jueves, 9 de febrero de 2012

rocío de historias 1


Introducción al libro Rocío de historias, parte 1 de 2

Por Jesús Chávez Marín

Las tareas que realiza un escritor son tres: leer, escribir y publicar. En ese orden de importancia. Un artista que no lee, no existe; no solo le faltaría información sino también el juego del lenguaje donde se mezclan visiones de muchos hombres y mujeres que en los tiempos del mundo expresaron en la escritura el dolor y la alegría de vivir al mismo tiempo que soñaban con la muerte.

Escribir es el objetivo que se proponen los artistas de la palabra, aunque ya se sabe que existieron personas que en su pasado redactaban algunos poemas, ciertos cuentitos, y luego abandonaron aquella vacilante actividad sin dejar por ello de seguir ostentando el dudoso prestigio de ser escritores. Ya no lo son, por supuesto, ya no escriben. 

Publicar es quizá la tarea menos importante de un escritor; sin embargo ¿qué sentido tendría comunicar algo a nadie? La pendejada esa de que alguien escriba solo para sí mismo ya no le funciona como pretexto ni al más hermético de los autodidactas. No existen las grandes novelas, los intensos poemas ni los ingeniosos dramas archivados en el escritorio de ningún genio. Los lectores son factor implícito en todo texto y las únicas páginas verdaderamente íntimas son las de nuestras agendas y libretas de teléfonos, porque hasta las cartas privadas son escritas pensando en la persona que habrá de leerlas.

En la literatura de este siglo el arte del cuento, esa tradición milenaria donde existe una conciencia que se expresa al contar historias breves e intensas, es la realización de un texto escrito y reproducido por la imprenta para la lectura individual. Los cuenteros, los juglares, los narradores orales se quedaron en los museos de la memoria colectiva. El cuentista escribe; en su expresión se reúne “la conciencia de la multiplicidad del yo, la desintegración del tiempo y del espacio como unidades fijas, la capacidad de simbolización, la desconfianza ante la lógica como instrumento único de conocimiento y la exploración del inconsciente y de lo onírico como revelación de aspectos más profundos de la realidad”, como lo expresa Cristina Peri Rossi.

El cuento es la forma narrativa escrita; existe en la literatura de las grandes naciones de oriente y occidente; su textualidad es material de leyendas y mitos en libros sagrados. Los libros épicos que fundaron la identidad colectiva de los pueblos fueron forjados con la reunión y la mezcla de una infinita cantidad de historias ejemplares que la gente guarda en sus recuerdos y en el lenguaje, y los cuenta a los hijos y a los amigos en las tardes frescas del descanso. Los primeros libros que respaldaron en letras de molde relatos de la tradición oral fueron esos libros sagrados, epopeyas nobles, llenas de cuentos como un cielo estrellado.

La Biblia, el Corán, el Ramayana, la Ilíada, la Odisea, muchas de sus páginas fueron formadas por cuentos, breves narraciones de “algún incidente central y fresco en la vida de dos o tres personajes perfilados en la acción y el tiempo, al cual inmoviliza y suspende para penetrarlo. Al agotar, por intensidad, una situación, el destello del relato queda grabado en la memoria colectiva y pasa a formar parte de las imágenes del lenguaje mítico que trasciende épocas”, dicho sea por Anderson Imbert.

La tradición literaria occidental señala a la Edad Media como la cuna temporal del cuento moderno, en su forma escrita y autónoma de género literario bien definido cuya convención estética implica brevedad, interés anecdótico, elaborada estructura, impacto emocional y trama rigurosamente construida en un ciclo rematado por un final imprevisto, adecuado y natural. Los cien cuentos de El Decamerón, de Giovanni Boccaccio (Italia, 1313-1375); los relatos de El conde Lucanor, de don Juan Manuel (España, 1282-1348); los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer (Inglaterra, 1340-1400) y Las mil y una noches, (Arabia, siglo 14) fundan con poderoso aliento el molde escrito de esta tradición narrativa: la que despierta nuestra capacidad de imaginación y de pensamiento en la infancia; ese impulso natural de contar historias y conocer otras nuevas que es una esencia de frescura de la condición humana.

La palabra cuento, contus, proviene del vocablo latino computare, que significa contar, pero también pensar. Como toda obra estética los factores del cuento son el pensamiento, las ideas, la fortaleza conceptual; las formas vacías pasan de moda, solo trasciende aquello que le interesa al mayor número de personas durante largo tiempo, los objetos que pasan a formar parte de tradiciones colectivas.

Las leyendas, los relatos folklóricos, los personajes simbólicos de una colectividad fueron durante siglos el material con que se cifraba un lenguaje narrativo de la tradición oral, siempre realizada en la música, la dramatización y el espectáculo popular. Aunque el cuento moderno, siempre escrito, es sobre todo obra de un autor individual, el verdadero narrador sigue siendo el transmisor de ese espíritu colectivo creador que con historias sigue expresando su imagen. Poe, Maupassant y Chéjov son altos ejemplos de esta alquimia del lenguaje.

En América Latina el género desarrolló con brillantez, con cuidado de su estética, formas, preceptiva, aunque las ediciones de cuentos han sido en realidad escasas en un hábeas donde abundan poemarios y novelas. La narrativa en estas regiones se inició en la crónica: Las cartas de relación, La verdadera historia de la conquista de la Nueva España; podría decirse que también en la épica con La araucana. Fue en el siglo XIX cuando el cuento se cultivó ya como texto independiente. La generación de los románticos junto con sus casi contemporáneos “realistas” llenaron planas de periódicos con cuentos y relatos costumbristas, irónicos o plañideros que gustaban a los lectores.
Ya en este siglo Quiroga, Onetti, Borges, Cortázar y Rulfo son pilares de un género que escribe con precisión y exactitud. Por supuesto, nadie pretenda ser autor de cuentos sin haberlos leído con la atención que merecen las lecciones altas de la vida. (Sigue 2/2).

Junio 1996

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