueras, sus jóvenes nietas, que están en la misma mesa: ―Ay, este menso ya no distingue los colores.

―¿Pues de qué color es esta, entonces? ―dice el hombre, con un leve tono de protesta.

Aunque muy bien él conocía que estaba pagando un castigo inevitable. Media hora antes, ella lo había sorprendido mirando, como por reflejo condicionado, el escote elegante y atrevido de una de las invitadas. Cosa que para su anciana esposa era como arder en el infierno.

miércoles, 6 de agosto de 2025

Cíclope


 

Cíclope

 

Por Jesús Chávez Marín

 

Bartolo bajó la ladera totalmente borracho, como todas las noches. En cuanto terminaba su diario trabajo de estibador de ferrocarriles, acostumbraba meterse a la cantina El siete leguas y embriagarse hasta el cierre. Una idea le había rondado sin aclararse, rayos y centellas destilaban sus pensamientos cada vez que el sotol circulaba en el aire de sus venas. Se le había metido en la cabeza que su cuñado Pablo, por el solo hecho de haberse casado con su hermana, se las tenía que pagar todas juntas con una buena golpiza, nomás porque sí. A golpes tocó la puerta mientras gritaba:

―Sal, si eres tan hombre. Aquí te vas a morir, caballerito.

Carmen despertó asustada y le pidió a su marido que no saliera, que no fuera a golpear a su hermano, que andaba borracho y al rato se iría. Pero a Pablo le preocupaba el miedo de sus dos hijos, que azorados escuchaban los golpes de la puerta y la gruesa voz de su tío Bartolo enloquecido.

Así que tomó una cuerda de ixtle, salió por la puerta del patio, subió al techo y caminó hacia el frente. Desde allí brincó encima del gigante, que no se la esperaba; con rápidos movimientos lo amarró de los pies y los brazos; cinco segundos antes de que pudiera reaccionar ya estaba inmovilizado. Pablo arrastró por media calle a su cuñado hasta el dispensario del barrio, como a un bulto vociferante.

Con aparente tranquilidad, Pablo regresó a su casa, le dijo a su mujer que todo estaba bien, que se fuera a dormir. Ella, en silencio, pero todavía temblando del susto, fue a tranquilizar a sus hijos; con una seña apenas perceptible le agradeció a su esposo la protección y la calma.