domingo, 20 de junio de 2010

ángela


Fantomas en la región de las esmeraldas

Por Jesús Chávez Marín

Siempre recordaré aquellos ojos verdes que guardan el color que los trigales tienen. En cierta forma, a Fantomas lo hacía feliz la costumbre arcaica de estar aquí, en una cantina del centro de una ciudad un tanto primitiva, dándole vuelo a los recuerdos. Mejor dicho: a un recuerdo, uno bellísimo y delicado que le hace llorar, ¡oh sorpresa!, llorar en silencio y sentir esta soledad profunda y llena de un aroma, el perfume de Ángela para siempre lleno de imágenes: el vuelo de su cabellera dorada por la luz de una tarde, su voz inolvidable cuando dijo:
–Y también puedes tocarme.
Aquellos ojos verdes como mares.

Esta historia comenzó hace tres años en París. Fantomas había planeado cuidadosamente el robo de tres óleos del famoso pintor José Clemente Orozco. Los cuadros pertenecían, en aquel tiempo, a la colección particular de un expresidente mexicano a quien le gustaba presumir de hombre culto y gastaba sumas fabulosas de dólares en una vida excéntrica. Una noche de abril, aquel caballero organizó una fiesta para presentar un grueso libro que había escrito. El texto no valía nada a pesar de las revelaciones cínicas y chismes políticos que se disfrazaban en una trama novelesca torpe y plana. Pero eso no importaba. Lo interesante para Fantomas era que el tipo había mandado traer desde su tierra una gran cantidad de cuadros y esculturas con las cuales mandaría decorar un castillo que había alquilado para ofrecer la lujosa recepción.
En aquella obra venían muchas baratijas doradas, es cierto: hasta batuques firmados por el mismo anfitrión, quien presumía ser pintor en ratos libres.
Pero entre toda aquella basura andaban los tres cuadros de Orozco que Fantomas decidió robar durante la misma noche de gala. Como es su costumbre, Fantomas pintó una gran letra F en una manta que colgó a las puertas del castillo. También escribió una carta al inspector Gérald, su leal adversario de siempre, para avisarle cual sería su próximo atraco. “Amigo Gérald: estará usted de acuerdo conmigo en que esos tres Orozcos quedaran más a gusto en mi casa que en manos de ese asno de oro, ¿verdad? F.”
Gérald tampoco simpatizaba mucho con el derrochador magnate, pero su honra de policía y su deber le obligaban a impedir aquel robo y, además, atraparía de una vez por todas al famoso ladrón Fantomas, La amenaza elegante.
El inspector creyó prudente entrevistarse con el expolítico. Este lo recibió en una sala enorme, sentado en una silla de caoba y terciopelo. Vestía uniforme de extravagante lujo, en una mano sujetaba unas raquetas que valían una pequeña fortuna y en la otra una pipa sin fuego.
–Monsieur, como usted ya lo sabe, Fantomas ha decidido robar su casa.
–Vaya, parece un honor para mí que ladrón tan legendario haya decidido visitarme. Pero conmigo se llevará tremendo chasco, eso puedo asegurarle. Usted no se apure de nada, inspector, yo sé cuidarme solo. Defenderé mi patrimonio como un perro. A Gérald le pareció locuaz y absurdo aquel discurso, pero no movió un solo músculo de la cara.
–Dedo advertirle, distinguido caballero, que las amenazas de este ladrón suelen ser muy serias.
–Pues conmigo que ni se le ocurra meterse el tal Fantomas, soy tan astuto como dicen que es él, qué tanto ha de ser tantito. Además, tengo gente muy bragada para cuidar mis casas, custodios valientes, muy aguzados.
–De cualquier manera, me gustaría encargarme de vigilar el castillo la noche de la presentación de su libro.
–Eso no se va a poder, inspector Gérald. Usted, en lo personal, será mi invitado, por supuesto. Pero no quiero policías demasiado visibles en mi fiesta, es de mal gusto, por ningún motivo lo permitiré.
La necedad de aquel petimetre era invencible. Gérald salió de allí muy molesto pero fraguando un plan infalible para atrapar a Fantomas. Ya lo vería el cabrón bandido cuando sintiera la sorpresa de sentirse prisionero.
Aquella noche algo era cierto: el corazón de Fantomas quedaría prisionero para siempre en la mirada profunda de los bellísimos ojos verdes de la pintora mexicana Ángela Goitia.

Al periódico Galaxie 33, propiedad secreta de Fantomas, llegaron los pergaminos de ridículo diseño pero de impresión impecable: “Se le invita a usted a la presentación del libro Las mascaras de Quetzalcóatl, del ilustre escritor don José López. Esta novela será comentada por Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas y Roberto Blanco Moheno. Esperamos contar con su distinguida presencia y la de su señora esposa”. Cuando el director del famoso diario parisino abrió los sobres, inmediatamente se comunicó con Fantomas a su fortaleza clandestina y le informó:
–Señor, ya llegaron las invitaciones. Como lo suponíamos, López quiere buena prensa a como dé lugar y hasta tuvo el descaro de incluir un cheque al portador.
–Muy bien, Fandor, rompa de inmediato el cheque y aquí espero su envío.

La noche de la presentación, Fantomas, perfectamente disfrazado como el periodista Virgilio Lafont, jefe de redacción del periódico Galaxie 33, recorrió con discreta curiosidad las estancias del castillo. Todo era de escandaloso lujo: licores, muebles, una orquesta de 53 músicos. Había cinco pianos blancos, invitados que parecían extranjeros de cualquier país, o la representación malviviente de fotos de revistas frívolas: princesas de escasos recursos, expolíticos que eran buscados por la policía de sus respectivos países, Vicente Fernández con el pelo teñido de negro mate y vestido de esmoquin, Lola Beltrán esta vez sin rebozo de seda pero con una vestido de Cristian Dior que le sentaba como un atentado contra la alta costura. Ejecutivos de la televisión acompañados por actrices de telenovela, escritores desconocidos pero entusiastas, entre los cuales andaban los tres presentadores del libro, un poco avergonzados por el papelón pero con su mala conciencia muy bien almidonada con los altos honorarios que acostumbraban cobrar por texto o discurso: el show de la literatura, tan capaz de maquilar el analfabetismo funcional de los espectadores que se sienten cultos por un día y muy contentos de rozarse con Las Vacas Sagradas.

A la hora de la cena, los lugares a la mesa estaban personalizados. Junto a los cubiertos, en cada servicio, había un cartoncito con los nombres de los invitados. A Fantomas le tocó sentarse al lado de la hermosa pintora mexicana. Los dos nombres, casualmente quedaron juntos: el cartoncito de Virgilio Lafont rozaba al blanco fondo en el que venía escrito el nombre de ella: Ángela Goitia.
La joven mujer parecía de mal humor, en su linda frente se marcaba una leve línea de disgusto. Permanecía muy seria al lado de un colega suyo, el cual había insistido en venir a esta ridícula farsa. Ella lo acompañó por solidaridad o por cariño, pero no compartía el afán de hacerle la corte a este tipo de políticos tan desprestigiados en su tierra, donde hicieron tanto daño cuando tuvieron en sus manos un poder casi absoluto. Pero el pintor insistía en que un artista debe cultivar también a sus clientes y las relaciones públicas, el aspecto comercial del oficio. Habían discutido mucho sobre esto. Ella tenía otra forma de pensar, y aunque estaba de acuerdo en algunos de los topillos mercantiles de su amigo, no era capaz de llegar a estos extremos, casi al filo de la indignidad.
Desde el primer momento, Fantomas quedó encantado por la presencia luminosa de aquella mujer. Su pelo rubio y lacio caía libre y cubría la mitad de su rostro, pero la luz esmeralda de sus ojos parecía fluir desde la sombra de sus párpados y no solo llenaban de luz su cara bellísima, su boca pintada de rojo intenso y sus cejas fuertes que se unían al centro de su frente noble, sino que también parecían hacer más vivos los colores de la estancia y llenaban de belleza a la música y a los cuadros de Orozco que estaban colgados en una pared lejana de enfrente, como lujo mayor de la casa.
Aunque Fantomas es un aventurero, y supuestamente difícil de impresionar, su alma permanece sensible y desamparada ante la belleza. Por eso todo mundo sabe que su colección de arte es fabulosa, que lee en tres idiomas la poesía que se escribe en los cuatro puntos cardinales, y es muy conocida su pasión por los autores clásicos. Esto explica entonces cómo se quedó inmóvil ante la presencia de Ángela Goitia. Once minutos duró aquel hechizo fascinante. Fantomas no lo podía creer. Serían para él, quizá, los once minutos más intensos de su vida cuando percibió el perfume que llegaba desde el cuerpo de aquella mujer; su fragancia era una mezcla increíble de intimidad femenina, flor de cereza, miel cristalina y hierbabuena. Mientras llenaba su copa de vino, ella volteo su rostro con distraída curiosidad para mirar al hombre que estaba sentado al lado suyo. Le sonrió con naturalidad. Ella parecía sonreír con todo el cuerpo: la luz alegre de sus ojos verdes, la boca hermosa, inflamada, los graciosos movimientos de sus manos, el vuelo de su pelo dorado. Solo con su vasta experiencia de hombre educado pudo Fantomas salir airoso de aquel trance. Aunque totalmente sonrojado, con un pudor que no conocía de sí mismo, logró sonreír a la dama y hasta reunió algunas palabras para iniciar una conversación.
Fue en aquella bravísima charla, apenas librada del torpe reborujo de la fiesta, cuando Fantomas supo que Ángela Goitia vive en una ciudad lejana cuyo nombre es difícil de pronunciar para el habla francesa del famoso bandido: Zacatecas.

Luego la mujer desapareció. De repente ya no estaba. Fantomas la buscó desesperado por los recintos, procurando que no se le notara la ansiedad. Y aunque ya había decidido dejar para otra ocasión lo del robo de los cuadros, y por primera vez en su vida profesional dejaría de cumplir el desafío que significaba su anuncio de robarlos, optó por recuperarse realizando la tarea que se había propuesto. Uno de los músicos, cómplice suyo, tocó un violín especial en una frecuencia sonora que había sido inventada en tres días por el profesor Semo, el eminente científico que había sido su profesor en la escuela de ingenieros industriales y que ahora ayudaba a Fantomas en todos sus lances. El sonido provocó en todos los presentes una extraña laguna mental que, literalmente, los desconectó de la realidad durante dos extensos minutos. Mientras tanto, el violinista, Fandor y la amenaza elegante protegían su percepción sonora con un minúsculo aparato en los oídos, que el profesor Semo había construido con cera. Al tiempo que aquel tocaba, Fantomas y Fandor quitaron de sus marcos los lienzos originales de José Clemente Orozco y los sustituyeron con tres imitaciones casi perfectas que traían escondidas en el maletín de un equipo fotográfico. Listo. En un instante la vida real volvió a su normalidad. El inspector Gérald seguía su nervioso recorrido por todos los lugares de la fiesta, sin perder de vista los cuadros. El anfitrión seguía posando para fotógrafos exclusivos y paseándose como pavorreal en medio de una jaula de pavorreales. Los meseros atendían a las personas con exagerada cortesía y así se cumplían cabalmente, mecánicamente, todos los gestos que suelen ser comunes en este tipo de cenas costumbristas.

Fantomas, “Virgilio Lafont”, se despidió media hora después muy cortésmente del anfitrión y de Sasha Montenegro, su actual esposa.
Salió de allí con el tesoro de una silueta, un aroma, un recuerdo inolvidable. Había mirado intensamente a una mujer casi irreal y solo eso le había bastado: mirarla. Hubiera podido quedarse el resto de su vida contemplándola, mirándola reír y respirando el aire de su presencia. Pero ella le dijo:
–Y también puedes tocarme.
Esto habría de cambiar por completo el destino de nuestra historia, aunque ahora todo pareciera un sueño. Los sueños a veces tienen más sustancia para nuestro cuerpo que la misma realidad. Algunos meses después, Fantomas decidió realizar el desafío de aquel sueño y responder al sonido profundo de aquellas palabras que quizás nunca fueron pronunciadas.

La Navidad de aquel año, Fantomas llevó a México un regalo muy especial. En algún lugar de la ciudad de Zacatecas, un mensajero entregó en la casa de la pintora Ángela Goitia tres cuadros, el arte vigoroso de José Clemente Orozco. Decidió quedarse con aquella obra y guardar discretamente el secreto de un admirador tan notorio como Fantomas y de unos cuadros a los cuales todavía anda buscando la policía de París.


Junio 1994

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