lunes, 26 de octubre de 2009

Manuel


Desayuno
Por Jesús Chávez Marín

En 1961 Esteban era un niño de 8 años; estaba en segundo de la primaria: Su hermano Pablo tenía cuatro y Carmela era una bebé de dos. Aquella mañana de octubre estaban almorzando muy temprano, a la mesa los acompañaba su papá mientras Carmen, la madre, preparaba los alimentos de pie frente a la estufa de leña y platicaba con sus niños asuntos de la escuela de Esteban, de la ropa que Pablo habría de estrenar el día de su cumpleaños.
La vivienda de solo dos habitaciones, colindaba a través de un patio interior con la casa de Manuel, hermano de carmen y tío terrible y borrachín consuetudinario de aquellos niños de periferia; todos vivían en la colonia del Rosario, la última orilla hacia el sur de aquella pequeña ciudad semirural que era Chihuahua a principios de los años sesentas.
La serenidad de aquel almuerzo se quebró de pronto con la entrada violenta de Manuel, quien sin decir ni media palabra como un traidor veloz empujó con fuerza a Pablo, el padre, y lo derribó de un puñetazo en la mejilla.
Ágil y fuerte, Pablo se incorporó en un relámpago de músculos y brazos, con voz muy baja aunque crispada por una ira apenas controlada, le dijo a su violento cuñado: si quieres arreglar algún asunto conmigo, Manuel, o quizá morirte; vámonos afuera donde no están los niños.
Aquel traidor de baja estatura y alta cobardía se quedó paralizado un instante, pero luego el alcohol con mezcla de adrenalina le trajo de nuevo el brío confuso de los ebrios: De aquí me salgo pura chingada; esta es casa de mi hermana y a mi ningún ojete me saca de ninguna parte.
No terminó de pronunciar las tres últimas palabras; Pablo saltó un metro como vuelo de pantera y sujetó al grosero petimetre en menos que un gallo canta. Sin llegar a quebrárselo, torció un brazo hacia atrás, luego en concentrada energía le puso un nudo irrompible sobre el cuello con la mano derecha; con el ingenuo y furioso Manuel así prisionero, caminó despacio hacia la salida del frente donde pasa el arroyo de los álamos y lo arrojó al barranco como si arrojara un cesto de basura, y tal vez en aquellas lamentables condiciones de alcoholismo de madrugada Manuel no tenía otra condición que la de basura.
Carmen, la madre, había presenciado la escena desde el principio, primero paralizada de terror, luego aullando de angustia y después suplicando a su marido que no le hiciera daño al hermano, que no destrozara a aquel monigote grotesco. Los niños en cambio miraban en silencio con fascinación la violencia, la acción rápida y precisa de su padre, escuchaban los gritos sin consuelo de la mujer, a quien el sartén de los huevos estrellados se le había deslizado de las manos y a la caída un sonido como tañido de campana tronó en el suelo.
(este relato continuará)

Octubre 2009

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