El espíritu de la Navidad
Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín
Todo mundo en la Casa
Myers pensaba que no tenía remedio Lino, pues el pisto le brotaba por los
poros; se le veía salir prácticamente flotando de la cantina y del after los viernes de madrugada para
llegar a la oficina, muy fresco y como recién bañado, a las meras nueve en
punto, como si nada, a pesar de que ya pisaba los 50.
Las muchachas de la
oficina lo abominaron el día de la comida navideña de la empresa, y los batos
primero le dieron cuerda un rato para luego sacarle la vuelta. Aun así, fue de
los últimos en irse, después de haber sido de todo y sin medida: el payasito
cuenta-chistes, la estrella del karaoke y el ánima de Santa Eulalia. Ya la
mayoría se había marchado cuando, tambaleante, bajó al estacionamiento por su
carro. Daban las ocho y de sopetón le entró la angustia porque ya era el mero
24 y todavía no tenía ni el más mísero regalo para su casa, ni para su mujer ni
para sus dos muchachos.
Manejaba despacio y
muy precavido, procurando hacerse invisible por si se topaba alguna patrulla de
tránsito. Pero quien de plano se le atravesó a la altura de Walmart fue Santoclós,
que bien o era un imbécil o andaba drogado o se quería suicidar.
Cuando Lino se bajó
para entender qué había pasado, encontró tirado frente de su carro a un hombre
cano, vestido de rojo, obeso de almohadas y cojines en medio de una montaña de
regalos, juguetes y aparatos electrónicos.
El tipo no se quería
suicidar, sino que cruzó la avenida a lo pendejo porque venía huyendo. Durante
todo el día había aprovechado la confusión de la locura comercial de la
temporada para ir llenando un enorme costal de terciopelo bermellón con
celulares, relojes, video juegos, perfumes, i-pads,
botellas, todo envuelto en cajas de regalo que había ido juntando y que hacía
pasar como tramoya en el clásico escenario navideño de hielo seco, en su
condición de Santaclós de pacotilla. Al salir de la chamba cargó con el
costalote, que resultó pesadísimo, con la intención de alejarse de Suburbia lo
más pronto posible y tomar un taxi.
A Lino medio se le
bajó la borrachera con la adrenalina del susto y le preguntó al atropellado:
―¿Estás bien?
Santoclós no contestó,
pero una leve sacudida del cascabel en la punta del gorro fue suficiente señal
de vida. Aún nervioso, Lino siguió preguntando. Quizás la ausencia de
respuestas concretas lo llevó a sustituir ruidos guturales y movimientos de
dolor con palabras. Palabras audibles, inteligibles, claras.
―¡Pero claro que estás
bien! ―se repitió Lino varias veces para convencerse―. Pronto te llevaré a tu
casa. ¿De veras vives en el Polo Norte? ¿Tienes a alguien esperándote en casa,
algún duende? ¿Estás casado?
Lino volteaba para
todos lados para cerciorarse de que nadie presenciaba su percance con Santa,
pues le daría mucha vergüenza, y también buscando ubicar el paradero del
trineo. Nadie observaba la escena y un montón de lo que parecían ser huellas de
renos indicaban que seguramente habían salido volando con todo y carruaje.
―Y mira nada más, ¡te
dejaron tirado con todo y regalos! ¡Yo me encargo! ―y comenzó a echar juguetes,
cajas y moños en los asientos del vehículo hasta llenarlo.
De vuelta en su carro, Lino lo puso en marcha y de chiripa esquivó al Santaclós en el suelo mientras avanzaba.
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