La enredadera
por Jesús Chávez Marín
Cuando una madre se va,
crece el número de los vagabundos. Algunos de los hijos procuran recuperar el
ritmo de su vida, alterada por el dolor más oscuro; el vértigo del vacío late
en sus venas y relámpagos de recuerdos se convierten en lluvia que cae sobre
una vasta zona de tristeza. Una sombra marca para siempre los cuerpos, porque
el tiempo cayó sobre ellos como una tormenta y los hizo envejecer varios años
en una sola noche. Al amanecer, ellos siguen caminando por las calles de la
ciudad, ocupados en asuntos cotidianos, pero ya no tienen a dónde regresar
cuando cae la tarde. Ni un sólo día del resto de sus días podrán visitar a su
madre y sólo en la memoria, pálido espejo, será posible escuchar sus palabras y
mirar su sonrisa.
Meses antes de morir, Carmen
pensó en cómo despedirse de sus seis hijos, pues a pesar de que la mayor de
ellos tenía ya más de treinta años, y de que todos tenían ya su propia familia,
sabía que ellos eran muy dependientes de su amor. Entonces propuso a todos que
realizaran junto con ella un viaje hacia el mar, a donde irían los hijos, las
nueras, los yernos y todos los nietos, la familia entera.
En aquel tiempo ella gozaba
relativamente de buena salud, excepto por algunos padecimientos de anemia que
de vez en cuando la mandaban al hospital por dos o tres días. A sus 72 años, se
mantenía ágil y flexible, hacía ejercicio y realizaba con diligencia las tareas
de su casa. Así que se sentía con ánimos al saber que la mayoría de sus hijos
habían aceptado su propuesta: ya habían decidido la fecha y preparaban todos
los detalles del viaje, tratando de conciliar los tiempos y los acuerdos y
desacuerdos que fueron surgiendo.
Pero un día terrible, ella
murió. La luz amorosa de su mirada, la alegría de sus cantos y sus palabras
llenas de sabiduría tranquila se apagaron de pronto.
Cinco meses después,
inconsolables, los hijos de aquella mujer fueron a Mazatlán con sus familias.
El mar era quizá la única imagen de podría reflejar el amor tan grande de
aquella mujer que de esa forma se despedía en silencio.
Aunque en los rostros de los
seis hermanos se podía notar la marca eterna de aquel dolor, el viaje fue
alegre. Los nietos, algunos ya jovencitos y otros todavía niños, hicieron un
ambiente ligero y lleno de frescura. La melancolía en que habían vivido en
aquel tiempo, se alivió un poco en la convivencia. Se hospedaron en el mismo
hotel, en habitaciones vecinas; comían reunidos los restaurantes cercanos; iban
juntos a todos lados, como una tribu ruidosa, y al atardecer, los grandes se
reunían a platicar muy tranquilos, tomando cerveza, mientras los jóvenes se
alistaban para dar algún paseo. Era la primera vez que viajaban todos juntos y
algunos de los niños conocieron el mar en esos días. Todo salió bien.
Sin embargo, aquellos seis
hermanos no podían dejar de sentir ni de pensar que una parte de su vida se
había perdido. Saber que esto es parte de un destino natural, no sirve de
consuelo. Cuando una madre se va, crece la soledad.
Abril de 2002
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