sábado, 11 de enero de 2025

El espíritu de la Navidad

 

Autora del dibujo: Beatriz Bejarano

El espíritu de la Navidad

 

Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín

 

Todo mundo en la Casa Myers pensaba que no tenía remedio Lino, pues el pisto le brotaba por los poros; se le veía salir prácticamente flotando de la cantina y del after los viernes de madrugada para llegar a la oficina, muy fresco y como recién bañado, a las meras nueve en punto, como si nada, a pesar de que ya pisaba los 50.

Las muchachas de la oficina lo abominaron el día de la comida navideña de la empresa, y los batos primero le dieron cuerda un rato para luego sacarle la vuelta. Aun así, fue de los últimos en irse, después de haber sido de todo y sin medida: el payasito cuenta-chistes, la estrella del karaoke y el ánima de Santa Eulalia. Ya la mayoría se había marchado cuando, tambaleante, bajó al estacionamiento por su carro. Daban las ocho y de sopetón le entró la angustia porque ya era el mero 24 y todavía no tenía ni el más mísero regalo para su casa, ni para su mujer ni para sus dos muchachos.

Manejaba despacio y muy precavido, procurando hacerse invisible por si se topaba alguna patrulla de tránsito. Pero quien de plano se le atravesó a la altura de Walmart fue Santoclós, que bien o era un imbécil o andaba drogado o se quería suicidar.

Cuando Lino se bajó para entender qué había pasado, encontró tirado frente de su carro a un hombre cano, vestido de rojo, obeso de almohadas y cojines en medio de una montaña de regalos, juguetes y aparatos electrónicos.

El tipo no se quería suicidar, sino que cruzó la avenida a lo pendejo porque venía huyendo. Durante todo el día había aprovechado la confusión de la locura comercial de la temporada para ir llenando un enorme costal de terciopelo bermellón con celulares, relojes, video juegos, perfumes, i-pads, botellas, todo envuelto en cajas de regalo que había ido juntando y que hacía pasar como tramoya en el clásico escenario navideño de hielo seco, en su condición de Santaclós de pacotilla. Al salir de la chamba cargó con el costalote, que resultó pesadísimo, con la intención de alejarse de Suburbia lo más pronto posible y tomar un taxi.

A Lino medio se le bajó la borrachera con la adrenalina del susto y le preguntó al atropellado:

―¿Estás bien?

Santoclós no contestó, pero una leve sacudida del cascabel en la punta del gorro fue suficiente señal de vida. Aún nervioso, Lino siguió preguntando. Quizás la ausencia de respuestas concretas lo llevó a sustituir ruidos guturales y movimientos de dolor con palabras. Palabras audibles, inteligibles, claras.

―¡Pero claro que estás bien! ―se repitió Lino varias veces para convencerse―. Pronto te llevaré a tu casa. ¿De veras vives en el Polo Norte? ¿Tienes a alguien esperándote en casa, algún duende? ¿Estás casado?

Lino volteaba para todos lados para cerciorarse de que nadie presenciaba su percance con Santa, pues le daría mucha vergüenza, y también buscando ubicar el paradero del trineo. Nadie observaba la escena y un montón de lo que parecían ser huellas de renos indicaban que seguramente habían salido volando con todo y carruaje.

―Y mira nada más, ¡te dejaron tirado con todo y regalos! ¡Yo me encargo! ―y comenzó a echar juguetes, cajas y moños en los asientos del vehículo hasta llenarlo.

De vuelta en su carro, Lino lo puso en marcha y de chiripa esquivó al Santaclós en el suelo mientras avanzaba.

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