Por Jesús Chávez
Marín
Después de los
viajes a Europa, a China, a Brasil; de usar automóviles de lujo y habitar en
residencias kilométricas de enormes jardines; vida cotidiana donde son
naturales las joyas, ropa bien diseñada, perfume de profundas flores; también
llega la vejez. Bien cuidada por medicamentos y hospitales, con recursos sin
límite, pero llega. El tiempo no perdona ni se detiene con recursos
financieros.
Rosa María lo sabe
esta noche de fiesta, con los vapores del coñac y entre la humareda de sus
cigarros, uno tras otro, que fuma como desesperada.
―Tráeme la salsa roja ―le grita a su marido,
quien muy diligente va a la cocina por ella. ―Y también mi soda, la dejé en la
alacena.
Cuando él regresa, con mansedumbre pone la
salsa sobre la mesa, al lado del plato de la señora.
―¡Te dije que la
roja, no la verde! ―le grita ella. Luego, entre broma y de veras, se dirige
vagamente a sus hijas, sus nueras, sus jóvenes nietas, que están en la misma
mesa: ―Ay, este menso ya no distingue los colores.
―¿Pues de qué color
es esta, entonces? ―dice el hombre, con un leve tono de protesta.
Aunque muy bien él conocía que estaba pagando un castigo inevitable. Media hora antes, ella lo había sorprendido mirando, como por reflejo condicionado, el escote elegante y atrevido de una de las invitadas. Cosa que para su anciana esposa era como arder en el infierno.
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