viernes, 19 de enero de 2018

Laura Lee

Ganar amigos. Espadachines en el paseo Bolívar

Por Jesús Chávez Marín

Viernes 29 de mayo. A las ocho de la noche la gente empezaba a llegar a la plazuela. Desde un datsun rojo, de los cuadraditos, asoma un caballero de capa y espada. Otro señor que también viste galas medievales le toma fotos, con una kodak instamatic, a una infanta de reinos antiguos. A un lado del datsun, Fernando Saavedra, director de teatro, se mueve nervioso, lleno de energía inquieta habla a diestra y siniestra. Sobre el adoquín de la plaza hay cien sillas cromadas frente al ángulo que forman dos altas paredes color sepia, donde adornan en relieve un torreón y varias ventanas ciegas con marco de cantera.
Las ocho y media. A esta hora están programadas las funciones de Ganar amigos, drama de Juan Ruíz de Alarcón (1581-1639), versión escénica de Fernando Saavedra y su grupo de teatristas Los Juglares. Noche de estreno. Temporada del 29 de mayo al 4 de junio de 1987. ¿Tercera llamada, principiamos? Pues no, parece que hay problemas técnicos de última hora: por defectos de voltaje ya se fundieron todas las lámparas. Y esta plaza, que hoy se estrena como escenario al aire libre, se quedó casi a oscuras. Sólo llegan reflejos desde el alumbrado urbano de las calles Bolívar y Cuarta. ¿Qué hacemos? El público es numeroso, todas las sillas ocupadas y hay gente de pie que espera. ¿Suspendemos la función? Enrique Hernández Soto, solidario, se acerca a su amigo y colega en apuros, aconsejándole que, aún a media luz, salgan a escena.
Las nueve en punto. El público permanece tranquilo, con el buen humor que en los viernes de noche tiene nuestra ciudad 8al menos para quienes todavía tenemos para comer). El director sale y expone el problema, somete a decisión colectiva si la función se da o se suspende. Un aplauso le contesta; principiamos.
De aquí en adelante el tiempo es el del arte. Por su tema, la obra tiene una actualidad sorprendente: la justicia del rey es conciliación de intereses a favor de su gobierno, amenazado por ataques de su propio hermano y por los moros. Las razones de la honra importan por la apariencia y fama de las personas ante su sociedad más que por principios de conducta. Las niñas bien siguen hoy eligiendo para marido al poderoso y rico, aún en contra de sus amores primeros, como en la obra lo hacía doña Flor. El drama está escrito en verso, con cuidado y exquisito estilo. La trama es armónica, aunque el discurso barroco a veces resulta cansado, debieron cortarle algunas partes.
Las vidas del teatro. Saavedra y su grupo siguen eligiendo para su repertorio el teatro clásico. Aunque logran momentos brillantes, les falta infundir a su trabajo recursos más modernos, otras técnicas, nuevas visiones de aquellas mismas obras. Quizá, enriquecer su trabajo con autores contemporáneos, de preferencia mexicanos.
Aun en los autores nuevos que eligen buscan de su obra aquellos temas que tienen raíces en un pasado maniáticamente añorado, evocado; es el caso de su reciente puesta en escena de El Gran Inquisidor. A lo mejor es una especialización de este grupo, muy válida. Pero su público ya les pide la vitalidad de otros vientos: los de este siglo.
La factura de esta versión escénica de Ganar amigos es muy pulida, a ratos impecable. Laura Lee, por ejemplo, tiene una presencia escénica plenísima, adorable su voz grave, la cultura de su cuerpo educado en las gracias de la danza, los gestos de su cara que maneja a su antojo para comunicar con una mirada o un mohín mucho más de lo que el texto dice. Ella sola está muy bien dirigida; en esa parte donde doña Flor discute con su hermano Diego (Fernando Regalado): mientras éste sufre, parlotea en verso, se preocupa, exagera, sobreactúa, le vibra la yugular por tanto enredo que su hermanita ha causado, Laura Lee hace que doña Flor llene la plazuela, ella sola, con la gracia de sus manos y su rostro. Los matices de su actuación son un abanico de conductas: la escena donde abofetea a don Fernando (Luis David Hernández) está llena de plasticidad estridente.
Luis David Hernández hace también una actuación notable. Su voz resuena en los paredones de la plaza cuando discute con don Fadrique (Raymundo Aceves). La escena de los espadachines les salió bien: las sombras del público se proyectan excitadas en las paredes al fondo de la escena, mientras las espadas chocaban en una batalla no muy limpia ni elegante, sino realista y ansiosa, la vida iba de por medio. Son difíciles esas escenas de espadazos, muchas películas de época fracasan con lo falso y artificial de un pleito. Pero aquí, esta noche, en la penumbra de la plaza, apenas iluminada por el reflejo de las luces urbanas, dos hombres pelearon a muerte.
El rostro ligeramente prógnata de Armando Robles, parecido a los príncipes españoles,  y su cuerpo alto y esbelto, ayudaban a sus buenos recursos de actor para que en su personaje de rey tenga la majestad y la elegancia del poderoso y astuto personaje que traza el texto. También a Jesús Pérez le ayuda su físico para encarnar al gracioso Encinas. Gordito, alto y de fuerte voz, Pérez logra provocar la franca risa del público y regula las tensiones para encontrar efectos dinámicos y de contrapunto, tonos frescos. No todos los actores tuvieron esa noche tan buen fortuna. Lorena Pérez, que hace doña Ana, se mueve muy tensa, su rostro se proyecta siempre preocupado, expresa más su apuro por memorizar tanto verso barroco que lo que debiera expresar. Inés no logra existir, a pesar del buen vestuario que porta Guadalupe Balderrama. Alfredo Delgado hace apenas una actuación correcta, sin matices ni creación de su parte. Raymundo Aceves saca bien su papel, le imprime vigor, personalidad y la dignidad que el personaje don Fadrique requiere. Su único defecto: a veces se plantaba con la mirada altiva fija en la luna, las piernas arqueadas y en su gesto parece a punto de aullar alguna canción ranchera de Vicente Fernández. De Valdemar Parra y Antonio Tarín ni hablar: su trabajo fue mal cuidado por el director, como que en los personajes secundarios tiene su Waterloo.
Sin más escenografía que la plaza misma, con magnífico vestuario (excepto por las gachísimas botas de los caballeros), la puesta en escena es correcta, decorosa se dice. Estilo de Saavedra es de respeto absoluto al texto, hasta en detalles como la pronunciación (aquí incorrecta) de la doble ele: pronunciaban con sonido de “y” griega y no la de la ele alargada que debió ser. Con todo, esa noche se ganaron al público en buena lid. Les aplaudieron largamente. Por la buena factura de su trabajo; por su pundonor para vencer obstáculos y hacerse oír intensamente borrando los molestos sonidos del tráfico citadino que ahí sonaba, sin existir; por hacerse oír con los recursos de la pura voz humana, sin aparatos de sonido, sin el más mínimo fondo musical; por hacerse ver, luminosos en la media luz de la plaza esa noche, por llevar teatro al aire libre, a la plaza, a la calle. Por eso, y más, el público se les entregó sin reservas.

Junio 1987

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